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Viernes, 1 de noviembre de 2002

TEATRO

pequeñas historias

Andrea Garrote pasa apenas los treinta pero su nombre destaca entre los de las generaciones más jóvenes vinculadas al teatro. Actriz, dramaturga y directora, esta mujer que alguna vez fue una niña que disfrutó de la primera obra teatral que vio en su vida –“Aladino y su lámpara maravillosa”– se especializa en narrar pequeñas historias femeninas.

Por Sonia Santoro

Cuando Andrea Garrote sonríe y muestra sus dientes desparejos parece una nena que acaba de hacer una travesura. Sobre todo porque siempre acompaña ese gesto con sus cejas arqueadas, poniendo énfasis en aquella palabra o esta frase. Es así, divertida, inquieta y charlatana, pero no es una nena. Tiene 30 años. Y sus travesuras hoy son actuar en La Casa de Bernarda Alba, repuesta en el Teatro General San Martín. Y escribir y dirigir a cinco mujeres en La dama o el tigre, en los días humillantes –ganadora del subsidio a la creación Antorchas 2001– en el Teatro El Callejón. Además está ensayando la obra La estupidez, de Rafael Espregelburd, que el año próximo estrenará en Viena. Allá irá, con su niño de poco más de un año y su marido músico, como las giras de compañías teatrales familiares de entonces. Otra de sus aventuras.
De padres abogados, hoy jubilados, y hermanos mayores psicoanalistas, la niña Andrea nació y se crió en Villa Devoto. A los 23 años fue a Barcelona con una beca de estudios de teatro. Estuvo seis meses estudiando. Y montó, junto con Rafael Spregelburd una obra a partir de cuentos de Raymond Carver. Se llamó Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo. Y a los dos días de estrenar esa que era su primera obra, fue un grupo de españoles recomendados por alguien que vio la primera función y los invitaron a hacer funciones en la sala Beckett de Barcelona. Todo un debut.
–¿Cómo terminás siendo actriz y dramaturga?
–A mí siempre me había llamado la atención esto de ser actriz, la actuación como idea de acercamiento, pero más que nada el teatro, la idea de la actividad.
–¿Tenés algún recuerdo de algo que te haya acercado al teatro?
–Mi abuela me contaba siempre obras de teatro con grandes montajes. Me contaba obras que ella veía en el Colón o en el Cervantes con grandes historias y con grandes decorados y vestuarios, con muchos detalles. Y es gracioso porque es con lo que menos trabajo. Lo que menos me interesa es una gran historia. Yo le insistí para que me llevara al teatro. Entonces miramos el diario un domingo y yo elegí la obra: Aladino y su lámpara maravillosa.
–¿Cuantos años tenías?
–Tendría seis o siete. Entonces fuimos y no era en un teatro, era en un barrio en una casa de familia. Eran unos animadores que hacían dentro de una fiesta infantil una obrita en un momento, cobraban una mínima entrada para ver la obrita y con eso costeaban la fiestita infantil, un mecanismoque no volví a ver nunca más. Mi abuela y yo éramos las únicas que habíamos ido de afuera. Entonces la primera vez que fui al teatro no vi grandes decorados, vi un living donde transcurría una obra que mucho no recuerdo, con Aladino, la lámpara, etc, etc. Pero lo más horrible era que todos los niños estaban invitados a una fiesta, venían de comer, de jugar, se conocían, y después seguían y yo era una extraña, que había pagado ... Me sentí muy humillada (risas).
–O sea que la primera experiencia en relación con el teatro fue muy frustrante.
–Sí, y mi abuela se quedó muy culposa y desde ahí pasé a ver obras en el Cervantes: “Ahora vamos a ver Pigmaleón”.
Pero la idea de la actuación siempre estuvo presente en los juegos de Andrea. En la adolescencia empezó a hacer cursos de clown y se empezó a enganchar. Después comenzó la carrera de Letras. Y, por otro lado, a estudiar con Ricardo Bartís entrenamiento actoral y producción teatral.
–En Letras no se puede escribir.
–No se puede escribir, es verdad. Y atenta bastante contra el placer de la lectura, de pronto uno se encuentra con una cosa del “debo leer para mañana todo esto” y empieza a ser toda una carga. Como en lo de Bartís también se trabajaba en torno a hacer escenas, empecé a escribir para mostrar escenas, y de pronto tenía obras escritas.
–¿Hay una predilección por escribir obras para mujeres?
–Es un universo que me resulta muy teatral, que conozco mucho. Primero, no hay ninguna pretensión de contar grandes relatos sino también situaciones, mundos, pequeños universos con reglas de causalidad un poco tocadas. Y me parece que los personajes femeninos con más facilidad se vuelan hacia un lugar de locura y vuelven hacia una cosa muy tierra, muy concreta. O puede haber situaciones de histeria o de saques que después no tienen el peso que tienen en el mundo masculino.
–¿Te parece un mundo más rico?
–No sé si más rico por conocimiento o porque creo que es menos transitada la idea de que cuando se hace una obra donde hay mujeres protagonistas no se está hablando de “la mujer”, como esa idea de minoría a defender, se está hablando de unos personajes.
–En “La dama o el tigre” se habla del “sacrificio inútil” de cinco mujeres, ¿a qué te referís?
