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Viernes, 22 de noviembre de 2002

CINE E HISTORIA

LA PASION ABSOLUTA

Más loca de amor que ninguna, Juana de Castilla y Aragón sufrió una pasión absoluta por Felipe el Hermoso, entre fines del siglo XV y comienzos del XVI. Pasión que no mitigaron ni los hijos ni los desaires de su amadísimo, cuya temprana muerte la reina no pudo asumir. El futuro estreno de “Juana la Loca”, de Vicente Aranda con Pilar López de Ayala relata esta romántica dentro de la Gran Historia.

 Por Moira Soto

Un cálido día de agosto de 1496, una chica de 17 años llamada Juana se tomó el buque hacia Lierre, puerto cerca de Amberes, para encontrarse con un marido al que no conocía. La adolescente era hija de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla –los famosos Reyes Católicos que le dieron una manito a Colón y que en la escuela nos vendieron como tan buena gente– que la habían casado de prepo (léase por razones de Estado) con el archiduque Felipe, hijo del emperador de Austria, Maximiliano I, luego conocido como “el Hermoso”, un año mayor que la infanta. Morena, de grandes ojos verdiazules y una mata de pelo negro que le llegaba a la cintura cuando la soltaba, Juana, escoltada por la correspondiente flota, llegó a la primera escala donde la esperaba Felipe, y allí se produjo el flechazo más conocido de la historia. La chica cayó rendida de amor ante el bello germano, y todo parece sugerir que de movida él también se enamoró (poco después, la futura reina que no reinó se enteraría, con indecible sufrir, que el guapo y ambicioso Felipe era cachondo por naturaleza, sin frenos y sin estribos).
La pareja se había reunido para marchar hacia Bruselas, celebrar y consumar. Según el escritor-historiador español Juan Eslava Galán, que escribió esta historia de amor, furor y desconsuelo desde el punto de vista de Juana (en primera persona), la cosa fue al revés: “Mandamos al diablo el protocolo. Hicimos venir al capellán para que nos diera las bendiciones y nos encerramos en un cuarto oscuro con cama doselada, alta y capaz (...). Los cortesanos y los notarios se retiraron de la antecámara después de ver la sábana pregonera con las manchas de la consumación y nos dejaron en paz. Entonces era feliz”.
Hay que considerar que Juana venía de la árida, reseca Castilla; de una casa real chupacirios, de una educación monacal, aunque refinada para una mujer (además de hilar y bordar, estudió letras y música), y se topó con una corte como la flamenca: colorida, bulliciosa, cultora de los placeres de la carne (comer, beber, amar...). La enamoradísima joven, despiertos sus sentidos, se adaptó rápidamente y ya ni le dieron ganas de confesarse cuando su católica y apostólica madre le envió a un cura de su confianza. La española debe haber pensado que si lo suyo era escandaloso, más vergonzoso era no saber amar.
Pero ya sabemos que la felicidad está hecha de momentos, perfectos pero fugaces. Sobre todo fugaces si te toca un tipo como Felipe, mujeriego insaciable. Pronto comprendió Juana que ese hombre, la única razón de su existir, no iba a ser nunca todo suyo. Ella quería tenerlo muy cerca, mirarse en sus ojos, y él se le escurría con alguna rubia natural que lo había excitado. Ya iba Juana por el segundo embarazo avanzado cuando, en su afán de vigilarlo, se fue a un baile y terminó pariendo a Carlos, futuro emperador, en un maloliente retrete.

