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Viernes, 8 de noviembre de 2002

MUSICA

cantar en Alejandría

Por extrañas y fascinantes coordenadas del destino, todavía no del todo aclaradas, Lidia Borda fue la única artista latinoamericana invitada a cantar en la reinauguración de la Biblioteca de Alejandría. Este es el relato de ese viaje por el espacio y el tiempo.

 Por María Moreno

Dicen que los volúmenes que abarca/Dejan atrás la cifra de los astros /O de las arenas del desierto”, se asombraba un hombre sorprendido de que Dios le diera a la vez los libros y la noche. Era el asombro que le provocaba la evocación de la Biblioteca de Alejandría, a él, un Jorge Luis Borges que creía que en un solo libro estaban todos los libros. Quemada por Julio César, los árabes o por las necesidades del mito, la Biblioteca de Alejandría volvió a inaugurarse oficialmente el 16 de octubre con una fachada bien alejada de la que tuvo en los tiempos de Alejandro Magno que la fundó 332 a. C.: un cilindro cortado al sesgo y sumergido en un estanque, el radio de dos estadios de fútbol con un corazón físico y digital para albergar ochocientos millones de libros y diseñado por el estudio de arquitectura noruego Snoheta, que triunfó sobre 524 postulantes de 58 países. Enumerar las pérdidas de la antigua biblioteca a causa del fuego permite la ocurrencia de pensar que llegar al siglo XXI no fue más que recuperar la sabiduría científica, filosófica y literaria de aquellos manuscritos perdidos, donde Dionisio de Tracia definió las partes del discurso, Herófilo describió las propiedades del cerebro y Arquímides desarrolló los principios de mecánica que aún sobreviven en las megalópolis contemporáneas. A la inauguración de la nueva biblioteca fue invitada la cantante argentina Lidia Borda, en representación de todo el continente latinoamericano. Pero el cuento, política aparte –porque para eso sirven los cuentos, para dejar aparte a la política–, empezó en un pueblito de Noruega donde ella estaba participando del Bergen Tango Festival.
–Yo estaba con El Arranque en Bergen, una ciudad pequeñita, donde llueve todo el tiempo, tanto es así que hay una máquina expendedora de paraguas de la que los noruegos están orgullosos. Claro que una jarra de vino suelto sale cincuenta dólares. Luego de la función, yo estaba en la habitación del hotel cuando, por la mañana, sonó el teléfono. Era alguien que decía hablarme desde Oslo.
–¿En inglés?
–Sí.
–¿Qué tal su inglés?
–Flojo pero lo suficiente como para entender que me invitaban a la inauguración de las Alejandría`s librerys, con lo cual deduje que me estaba invitando a la inauguración de alguna cadena de librerías noruegas que se llamaban así en honor a la Biblioteca de Alejandría. A esa altura el tipo se había dado cuenta de que yo no hablaba bien inglés. Así que le dije que me llamara al día siguiente que iba a tratar de conseguir un traductor. Pero durante algún momento de la charla estuve tentada de mandarlo a la mierda porque pensaba que era alguno de los chicos de El Arranque que me estaba haciendo una joda. Siempre cargan por teléfono con esas cosas: un contrato millonario, un concurso de medio millón de dólares. Pero el noruego no había hablado de plata. Entonces sospeché que podía ser verdad. Se lo comenté a los chicos y ellos me dijeron: “Debe ser para las librerías de Alejandría en Egipto, ja,ja,ja”. Al día siguiente el hombre me llamó puntualmente y entendí . “En Buenos Aires se van a poneren contacto con usted.” Llegué a las siete de la mañana a mi casa. A las nueve sonó el teléfono, atendí y me habló una mujer en un español muy extraño. Después me mandó un e-mail donde decía, entre otras cosas, “necesito saber la mosca de su acompañante” . Yo pensé, “¿me estará hablando de guita, así en lunfa?” Y me acordé de un amigo alemán, bandoneonista, Peter Reill, que quiere ser porteño a toda costa y entonces con un terrible acento alemán suele decir “Me voy a fumar un pucho y después vuelvo y nos tomamos unos amargos”. Imaginate que yo en Buenos Aires nunca lo diría así sino: “Me voy a fumar un cigarrillo y después nos tomamos un mate”. Luego me di cuenta de que habían metido un traductor en la máquina que tradujo “fly” que es vuelo, como “mosca”.

La ramera letrada
El 16 de octubre de 2002, como en los tiempos de Alejandro, en que se obligaba a los navíos que llegaban al puerto de Alejandría a dejar rollos de libros de todas las culturas del mundo para que fueran rigurosamente copiados –el original no era devuelto– para la biblioteca, una multitud analfabeta acechaba la octava maravilla con ojos de cartoneros argentinos. Pero el presidente Hosni Mubarak había sido inflexible, luego de innumerables postergaciones. Ni la posibilidad de que EE.UU. bombardeara Irak ni las manifestaciones de los estudiantes egipcios en defensa de la Intifada evitarían esta vez la fundación de ese mamotreto aplastantemente simbólico y cuyo precio comprometió desde la Unesco hasta la República Noruega pasando pos los emiratos árabes. Tras ensayar y ensayar Lidia Borda alcanzó a ver ese oriente de automóviles viejísimos atascados por ferias improvisadas y donde cortan el aire con sus fieltros decenas de lustradores de zapatos, esa ciudad apagada donde Constantin Cavafis –que amaba y odiaba Alejandría– vio callejones sucios y estrechos pero donde alguna vez pudo encontrar en la sórdida alcoba ubicada sobre una taberna equívoca, la clásica carne apolínea de muchacho.
E. M. Forster vio Alejandría como una ciudad de productores de algodón y huevos –los huevos eran los de su más que amigo Cavafis, cita un sitio de la web montado por anarquistas españoles– y Lawrence Durrell, aunque la llamó ramera, la hizo durar un cuarteto de novelas cuyo exotismo trepó a la lista de best sellers de varias décadas. Lidia Borda se atosigó de pastas de garbanzos y berenjenas y sólo se quejó de que la botella de vino, solo conseguible en el Royal Palace o en el Cecil Hotel, valiera 20 dólares. Valió la pena para festejar con su hermano Luis Borda que vino desde Munich, donde está radicado, para tocar junto a ella en el segundo día de los festejos.
–El día de la inauguración el dispositivo de seguridad era tremendo. En un momento nos dijeron: no les podemos dar la comida todavía porque estamos revisando para ver si no hay una bomba. Desde la sala de lectura, el Mediterráneo era hermoso pero bien internado en el horizonte se veía la base militar. Mi asistente me decía: “Ahora nos mandan los misiles”. Yo le contestaba: “No te preocupes. Los van a interceptar desde la vereda de enfrente”. El día del concierto estábamos aislados. No se podían llevar celulares ni cámaras. Y te revisaban de pies cabeza. A mi hermano un tipo le apuntó con una metralleta y después le revisó la guitarra. Y mi hermano decía “¡con las mismas manos tocó mi guitarra, le va sacar las notas! Después me di cuenta de que en mi equipaje había una lima de metal toda puntuda con la que podría haber matado tranquilamente a alguna reina.