–Sí, Roxana, que es una mujer que vino del interior, ha dedicado su vida a cuidar a una chica, a una adolescente enferma que espera un dinero de su hermano para irse a Cuba y no puede construir una vida personal. Todo esto va a llevar al fracaso, hubiera sido mejor para la adolescente que ella hubiera podido construir una vida personal. Después están las dos chicas que son promotoras, esto ya no tiene que ver con la idea de la mujer sino con el trabajo... Es una parte importante para mí hablar de tu situación en referencia al trabajo que opaca la posibilidad del amor, no se habla casi del amor...
–Pensaba en la idea de sacrificio de los inmigrantes que vinieron a la Argentina y que hoy, especialmente después de la debacle de diciembre, todo sacrificio parece inútil.
–Sí, y que la idea de la supervivencia hace que vos sólo vivas para esa supervivencia y no puedas desarrollar ninguno de tus deseos ni actitudes, ni siquiera tengas tiempo de verlos, que es un poco lo que les pasa a ellas.
–¿Qué esperás de un actor?
–Para mí un buen actor sería una persona apta para construir lo que está haciendo. Si está en televisión, sería una persona que pueda distinguir un guión malo de uno bueno y, en teatro, que pueda adherir a un lenguaje o estar casi a la par del director. Y a la vez, como todo artista, su existencia resguarda un punto de comunicación entre tu comunidad más particularizada y que se corre, si es artístico, de lo estándar, del modo convencional de ver las cosas. La televisión hace que vos creas que pertenecés a una comunidad porque hay 20 millones de personas que miran las mismas cosas. Pero me parece que la sensación más fuerte de comunidad se arma cuando aunque haya 15 personas en un teatro se empieza a reflexionar sobre determinados temas.
–¿Mirás televisión?
–No, en este momento no. Por ahí hay tres meses que miramos tele por cable y de pronto cortamos el cable, sacamos la tele y miramos alguna película porque satura. Aparte es gracioso porque la corremos a un rincón. Y después pasa un tiempo, como la situación del embarazo, en que dijimos queremos tele y cable. Cuando nació Ramón se fue la tele otra vez. En la tele ya tengo como un hartazgo con lo bizarro, ya no da risa, ya no interesa.
–¿Y la ficción de la televisión?
–No, nunca me apasioné con nada. Nada más con una novela que se llamaba Señora hace muchos años, fue la única vez que tuve una sensación de teleadicta: quería ver una novela. Tenía 17 años, 18.
–Siempre se dice que en teatro cada función es distinta porque el público es otro, ¿no es un lugar común?
–Se dice siempre porque es real. Con Bernarda... hacemos seis funciones por semana y vemos la diferencia público a público. El público de los miércoles está enganchadísimo, caza todo el humor y a la vez sigue el relato, el de los jueves es un público mucho más serio, parece más distante y después da un aplauso que vos decís “ah, estaban muertos”, te sorprendés. Los sábados pensás que quieren más espectáculo. Y en teatro independiente las obras son más ambiguas. La primera obra que hice no se entendía muy bien el final. Eso provoca cierta inquietud en el público pero es una decisión previa y del lenguaje. A mí me gusta que la gente se haga preguntas todo el tiempo en el teatro, que tenga la inquietud de entender pero que tampoco se preocupe mucho por la idea de “quiero entender ya”. Yo digo está ambiguo para que puedas ver mecanismos de comportamiento, lenguajes de actuación, hay cosas que están obviamente corridas para que te produzcan chirridos.
–A tu edad hay mucha gente que se está yendo, ¿por qué te quedás?
–Yo fantaseo permanentemente con la idea de irnos, también pensando en el niño. Y también con la idea de quedarme. Acá estamos haciendo cosas y sobreviviendo bien. Y el teatro es muy regionalista en un punto, yo acá entiendo determinado código para construir con la gente que me parece que allá habría que inventarlo de vuelta. Si fuera un código universal, si fuera matemática, bueno, pero el teatro para mí gana en lo regional. También fantaseo con el interior. No quiere decir que lo accione. Por otro lado, el teatro te permite viajes. Y la verdad cuando uno llega a Europa al segundo día sentís un descanso de Argentina, esa sensación de cómo agota el pensar todo el tiempo cómo las reglas del juego cambian y se están armando. Allá no lo pensás. Y es gracioso cómo cuando pasa el tiempo uno empieza a ir a los locutorios, a Internet, a veren qué está este país, sólo los argentinos van a ver las tapas de los diarios de su país, como que en 15 días puede pasar cualquier cosa.
Y ella, Andrea, es muy argentina o porteña, mejor dicho. En su “naturalismo fantástico” también de repente puede pasar cualquier cosa, absurda, mágica, loca. Y nadie va a dar ninguna explicación. Por detrás, ella hará un guiño cómplice a su público. Arqueará una ceja, mostrará su sonrisa traviesa y empezará a barajar las cartas. Para volver a dar, cada vez, una nueva historia. Una pequeña historia con sus propias reglas que en cualquier momento se rompen.

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