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Viernes, 23 de enero de 2009

INTERNACIONALES

El grito silencioso

Como el Holocausto que perpetró el nazismo, la invasión de Irak y la masacre de la población palestina por parte de Israel son, para la socióloga Rita Segato, eventos que se escapan de toda narrativa. Esta clase de dolor enmudece y vuelve fútil cualquier narrativa, cualquier intento de ordenar –y, por tanto, estetizar– el Mal que se produjo en las últimas semanas en Medio Oriente. Aunque, claro, esta imposibilidad no alcanza para explicar la indiferencia de los líderes de Estado.

 Por Rita Laura Segato

Como muchos y en medio del espanto que va apoderándose de la opinión pública, asisto al insoportable espectáculo de la masacre del pueblo palestino. La exhibición de la agresión letal pretende imponernos la certeza de que nada, ningún esfuerzo conseguirá interponerse entre el poder de muerte del Estado de Israel y el pueblo condenado. Ese espectáculo de arbitrariedad es también el espectáculo de la decadencia moral y jurídica de Occidente.

Como tantos, por estos días, intento gritar, pero el grito no se oye, parece no llegar jamás a destino. Grito inaudible, como aquel de la eficaz pintura de Edward Munch, que resulta para siempre inolvidable por retratar el grito moderno, el grito insulado propio de la situación de fragmentación existencial que Hannah Arendt magistralmente distinguió de la experiencia de la soledad. El increíble fenómeno de la inaudibilidad del grito indica que nos sumergimos, sin percibirlo, en la incomunicabilidad propia de toda atmósfera totalitaria, con su estado de sitio mediático, con su lengua eufemística, con el encapsulamiento de los sujetos.

La gritería general que se condensa en textos, como éste mismo, convulsivos, desasosegados, en desvelo, no sale de la boca y no alcanza a sus interlocutores. No consigue interrumpir la acción exterminadora de sus destinatarios. La escritura es intransitiva. Aquella que Roland Barthes definió y otros consideraron la única forma de expresión legítima de la experiencia concentracionaria, única capaz de captar este presente de intemperie extrema, intraducible bewilderness –ya sea física para aquellos que, en su minúsculo y torturado territorio-lager, mueren su muerte de hierro, dolor, hambre y frío, o moral y espiritual, como la de todos nosotros, incluyendo los propios verdugos, en su aparente júbilo–.

Este padecimiento irremediable e inconsolable es algún déjà-vu, una experiencia que remite a un pasado no lejano en que voces también desoladas intentaron insurgirse contra el hierro y el fuego del exterminio de otro pueblo. Es indiscutible el parecido, tanto en la acción como en la reacción desatada, con el evento de la invasión de Irak, que, en la época, no consiguieron detener los gritos eminentes y asombrosamente inaudibles –porque inocuos– de autores como Gabriel García Márquez, José Saramago, Gore Vidal, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Harold Pinter, Susan Sontag, John Le Carré o Noam Chomsky. Nada consiguió, en aquella ocasión, interrumpir el avance de la letalidad norteamericana. Elocuente fue, en aquellos días todavía próximos, la carta-respuesta de Federico Fasano, director del diario La República de Uruguay, al embajador norteamericano en ese país, publicada en separata de su periódico el 30 de marzo de 2003. Ella iluminaba, una a una, exhaustivamente, las numerosas coincidencias entre los Estados Unidos post 11 de septiembre de 2001 y el régimen de la Alemania nazi. Críticas todas feroces y convincentes, que poco significaron frente al avance del fuego genocida.

Voces optimistas se alzaron para afirmar que nunca la opinión pública mundial había alcanzado tal nivel de lucidez frente al poder imperial, que la protesta popular hacía años que no mostraba una vitalidad tan grande. Millones de personas fueron a las calles para manifestar contra el absurdo. Nunca, según los analistas, el capital simbólico y el capital moral de los Estados Unidos de América habían caído a niveles tan bajos. Sin embargo, si los textos eminentes hubiesen podido, como se creyó, acceder a las conciencias y sacudirlas, el horror, ayer como hoy, hubiera sido interrumpido. La única y mayor diferencia entre la irracionalidad contemporánea y la de la Alemania de la Shoah es que, hoy, la evidencia se encuentra expuesta y la opinión pública antepone su grito frente a esa evidencia. Pero el grito, por una razón que debemos examinar, se tornó inaudible, y el clamor, sordo. Todas las soberanías fueron suspendidas y los derechos y recursos de todos los pueblos fueron alienados cuando el poder de muerte se consagró como ley única, a los ojos del mundo, con la invasión de Irak y, hoy, con la devastación de Gaza. Una mecánica primordial, zoológica y primitiva afloró y desbancó la gramática inteligible de las leyes humanas cuando no hubo límite para el poder exterminador del Norte, desdoblado ahora en el brazo de Israel. Lo que hoy presenciamos es parte de la misma lección de anomia imperial – emergencia de la capacidad bélica letal y genocida de un pueblo sobre otros como procedimiento único–. ¿Cómo eso es posible? O, como en el epígrafe elegido por Hannah Arendt, citando David Rosset, ¿cómo puede ser que “todo es posible”? Y, aún: ¿Cómo representar ese “todo” de las posibilidades, cómo comunicarlo y atajarlo? ¿Cómo encontrar la palabra eficiente cuando la sintaxis que organiza toda narrativa intenta capturar el monstruo a-gramatical, el mecanismo exclusivo de la fuerza bruta, y toca el sustrato pétreo de lo pre-humano, de lo in-humano, de lo inenarrable e indescriptible?

