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Sábado, 8 de noviembre de 2008

Violencias públicas

Un nuevo monumento a Carlos Monzón –ya hay dos en Santa Fe–, justificado por sus mentores en que se “separa la vida privada de su trayectoria deportiva”, da cuenta de qué modo es considerada la violencia de género en este país: como un asunto doméstico, insuficiente para anotarse en el currículo de un hombre, aun cuando éste haya asesinado a su mujer.

 Por Sonia Tessa

No hay uno, sino dos monumentos a Carlos Monzón en la provincia de Santa Fe. Como si haber matado a su esposa, Alicia Muñiz, y haber sido un golpeador contumaz de todas sus parejas, no fuera suficiente para derribar su figura, que se yergue en bronce, con el cinturón de boxeo, en plena costanera de la capital provincial. Como si la condición de “ídolo deportivo”, que tanto exaltan los santafesinos, bastara para justificar el recordatorio que se levanta en el paraje Los Cerillos, entre San Javier y Santa Rosa de Calchines, una zona turística donde no casualmente también están naturalizados la prostitución infantil y el turismo sexual. En ese lugar chocó Monzón el 8 de enero de 1995, cuando volvía de una salida transitoria a la cárcel de Las Flores, donde cumplía la condena por el asesinato.

Pero el monumento levantado en el sitio exacto de su muerte está abandonado, sin iluminación, sin señalización, todo roto. No se sabe bien, en realidad, si aquella estatua se hizo con fondos del Estado. Sí que está emplazada en terrenos de la Dirección Provincial de Vialidad, pero “no tiene papeles”. Esa imperdonable desidia llevó al diputado provincial de la Unión Cívica Radical Leonardo Simoniello a involucrar al Estado en un homenaje al “ídolo” por su “trayectoria deportiva”. Claro que el propio legislador aclaró que la provincia no deberá poner un peso. Bueno sería. Su idea es jerarquizar el monumento, con la creación de un parador turístico, que será concesionado para la explotación privada. Cuando se lo consulta, apuesta a “disociar la vida privada” de Monzón de sus éxitos deportivos. Y entre tantas explicaciones, desgrana que “la vida privada tiene que ver con que nadie se haya jugado por Monzón”.

Tanta elaboración teórica, tanta disputa callejera de los movimientos de mujeres de todo el mundo para que todavía se piense la violencia de género en términos de vida privada. Quizás sea una pretensión desmedida que el legislador conozca la definición de patriarcado, que sitúe el origen de la violencia en la desigualdad de poder entre los géneros. Pero es su obligación, como responsable de redactar leyes que modifican la vida de las personas, conocer que la violencia de género es un delito, que el Estado tiene la obligación de combatirlo y que la provincia tiene una ley, sancionada en 2001, que brinda herramientas para penalizar a los hombres que agreden física y psicológicamente a las mujeres de su entorno familiar. Por teléfono, se notó el titubeo del diputado cuando se le preguntó si pondría en la placa: “Aquí murió un golpeador y asesino de mujeres”. Y de nuevo con que él repudia “esos aspectos de su vida privada”.

Tanta repetición de la palabra “privada” descoloca a la más pintada. En épocas en que la opinión “pública” se ensaña con niños y niñas que no han tenido ninguna oportunidad, y quiere meterlos presos desde los 14 años, ¿Puede calificarse a un asesinato como algo privado? ¿O es privado sólo porque era una mujer, por añadidura, su mujer? Si Monzón fue un gran boxeador, y los golpes fueron su única forma de relacionarse, también sabía que tenía la trompada prohibida. Pero la ejercía con las mujeres, a las que demostraba su poder de ese modo. Y en todo caso, también será la hora de discutir si el boxeo merece llamarse deporte, pero ese será otro tema.

No fue fácil que la sociedad argentina metabolizara la muerte de Alicia Muñiz como un asesinato liso y llano. Las palabras accidente o error eran comunes por entonces. También las justificaciones a la conducta del “ídolo”. Se le había ido la mano, no era cierto que primero la había matado y luego la tiró por el balcón. Hizo falta que todo el país se enterara que existía el músculo esternocleidomoastoideo para saber que fue así, primero la mató y luego la arrojó. Que Monzón había sido muy pobre y sólo conocía el lenguaje de las trompadas. Era difícil sustraerse al debate. De hecho, en Santa Fe es difícil todavía cuestionar al “ídolo”. Incluso, algún que otro periodista progre se ofendió por la publicación de la nota.

En 1988, la condena por el asesinato de Alicia Muñiz no se suponía. Por el contrario, hubo una combinación de factores que impidieron la impunidad. Uno de ellos fue el formidable trabajo de concientización de las feministas de todo el país. “Fue impresionante. Cuando hablo de los 20 años que venimos trabajando para eliminar la violencia contra las mujeres, creo que el hito fue el asesinato de Alicia Muñiz”, recordó la abogada Mabel Gabarra, de Indeso Mujer. También Mercedes Simoncini, de Mujeres Autoconvocadas Rosario, otra de las voces que se levantó contra la iniciativa, recordó los volantes que repartían en los espacios públicos en aquel verano de 1988. Entonces, era difícil desnaturalizar el asesinato, derribar las justificaciones de la violencia contra la mujer.

Ahora, los feminicidios –que este año duplicaron los del año pasado– son más difíciles de justificar. Los golpes, si dejan marcas, son penalizados por el Estado, aunque no sea fácil para las mujeres que los sufren acceder a dispositivos especializados, interdisciplinarios, que las ayuden a salir del círculo de la violencia machista.

Eso sí, las microviolencias cotidianas, el maltrato impregnado en las relaciones entre hombres y mujeres, son parte de los códigos aceptados en una sociedad en la que el feminismo batalla en soledad. Se comprueba en la oficina, en un bar, en un colectivo. Reaccionar contra la violencia implícita en las relaciones entre los géneros significa provocar un disturbio, calzarse el mote de loca, condenarse a no ser escuchada. Y el mismo Estado que condenó a Monzón, el mismo Estado que tiene leyes para penalizar la violencia –aunque sólo sea la familiar– no puede jerarquizar el monumento a un asesino. Porque, aunque haya sido campeón mundial de peso mediano, y haya defendido 14 veces su título con éxito, Monzón fue un asesino.

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