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Viernes, 23 de mayo de 2008

LIBROS

Hilo para coser heridas

En Tras la historia de mi madre, recientemente traducido al castellano y editado por El Ateneo, la periodista y escritora checa Helen Epstein reconstruyó su historia familiar a través de la investigación de la vida de su bisabuela, su abuela y especialmente de Franzi, su madre, modista, sobreviviente del Holocausto, siempre al borde del suicidio, quien con la costura reparó y creó simbólicamente un mundo que le permitió seguir viviendo.

 Por Noemi Ciollaro

“Detrás de su capa superficial de elegancia, mi madre se veía a sí misma como un soldado. Había creado ese personaje en el campo de concentración y se había aferrado a él en la posguerra. Era disciplinada, autoritaria y rara vez se relajaba. Su personaje le congelaba las emociones y siempre se concentraba en la próxima tarea a realizar. Ser soldado le daba la ilusión de controlar una vida que había sido azotada por fuerzas por completo fuera de su control”, relata Helen Epstein a Las 12. Franziska Rabinek (Franzi), su madre, había nacido en 1920 en Praga, República Checoslovaca, hija de Pepi Weigert, modista, y Emil Rabinek, ingeniero y teniente de reserva del Ejército Real en Viena.

“Cuando mi abuelo supo que Pepi estaba embarazada, exigió un aborto; pero ya era demasiado tarde y decidió que el bebé sería un varón y lo llamarían Franz. Al acercarse a la cuna de mi madre recién nacida, comentó que su rostro iba a tener que ser cubierto por millones para conseguirle marido”, asegura Helen y sostiene que la transmisión de este relato familiar determinó en gran medida la historia de Franzi.

Epstein invirtió siete años en la investigación que culminó en su libro, una crónica biográfica que parte de 1850, describe la presencia judía en Europa central, las historias de vida de sus mujeres y las limitaciones para acceder a la actividad profesional o a la ciudadanía; sus experiencias en los campos de concentración y la ardua tarea de reconstrucción de la memoria de quienes son hijos de sobrevivientes del Holocausto.

“Crecí escuchando historias de mujeres que querían morirse. La abuela de mi madre, Therese, se arrojó de una ventana en Viena a finales del siglo XIX. La madre de mi madre, Pepi, amenazaba continuamente con quitarse la vida en Praga. Franzi, mi madre, se encerraba en el baño en Nueva York y decía que ya había sufrido bastante, que no podía seguir”, escribió Epstein.

No obstante, su libro denota un profundo amor y una inmensa ternura por estas tres mujeres que con mayor o menor fuerza lucharon contra un destino adverso y se rebelaron ante prejuicios y mandatos sociales y culturales que las relegaban primero a lo doméstico, y más tarde al rincón de los trastos viejos.

La autora asegura que a través de los testimonios de familiares y amigos conoció y aprendió a querer a Pepi, su abuela, una mujer que rompió muchos de los moldes femeninos de su época, sostuvo a su marido y a su hija en el campo de concentración de Praga y finalmente fue trasladada a Polonia para convertirse en otra víctima del genocidio nazi.

“Creo que soy la primera generación de mujeres de mi familia que no es suicida, pero lo atribuyo a que tengo los genes de mi padre. El era saludable, deportivo, nadador. Cuando pienso en mis padres, pienso en mamá parada al borde del río decidiendo si se tiraba para suicidarse o no, y a mi papá lo pienso nadando feliz en el río”, ironiza.

Sin embargo, ninguno de los dos pudo explicarle nunca esa lucha, ese tironeo simétrico entre la vida y la muerte que su madre padecía.

UN MUNDO DE MUJERES, ESPEJOS Y CONFESIONES

“Cada vez que yo volvía del colegio, en mi infancia, abría la puerta de mi casa y había mujeres desnudas sentadas en el living. Eran las clientas del salón de costura de mi madre en Nueva York, mujeres muy ricas, muy hermosas y a veces, muy famosas”, recuerda Epstein. “Lo que a mí me interesó al escribir este libro no es la moda sino que en la historia de la literatura el lugar del salón de costura es muy periférico, yo llevé adelante la idea de ponerlo en el centro, en primer plano.”