Qué momento
Entre las columnas de 9 toneladas en forma de loto, bajo el techo construido con vidrio y las decenas de espejos dispuestos para que el sol del Mediterráneo favorezca la lectura de cientos de visitantes, rodeada por entre muros cuyas inscripciones en todas las lenguas del universohabían sido talladas sobre las huellas de una cortadora de diamante manejada digitalmente, la reina Rania Al-Abdullah de Jordania, una joven graduada en Administración de Negocios en la Universidad Americana de El Cairo, mantenía la disciplina cool a la que le sentaba tan bien los dos piezas de Chanel y las carteras de Fendi. Era la reina decontractée necesaria a la sucesión mediática de Diana. La primera dama egipcia, Suzanne Murabak, tenía la misma expresión que cuando Udai, el hijo mayor de Sadaam Husseim, golpeó al vallet Kamal Hana Gegeo –el celestino que favorecía los amores del padre con Samira Shahbander– hasta matarlo, es decir: impávida. Lidia, como en un éxtasis se sintió cantar los versos de Será una noche: “y mi corazón será una flor/ bajo un rocío de amor/ Por eso es que yo espero, por eso es que yo sueño,/yo sé que a la distancia bendices mi recuerdo”. Y ese tango con un arreglo finísimo de Diego Schissi salía de su boca. No recordó que a su alrededor se encrespaba el mar de Ulises y de Alejandro Magno ni que bajo sus tacones, a cientos de metros bajo tierra, podía estar la ex nariz de Cleopatra. Pero vio la sonrisa de la reina Sofía y pensó que había llegado demasiado lejos.
–Era raro porque durante muchos años yo no me sentí una cantante. La primera vez que percibí que podía llegar a serlo fue cuando canté en el teatro Santa María una canción de Sandra Russo que se llamaba Javierherau , así todo junto y con música de mi hermano Luis Borda.
–¿De ahí la Biblioteca de Alejandría fue el momento más alto?
–Creo que me hizo pensar en transformarme en una cantante internacional. Para trascender la cosa del tango y, sobre todo la cosa que hay acá con el tango. “Mirá cómo canta el tango. Mirá lo que hace. Eso no es tango.” A mí me interesa mucho el purismo, la forma enraizada de cantar algo pero no me niego a otras propuestas. Me gustaría que se escuchara lo que yo hago no como algo que sólo puede hacer un cantante de tango sino como algo integrado por crecimiento paralelos de otras músicas. Y para eso fue muy importante en Alejandría la conexión con otros músicos que me generaron nuevas necesidades. Había un violinista hindú que se llama Subramaniam y una cantante Kavita Krishnamurti que eran notables. La noruega Anneli Breker que cantó primero en la ceremonia lo hacía con unos cuartos de tono, con una técnica especial que me encantó. Porque en el canto se habla de colocación que es desde donde puede uno hacer resonar el sonido y eso está ligado con el velo del paladar. Creo que esa técnica consiste en dejar el velo flojo y hacer que el sonido suba y baje hasta lograr un quiebre. Es algo que hacen los europeos que luego copiaron los norteamericanos y después los latinos. Pero también está en la tradición. Aquí se hace mucho en el norte.
–Voy a decir una burrada: ¿latinas como Shakira?
–Es que es eso exactamente. Solamente que otras cantantes lo hacen con otro gusto y desde otro lugar. No sé cómo se llama esta técnica pero tal vez tenga nombres locales. Y eso es muy interesante porque a la técnica occidental ya la archiconocemos. Ya escuchamos ochenta mil cantantes líricos, cantantes populares que cantamos dentro de un mismo formato con pequeñas variantes. Aquí ni las maestras de canto ni las escuelas se ocupan de esas búsquedas que después aunque uno no las use, es bueno que estén ahí. Escuché unos tanguitos de Piazzolla y me encantaría cantarlos. Por ejemplo, uno que se llama La certezza de un grande perché. Y unas bellísimas canciones de Gabriel Fauré.
Lidia Borda no atiende los versos de Cavafis: “Dile por fin adiós a Alejandría que se marcha” y al igual que la ciudad hundida y reinventada , donde durante siglos se escuchó a los judíos hablar en árabe, a los egipcios en griego, a los armenios en italiano y a los sirios en francés, quiere que por sus cuerdas vocales pasen los sonidos del mundo.

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foto: Daniel Jayo
 
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