Me importas tú, y tú y solamente tú
“Lo de ella fue una locura emocional por culpa de un gran amor no correspondido”, defiende a la reina la actriz Pilar López de Ayala, protagonista del film Juana la Loca, que se estrenará el próximo 5 de diciembre. “Su desgracia es que se enamora de un tipo frívolo y mujeriego que no le devuelve nada de lo que ella le entrega. Juana se trastorna porque es una mujer de una capacidad de amar enorme.” La intérprete, que asumió tamaña responsabilidad cuando todavía tenía 22 años, llegaba de la tele donde trabajó desde los 16 en diversas series, y en cine apenas había aparecido en papeles secundarios. Sin embargo, Aranda confió en ella. Y Pilar se puso a leer todo lo que pudo conseguir sobre la desdichada reina: “Me la imaginé, la comprendí, llegué a enamorarme del personaje antes de darle vida y entregarle toda mi energía física, toda la intensidad interpretativa de la que soy capaz”. El director quedó más que satisfecho de su elección: “Pilar me pareció por momentos una médium, no hacía falta explicarle nada, con sólo mirarla, ella entendía lo que necesitaba”.
El caso es que Juana, aunque la royeran los celos, se la bancó bastante bien mientras que permaneció en Flandes. La infelicidad intolerable comenzó cuando, muertos sus hermanos, Juana Isabel, candidata al trono, debió regresar a su tierra para ser nombrada heredera de la corona. De entrada, a Felipe no le gustó Castilla y en cuanto pudo, alegando asuntos políticos, se escabulló una y otra vez hacia Flandes, no sin antes dejar embarazada a Juana, que en total tuvo dos hijos y cuatro hijas. Pero a la reina no hubo gestación que la calmara ni parto ni crianza que la distrajera de su pasión devoradora. Pese a la oposición de su madre Isabel, de los rumores de enfermedad mental, Juana logró volver a Flandes para ver a Felipe, el infiel. Se dice que la castellana, lejos de atemperarse, agredió físicamente a más de una rival.
Como si este amor loco, incendiario, que no decrecía frente a la vulnerabilidad insustancial de su amado, no fuese suficiente fuente de pesares, a la muerte –en 1504– de su madre, Juana tuvo que sufrir la conjura de su padre y su marido. Heredera designada por Isabel, Juana podía ser reemplazada por su marido si a ella se la consideraba incapacitada. Y a Felipe le estaba gustando esto de anexar poderes políticos y económicos. Pero las cortes nunca declaman la enajenación mental.
Diez años duró este tempestuoso matrimonio: en 1506, Felipe el veleidoso, el desconsiderado, el interesado, muere, por causas no determinadas, a los 28 años, dejando a Juana completamente desquiciada. Algunos estudiosos sostienen que es en este trance cuando Juana se vuele realmente loca: adorar a Felipe había sido su religión y las religiones no mueren. Juana decidió que su amado sólo dormía e inició un insensato peregrinaje por los campos de Castilla, acompañando el ataúd portador del cadáver embalsamado de su esposo. Para colmo, Juana estaba embarazada y en el trayecto dio a luz a su hija Catalina.

Yo sin amor no soy nada
Papá Fernando, el rey católico, hizo encerrar a su hija en el sombrío castillo de Tordesillas, y por un tiempo le permitió la compañía de sus dos hijos menores. Luego se quedó solita con su alma, en tanto que su corazón seguía perteneciendo al finado Felipe. La vigiló durante añares (dos tercios de su vida, ya que murió en 1555); la familia del marqués de Denia, conocido por su malevolencia hacia la reina, y cada tanto Juana era visitada por el jesuita Francisco de Borja, emperrado en salvar su alma. Carlos V, su hijo, autoproclamado soberano a la muerte de Fernando, poco y nada hizo por mejorar las condiciones en que sobrevivía su madre. Personaje de novela y de película, Juana la Loca fue protagonista de una pieza teatral de Manuel Tamayo y Baus, llevada en tres oportunidades al cine: la última en 1948, Locura de amor, fue un taquillazo impresionante. Aurora Bautista, tan joven como Pilar López de Ayala, encabezada un reparto en el que figuraban Fernando Rey, Fernando Mistral y Sara Montiel como Aixa, la amante del monarca consorte.
Proclive a los amores extremos –Amantes, La pasión turca, Celos–, Vicente Aranda juega paralelamente en Juana la Loca con las intrigas políticas que se tejen en torno a Juana, según la crítica española una creación magistral de López de Ayala. Al parecer, la actriz se mantiene milagrosamente en la delgada línea que separa la cordura de la locura, tanto en su etapa de relativa libertad como en la del cruel cautiverio.
Pilar López de Ayala, una chica a la que le encanta comer rico, ir mucho al cine y mascar chicles de menta bien fuerte, dice cuando se le compara su actuación con la de Aurora Batista: “Yo soy más Juana y ella más loca”. Pilar, que huye de la vida farandulera y relativiza la Concha de Plata que ganó en San Sebastián, reconoce que, si bien le produce más pudor desnudarse interiormente, discutió las escenas más crudas de sexo con el director: “Llegamos a un acuerdo: él no sacrificó nada y yo no he forzado nada...”. Se ríe si le hablan de su sorprendente madurez (“quizás me caí de un árbol”) y confiesa que sí, que enamorarse es sufrir (aunque no te traten tan mal como Felipe a Juana). “Pero también es subir. Subir y bajar, porque esa misma nube que te sube al cielo de repente se esfuma y te das una hostia contra el piso... que es directamente proporcional la altura que has subido.”

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