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Viernes, 13 de junio de 2008

URBANIDADES

La asfixia

 Por Marta Dillon

La sensación de estrangulamiento no pasa por más que se mire –o al menos se intente mirar– hacia otro lado. La asfixia es un remedo de lo que sucede en las rutas, lejos de la ciudad; o a la vuelta de la esquina, en las góndolas donde el aceite de girasol brilla su ausencia con reflejos de oro. Es gracioso que para subrayar esta sensación irrespirable aparezca la presidenta en más de una escena con un generoso pañuelo al cuello, como si quisiera ocultar ese flanco, como si fuera también la falta de aire lo que la obliga a contener el tono, a administrar la expulsión del fluido vital. La asfixia como un virus que se transmite en cada encuentro, en cada conversación en la que las palabras relucen como espadas; imposible abstraerse, los desacuerdos se traducen en batallas que obligan a elegir un bando. Los matices se tornan farragosos, la polarización impone sus contrastes y habilita expresiones hace poco impensadas, al menos sin un resto de rubor: un conductor de radio con gran llegada entre el público menor de 45 puede decir al aire y sin que se lo contradiga que “esto hace treinta años no pasaba”. ¿Treinta años? ¿Un error o una manera de filtrar cierta reivindicación de lo innombrable? No parece gratuita la expresión, como tampoco parecen gratuitas las que pueblan los mails reenviados en cadena y que hablan de “dictadores” para referirse al matrimonio Kirchner o que institucionalizaron la idea del “doble comando”, para referirse a la gestión presidencial. Un grupo más que numeroso de intelectuales ha puesto palabras a esta asfixia, la llamó “nueva derecha” y develó en una carta abierta su procedimiento de apropiación del lenguaje, el campo fértil del sentido común para instalarse, inapelable, con los colores patrios que una vez más son expropiados, tanto como lo fueron durante el Mundial 78 cuando remarcaban esos calcos que se lucían con orgullo: “Los argentinos somos derechos y humanos”, ejemplo de apropiación más que doloroso y del que pocos y pocas se hicieron cargo. ¿Tendrá algo que ver esa vergüenza tantos años sustraída de la memoria y de la autocrítica de la bendita clase media argentina con esta vindicación nueva de la patria blanca? Esa patria que acude por sus propios medios a los actos, que se arroga el título de gente en contraposición al de piqueteros, que cuando muere o es asaltada tiene derecho a profesión u ocupación en contraposición al “chino secuestrado” del que se habló esta semana en los medios obviando su condición de persona, tal vez comerciante, sin duda habitante del suelo de la patria, como reza el preámbulo de la Constitución. Es difícil no leer en este rebrote reaccionario, que parecía retirado fugazmente pero sólo para volver con fuerza de tsunami, la revancha de esa interpelación sobre buena parte de la clase media que significa desmenuzar la historia reciente a través de la anulación de las leyes de impunidad y del protagonismo de una memoria que deberá quedar escrita en testimonios dados frente a la Justicia. De los secuestros que terminaron en desapariciones hubo testigos, esos testigos eran vecinos y vecinas, gente de a pie que no dudó en clamar mil veces que no sabía lo que pasaba “hace treinta años”. ¿Cómo leer si no en clave de envalentonamiento reaccionario el plebiscito que planea el Gobierno de la Ciudad para elegir entre suba de impuestos y erradicación de villas o simple statu quo? ¿Estarán habilitados y habilitadas a votar quienes habitan en esos laberintos que tanto miedo y aprehensión generan? ¿O es que se pedirá en lugar de documento la boleta de alumbrado, barrido y limpieza para demostrar que una es contribuyente y tiene derecho a opinar? Ahora, como hace treinta años, no es la topadora ni el alto muro, ahora es el miedo a que nos toquen el bolsillo lo que puede aplanar la discusión y hasta las villas. Y si no, que los reubiquen, claman oyentes de radio de toda edad y todo género, como si se pudiera jugar con quienes viven en villas cual si fueran fichas de TEG.

El conflicto por las retenciones a la soja y otros granos debería apartarse de la agenda cotidiana, pero se ha impuesto más allá de la discusión económica y se ha filtrado como humo en el aire que respiramos. ¿Algo habremos hecho?

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