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Viernes, 28 de noviembre de 2008

EXPERIENCIAS

Los huesos al sol

La jueza Inés Weinberg de Roca está a punto de terminar una tarea de cinco años en Africa, a donde llegó para instalarse en Tanzania y participar del Tribunal Internacional Penal que juzga el genocidio sucedido en Ruanda durante 1994. En esos años, lejos de su casa, aprendió a conocer de otra manera a las mismas mujeres que la clásica postal de la pobreza africana replica, pero que a la vez oculta sus luchas y su capacidad de supervivencia.

 Por M.M.

El 2 de diciembre estará detrás de un escritorio voceando una sentencia. Un fallo que esperan especialmente víctimas y afectadxs por el genocidio ruandés, que esperan con los huesos de los muertos a la vista, para no olvidar. Todo transcurrirá en Africa. La jueza argentina juzgará a Simon Bikindi, “el Michael Jackson” de ese país, acusado de valerse de sus pegadizas canciones para incitar a la violencia durante el llamado holocausto africano, desencadenado en 1994, durante 100 días. Tan populares hizo la radio esas canciones que sin querer a la gente en las audiencias le dio por balancearse las veces que los temas se escucharon, como pruebas.

Inés Weinberg de Roca integra el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, creado por Naciones Unidas para juzgar la matanza de un millón de personas. De hacer justicia para la historia. Ella acaba de estar en Argentina, y todo el vuelo Buenos Aires-Amsterdam-Ciudad del Cabo-Arusha (Tanzania) estuvo pensando qué golpear cuando baje su martillo: si la libertad de expresión o la incitación al genocidio. Será su último fallo, a fin de año deja esa tarea.

La jueza acaba de estar en la Argentina para acompañar la presentación de un documental que muestra su desempeño en Ruanda. Su base de operaciones está en Tanzania; desde allí mira a Ruanda, país vecino, más chiquito que Tucumán pero más superpoblado. Por supuesto, a diario convive con mujeres de ambas naciones: porque les toma declaración o porque trabaja junto a ellas. Sabe cómo son, lejos de los estereotipos con las que las muestran los grandes medios y las grandes ONG: unas pobres chicas pobres vestidas con vestidos de colores.

¿Son como las muestran los estereotipos?

–Voy a dar un ejemplo: mi chofer en el Tribunal es madre de cuatro hijos, fue la primera mujer chofer. Tiene una casa con cuartos que alquila a los pasantes. El hijo mayor está en Estados Unidos; la hija mayor, en el Reino Unido, ambos estudiando y trabajando. En todos los ámbitos las personas saben que la salida está por la educación. Su marido murió en un accidente, y ella un día me dijo: “Casi mejor porque no me va a contagiar de sida”. Esa es una cosa usual allá, pero no sé si es tan diferente en la Argentina, donde la principal vía de infección del VIH también son las relaciones heterosexuales.

¿En qué otras cosas se parecen y no Argentina, Tanzania, Ruanda?

–No se parece en nada Africa a la Argentina, y se parece poco a Latinoamérica. Cuando llegué, en 2003, pensé que habiendo estado en lugares pobres de América latina tenía idea de lo que es la pobreza, pero no. Es más básico. En Arusha me dicen que hay 600 mil habitantes, pero no los ves, viven a la intemperie. Por otro lado, ves gente gorda porque ser gordo es sinónimo de estar en buena posición; después de tanto pasar hambre poder comer es suntuoso. A pesar de todo, Tanzania es un lugar pacífico y con alguna población transformándose en clase media.

¿Y Ruanda?

–No puedo dar cátedra de Ruanda porque no vivo ahí, pero hay cosas que sí se notan incluso yendo entre semanas. En la capital hay mucho dinero de la Unión Europea invertido, casas fantásticas para funcionarios, shopping, colegio internacional. Salís a la parte rural y empieza a ser tristísimo.

¿Cómo impactan en estas mujeres cuestiones que suceden en países vecinos, como la lapidación por adulterio o la ablación genital femenina?

–Ni en Tanzania ni en Ruanda escuché que eso pasara. El problema ahí es el sida. No hay medicación. Los hospitales son casi inexistentes. La gente muere joven. No ves viejos, dicen que los viejos vuelven a sus pueblos, puede ser. Ves que las mujeres trabajan más que los hombres. A los hombres los ves en las veredas, charlando; las mujeres son choferes, alquilan su casa, limpian casas, atienden negocios, son camareras. Las llaman “mama”; cuando ves cargando frutas o agua ves a las mujeres.

En Ruanda ellas ocupan el 48 por ciento del Parlamento. ¿Cómo es eso?

–Del genocidio sobrevivieron más mujeres que hombres. De todas maneras, tener ese acceso parlamentario no implica igualdad de género. Porque depende de cómo seleccionás a las mujeres: si son esposas, hijas y hermanas de... Ruanda es gobernada por una dictadura. Si una mujer accede porque al hombre le viene bien tener alguien que casualmente es su familia y queda bien porque demuestra apertura, es pura fachada. De todas formas, las mujeres tienen en Ruanda un rol importante, los conflictos son los que les dan mayor intervención a las mujeres.