Voces de autores de descendencia total o, como yo, parcialmente judía se elevan una tras otra intentando sin éxito esa eficiencia denunciatoria del papel cumplido por el Estado de Israel al sumergir la Humanidad en la barbarie de la ley del más fuerte. ¡No podrían nunca ser judíos quienes rasgasen ahora la malla preciosa del tejido humano, cuando fue en nombre del sufrimiento de su pueblo que Occidente intentó un pacto universal! Pero caen en el vacío las repetidas advertencias de Norman Finkelstein, Ilan Pappe, Tony Judt, Daniel Baremboim, Juan Gelman, León Rozitchner, Ricardo Forster, Gilad Atzmon, entre tantos otros que no aceptan identificarse con el belicismo antipalestino. Parece inevitable, sin embargo, que colectividades nacionales de judíos sin ninguna conexión con la postura bélica en cuestión se transformarán también en sus rehenes y víctimas, ellas mismas, al quedar expuestas a un juicio público cada día más indignado y no siempre instruido como para comprender la distancia existente entre ellas y los cómplices del poder imperial que administran el precario Estado de Israel. Se cita la carta que Albert Einstein escribió ya en 1929 al sionista Georg Weismann, haciéndole notar la importancia de construir una convivencia armónica con los árabes. Se menciona que fueron judíos sin Estado y sin lealtades nacionales mezquinas los que prodigaron a la Humanidad toda los dones de su imaginación intelectual fecunda y libertaria. Se revisan las páginas de Hannah Arendt, como su indagación de las entrañas simplonas del Mal expuestas en el juicio de Eichmann en Jerusalén: en las declaraciones del reo nos asombra constatar la afinidad natural entre el proyecto nazi de la deportación en masa de los judíos –la así llamada “primera solución”– y el proyecto sionista inaugurado por Theodor Herzl.

Sin embargo, todos los argumentos y los relatos se chocan con una imposibilidad, que es la propia imposibilidad de la representación: el Mal no puede ser representado, porque la narrativa solamente puede transmitir, comunicar, aquello que obedece a la estructura que dona sentido, aquello que encuentra correspondencia con la lógica humana, con la racionalidad y la gramaticalidad propia de todo lenguaje. Fuera de eso, golpeamos en una puerta falsa, emitimos sonidos condenados al silencio. Lo que digamos no conseguirá capturar el horror de los sucesos, porque los sucesos son tan ininteligibles como el propio abismo de la muerte. Ante la imposibilidad de significar el vacío de la ley (“esa nada que nos subyuga” en el orden autoritario burocrático), explica Martín Hopenhayn en su sutil ensayo sobre el autor de El Castillo, el texto kafkiano recurre a la mímesis y a la reificación. Ningún lenguaje referencial, “ninguna adecuación del lenguaje a la cosa” resultaría eficiente. Fue esa imposibilidad de representar la suspensión de toda ley lo que Schoenberg alegorizó en Un sobreviviente en Varsovia, obra compuesta para narrador, coro y orquesta en la que se describe el camino de un grupo de prisioneros de un campo de concentración alemán a la cámara de gas. La composición textualiza el trayecto de los prisioneros, pero, al alcanzar el momento del horror supremo, Schoenberg se calla, su narrativa se detiene para dejar paso a la voz colectiva. Se escucha entonces no ya la voz autoral del compositor, sino el himno judío Shemá Israel con texto en hebreo y partes en alemán: solamente lo colectivo ancestral puede sustituir el silencio abisal de lo inenarrable.

Como se discute en la importante obra colectiva organizada por Saul Friedlander Probing the limits of representation. Nazism and the final solution (Harvard University Press, 1992), el Holocausto –que yo preferiría escribir en plural para incluir, entre otros exterminios, el que ahora testimoniamos– nos coloca frente a la cuestión de lo inenarrable y de lo inimaginable, de lo incomunicable de aquello que, por la monstruosidad, se desvía del dominio de lo humano y, como tal, se evade de la representación. La invasión de Irak y el genocidio de Gaza forman parte del mismo grupo de eventos que suspenden toda gramática humana, que ignoran todo contrato. De ahí la dificultad de los textos al intentar generar la conciencia necesaria para sacudir el orden genocida e interrumpir la matanza.

Fue otro judío notable, George Steiner, quien, en su ensayo sintomáticamente llamado “post-escrito”, parte de la obra Lenguaje y silencio – Ensayos sobre la Crisis de la Palabra, afirmó: “Pues no es cosa cierta, de modo alguno, que el discurso racional pueda lidiar con tales cuestiones, estando como están fuera de la sintaxis normativa de la comunicación humana, en el dominio explícito de lo bestial”. Toda narrativa es ordenamiento y, por lo tanto, estetización. Esto representa un límite para la posibilidad de tornar el Mal comunicable.

Si la palabra es inocua frente a la barbarie, si la retórica de los textos no alcanza y no toca los oídos de la Bestia y no consigue sacudir el marasmo de las multitudes atónitas, no habrá salida: solamente la fuerza bruta restará para oponerse a la fuerza bruta. El ataque de Israel estará sentenciado a otorgar validez a la lucha de Hamas. Es un teorema sociológico.

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