“Mamá era atípica para la época, como también lo fue mi abuela Pepi. En los años ’50, cuando yo era una niña, el modelo era el de Lucy Ball, la de la serie de TV Yo amo a Lucy, la típica norteamericana de clase media que se lo pasaba limpiando su casa, comprando cosas y peinándose en la peluquería. Pero mamá se encargaba de todo, encargaba las telas, arreglaba con las clientas, manejaba a las costureras. A la mañana muy temprano comenzaba a trabajar en el salón, no hacía nada que tuviera que ver con la casa, no tomaba café, ni regaba las plantas. Fue un gran ejemplo para mí, yo trabajo con su mismo método y dedicación”, asegura.

En la época de su abuela Pepi, el salón de modas era un sitio en el que las mujeres podían congregarse como sus madres lo habían hecho en las sinagogas o en las iglesias. Y a las mujeres como Pepi, que hacían la ropa que se estaba transformando en un modo de expresión, les permitía la adquisición de “una autoridad y pericia en un momento en que muy pocas tenían algún tipo de autoridad. El salón era, junto con el convento, el burdel, la sala de partos y la escuela de mujeres, un mundo femenino donde podían hablar”, escribe Epstein.

“En el salón de mamá se mezclaban las distintas clases sociales y las distintas personalidades, como en el de Pepi convergían las mujeres judías checoslovacas y alemanas, que no se mezclaban entre ellas. En un punto creo que para mí fue muy prematuro enterarme de problemas de los hombres, los divorcios, el sexo y los casamientos. Crecí con la idea de que las mujeres tenían que mejorar para los hombres, siempre había algo que mejorar, o los hombros más anchos, o tener más tetas o más culo, pero siempre había algo mal con tu cuerpo, eso lo supe desde muy chica. Pero también tuve la oportunidad de conocer a mujeres profesionales, actrices, periodistas, escritoras, abogadas, a mujeres que rompían para la época el patrón tradicional y elegían lo que querían hacer”, recuerda Helen y está segura de que eso le dio la posibilidad de hacer con mayor seguridad sus propias elecciones.

Con respecto a su propia ropa, la autora afirma que siempre tuve la idea de que “yo nunca iba a estar bien, mamá decía que yo era la modelo más difícil de vestir, es que tengo mucha teta y poca cintura y caderas. Toda mi ropa la hacía mi madre, y el resultado es que ahora no sé elegir mi propia ropa, yo vestía a la moda europea y vivíamos en los Estados Unidos. Muy difícil todo, por eso no me gusta la moda. Fui feliz cuando viví en Israel, porque allí todas vestíamos lo mismo, todo socializado”.

“HAY UNA RELACION ENTRE COSER Y REPARAR”

Cuando Franzi salió del campo de concentración, el mundo había cambiado mucho y los sobrevivientes no fueron recibidos con la contención y la comprensión que esperaban. “Creo que, igual que mi madre, los sobrevivientes trabajaban como una manera de no pensar, de mantenerse ocupados. En los campos de concentración trabajaban para sobrevivir, y después de los campos trabajaban para no pensar y superar sus terribles vivencias. En los Estados Unidos se nota mucho esto, hoy los sobrevivientes tienen como 80 años y todavía están trabajando. No paran. No pueden parar porque, si no, se vuelven locos o se suicidan”, explica.

Franzi salvó su vida mintiendo su ocupación, diciendo que era electricista y desempeñándose como tal a fuerza de error y ensayo, la mayoría de las mujeres decían que eran costureras e iban a parar a los peores campos, a las cámaras de gas o como queridas de los alemanes si eran lo suficientemente bellas y audaces.

“Cuando mamá emigró a Estados Unidos, volvió a tener su salón de modas y costura. Creo que hay una relación entre el coser y el reparar, como por ejemplo esta cosa de corregir agujeros, es una constante reparación y creación de cosas nuevas, simbólicamente me parece muy interesante. La costura la mantuvo enhebrada a la vida, a pesar de todo.” Helen Epstein, nacida en Praga en 1947, está casada y vive en Boston con sus dos hijos y su marido. Es autora de varios libros, entre ellos Los hijos del Holocausto, traducido a varios idiomas.

“Tenía 42 años cuando murió mi madre y sentí que me había dejado sola en el mundo. Aunque yo también era madre, aunque tenía marido, dos hijos, dos hermanos y muchos amigos, con los cuales mi relación era apasionada y a menudo complicada, mi relación con mi madre era la más apasionada y la más complicada de todas. Nuestro vínculo era tan intenso que nunca estaba segura de qué pertenecía a quién, dónde terminaba yo y comenzaba ella”, escribió al comenzar Tras la historia de mi madre. Tal vez ahora lo sepa.

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