El genocidio es tan reciente... ¿Cómo lo viven sus víctimas?

–Las testigos mujeres han sido muy buenas y muy convincentes. Este último genocidio no ha enterrado a sus muertos, tienen los huesos y los han dejado a la vista para que esta vez se los recuerde y no vuelva a ocurrir. Viven con desconfianza. Claro: si antes el vecino te mataba. Un señor me decía: “No tomaría una gaseosa si no la destapan en mi presencia por miedo a que le pongan veneno”. Otro ejemplo: cuando hacés una pregunta te contestan con otra pregunta. “¿Dónde está María?”, y te dicen: “¿Para qué quiere saber dónde está María?”.

¿Qué representa el Caso Acayaesu?

–Fue el primer caso de nuestro tribunal. La juez que presidía era Navi Pillay, quien ahora es la Alta Comisionada para Derechos Humanos. Es una mujer especial y fue una jueza especial. Es sudafricana de ascendencia hindú, y recién ahora pudo tomar clases de francés; en la Alianza Francesa, en su momento, cuando vieron que era de color le dijeron: “Ah, no, usted se tiene que ir”. Cuando las mujeres empezaron a declarar como testigos vio que había muchos casos de violación y que eso no estaba en el acta de acusación. Entonces suspendió el procedimiento, hasta incluirlo. El Caso Acayaesu es emblemático porque ha sido el primero que calificó a la violación como delito de lesa humanidad.

¿Están visibles las víctimas de aquellos crímenes sexuales, pudieron sentirse reparadas por ese fallo?

–No están visibles, así como no quieren mostrarse como víctimas y les cuesta denunciar, hay que sumarle la problemática del sida: muchas han muerto en estos 14 años.

¿Y sus hijos? Como los de la ex Yugoslavia, hay una generación con mezcla étnica en su ADN, fruto de esas violaciones.

–Hay muchos chicos de los que no sabés quiénes son los padres. No creo que haya un grupo “hijos de violaciones”, por decirlo de algún modo; hay muchos huérfanos no sólo por el genocidio y por el sida, hay mil enfermedades y muy muy mala asistencia médica. La expectativa de vida anda por los 50 años.

Está pasando sus últimos días en ese cargo. No faltarán los balances...

–Sí. Me quedo hasta Navidad, y ahí termino. Después de una experiencia así ya no sos la misma, lo importante es cómo podés, a través de lo que has aprendido, modificar cosas en tu sociedad. El balance último y aterrador es que este genocidio podría haber ocurrido en cualquier parte del mundo. Cuando las condiciones socioeconómicas están mal los gobiernos suelen echarle la culpa a alguien. Tenemos el caso de la Alemania nazi con los judíos y gitanos, de Ruanda con los tutstis, en la Argentina también tuvimos perseguidos y tuvimos Malvinas. Lo aterrador es que en ciertos contextos es fácil establecer diferencias entre los unos y los otros y entrar a perseguir a los unos por los otros. Una de mis funciones será explicar que ésta no es una cosa “de negros”, y que tenemos que ser cuidadosos y no hacer más diferencias.

“LAS MUJERES Y LOS NIÑOS PAGARON LAS CONSECUENCIAS”

Por Vanessa Ragone, directora de Los 100 dias que no conmovieron al mundo, un documental sobre la jueza Weinberg y la masacre africana

Tenía un conocimiento lejano sobre lo que había sucedido en Ruanda en el ’94 hasta que Susana Reinoso, la periodista que inició este proyecto, me contó acerca de Inés y de su trabajo en el tribunal. Me resultó impactante conocer a Inés, me motivó seguir la historia de una mujer de su clase social y una cantidad de características que toma una decisión tan trascendental: separarse de su familia, vivir en Tanzania, afrontar una historia tan oscura. El documental se planteó intentar conocer a Inés y conocer ese mundo a través de esos ojos parecidos a los de una. Seguirla era el camino posible para entrar a una realidad que a una le resultaría inabordable, diferente. Ella fue como una guía, una garantía de que el otro no se convertiría en un objeto extraño, como ir y pasear y ver los elefantes. Filmamos en Tanzania y en Ruanda.

Los 100 días que no conmovieron al mundo quiere reflexionar sobre el riesgo de que eso vuelva a suceder; de hecho, algo así está pasando hoy en el Congo. En estos días hicimos una proyección, justamente en nombre de la no violencia contra la mujer porque las mujeres y los niños pagaron las consecuencias de todo. Fue una violencia de varones la que sucedió; si bien el tribunal lleva emitidos 50 fallos hay una sola mujer acusada, como cómplice de una violación, su hijo era uno de los violadores.

Hoy, hay una sensación de violencia reprimida en Ruanda, es un país en estado militar, tienen la paz de esa manera. La gente te dice que no dormiría una noche sola en el campo. Por otro lado, es de una belleza impresionante: Mitterrand pasaba allí sus vacaciones.

El documental se estrenará en marzo en los cines del Espacio INCAA.

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Imagen: Martin Acosta
 
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