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Viernes, 31 de octubre de 2008

Coser y cantar

Algo extraordinario le sucede a la costurera gazmoña y pretenciosa de la obra inspiradamente titulada Nada del amor me produce envidia. A la vez, algo inhabitual ocurre en ese escenario del Sportivo Teatral durante la representación de esta pieza: una más que afortunada alianza de texto, dirección, interpretación, música, vestuario, luces, escenografía... Es que rara vez, con tan alta y exacta calidad en todos los rubros, se da esta conjunción plena, este maridaje feliz (como diría algún cocinero de elgourmet.com). Pero si hay que señalar una figura generadora y propulsora de este proyecto, a la persona que convocó, aportó ideas y participó de todos los aspectos de la producción, y a quien finalmente se brinda en una actuación portentosa, corresponde nombrar a María Merlino. Una de las grandes actrices de su generación, inolvidable en obras como El aire alrededor o El niño en cuestión, también de descollante actuación en el cine (Tan de repente, Mientras tanto).

María Merlino empezó a pensar en un espectáculo con una mujer atrapada en el tiempo que cantaba, en un entrenamiento, hace unos años, al trabajar un cuento corto de Chéjov, “El monje negro”. No soltó esa idea, aunque en el ínterin hizo otras cosas, como estudiar canto lírico y –la más importante– tener un precioso bebé llamado Milo. También entró en sintonía con Libertad Lamarque: alguien le regaló un CD de la Novia de América (latina), se enganchó hasta la adicción y prácticamente se doctoró en la diva de la voz aguda, investigando su vida, sus films, su discografía. Por otra parte, había aspectos de ese mundo que evoca el texto de Santiago Loza que resonaban en Merlino, hija de una madre con la voz parecida a la de Líber, que cosía la ropa de sus hijas allá en Benito Juárez a veces escuchando algún radioteatro, y de un padre bien tanguero. Asimismo, conoció María esa mentalidad pueblerina, detenida en el tiempo, la circulación de chismes y ese lenguaje rebosante de frases hechas, metáforas trilladas, sentencias admonitorias...

Entre una máquina Singer y un maniquí a medio vestir, la costurera de blusita y pollera impecablemente cortadas (faltaba más), entona fragmentos de Volvé (“Desde que te fuiste del cotorro/ ando tan triste, si supieras (...) Volvé, mirá/ y engañame nomás”), naturalmente a la manera de Lamarque. El brazo armado de un alfiletero, la mujer le habla al maniquí de ejercitar la garganta, de afinar, pronuncia esas palabras cuyo sonido le gusta tanto: parloteo, locutor, interlocutor. Dice que en su taller se escucha de todo, pero que ella –los alfileres apretados en los labios– es una tumba. Y todavía más Libertad Lamarque, que en el primer tema hace “Besos brujos” (“... que son una condena de desdicha y de dolor”), para proseguir hablando de su ídola, de los pájaros y de los ángeles, de las novias –algunas deshonradas– que vistió, de los trajes de boda destrozados por aquellos que en la lujuria no supieron valorar su trabajo de noches sin dormir. Entonces silabea la frase que figura en el título: “Nada del amor me produce envidia”. En la soledad de su taller, pudibunda y resentida, se refiere implícitamente a una carencia: “El amor, no sé qué le ven...”, pero el tango (que cantaba Ada Falcón y que ahora canta ella) dice otra cosa: “Envidia amarga y traidora, la que causa más dolor, es la envidia por amor”.

Hasta que el amor “sin hombre” se le aparece bajo la forma de su deidad: “Libertad ¿la que le dio el tortazo a Evita?”. Y le traen esa tela que la erotiza, un placer que empieza en la palma de la mano y se extiende por todo el resto del cuerpo. Un antes y un después para la costurera que cuando se recupera hace “Suavemente” (“como una seda fue tu amor”). Chiquita pero elegante, Libertad menosprecia un poco el vestido porque “podría ser para la Duarte”. La puerta que da paso a lo extraordinario ya está abierta, y ocurre un imprevisto aun mayor. De “En una tarde gris”, la costurera pasa con toda razón a cantar “Loca” en ese cuarto sin ventanas. Debe tomar una decisión tremenda, se siente dueña de su destino, se destraba, se desmelena, conoce alguna forma de felicidad más allá de los hilvanes, pespuntes, dobladillos.

Santiago Loza –dramaturgo y cineasta– ha retratado a esta mujer sin atributos con su ya habitual percepción para captar y comprender movimientos del alma femenina, sin ponerse nunca por encima del personaje y manejando con destreza un lenguaje rico que alude al habla popular y que expresa la compostura impostada de la costurera, desmentida por la letra apasionada de los tangos. Exquisitamente conducida por Diego Lerman –en su debut como director teatral–, María Merlino deslumbra de continuo con todos los bemoles de su costurera, trémula y deliciosamente cursi, que habla y canta sin transiciones, porque esos tangos forman parte de su discurrir. El refinado diseño del vestuario de Sergio Lapadula y la nobleza de los materiales empleados saltan a la vista, así como despabilan el oído los ritmos de Sandra Baylac (maestra de canto y cantante, compositora, instrumentista, líder de la agrupación Audiounión), ese sonido de tijeras de sastre que acompaña “En esta tarde gris”, el contrabajo y las guitarras que se escuchan a través de la obra, el bolero final cuya letra y música le pertenecen.

Nada del amor me produce envidia, los viernes y sábados a las 21, a $ 25, en el Sportivo Teatral, Thames 1429, 4833-3585.

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