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Viernes, 23 de enero de 2009

URBANIDADES

La familia presidencial

 Por Marta Dillon

Es esta sociedad de la información en la que aprendimos a convivir casi sin darnos cuenta que se apretuja un pañuelo en la mano o se frunce el gesto frente a La Ceremonia de esta semana. Bastante acostumbrado está el oído a los acordes del himno de los Estados Unidos —Hollywood mediante—, como para que el corazón no estuviera preparado, casi como un perrito de Pavlov, a esa emoción parecida a baratija pero inevitable frente a los finales rimbombantes y —por supuesto— patrióticos de ciertas películas. Ahí estábamos todos y todas, no de pie y soportando el frío para aportar dramatismo a la escena, pero sí en la tele, al mediodía, tórrido verano en una ciudad desierta —es de esperar que la playa no se haya suspendido por la asunción de Barack Obama—, en un escenario largamente preparado de antemano por esas ficciones que son el pan nuestro de cada día y que permiten que se adivine, aun sin saber nada de estilo, que Michelle Robinson Obama y su madre les hacen guiños a las mujeres del Bronx con sus peinados de lacios; que las niñas Obama también domeñan sus rulos como otras tantas niñas y que les sientan tan bien los colores chillones, tanto como a su padre mestizo el rojo encendido de su corbata. El ojo está acostumbrado a ese escenario y a esa clase de emoción con banda de sonido incluida y hasta con muchedumbre de fervor cívico lavado, sin bombo pero con banderita de cotillón. El ojo está tan acostumbrado que apenas genera alguna sorpresa el tocado con moño extra large de la extra large Aretha Franklin cantando algo que la transmisión, por esta vez, dejó que se perdiera en los líos de traducción. El ojo está acostumbrado a la ficción y hasta esa emoción de mercado que produce hasta que entiende, no sin dificultad, que esta vez es cierto. Y lo que asombra de la certeza no es la figura del presidente; porque el presidente, vamos, es el presidente del Imperio y se hace cargo de eso y entonces equilibra la corrección política llevándola un poco más a la derecha de la esperanza que promete con su maestra de ceremonias tan ligada al Estado de Israel, autor casi impune de una masacre que nadie nombra; con el pastor homofóbico que a todos y todas nos bendice, con el agradecimiento que suena innecesario al señor George W. Lo que asombra, al menos a esta cronista, es que esa familia de mujeres que rodean a Barack Obama vaya a instalarse de verdad en la Casa Blanca. Que sea una nieta de esclavos la que ocupe el lugar de la primera dama, que esas niñas afroamericanas vayan a ser quienes gocen —-más allá de la disciplina prometida para ellas por su madre Michelle—- de las mieles de un staff de innumerables empleados para quehaceres domésticos entre los que habrá, con seguridad, una buena cantidad de negros y negras. O de afroamericanos, como se ha obligado a decir desde tiempo después de que haya terminado ese apartheid norteamericano que hace no mucho más de 50 años disponía lugares especiales para cada quien según el color de la piel. Esas mujeres, Michelle y su madre, las dos niñas, cambian el panorama simbólico. Cambian, sin ánimo de usar una metáfora remanida, el panorama simbólico de lo posible. Es cierto que esto del cambio simbólico no es la primera vez que se escribe en esta columna. Hubo también una emoción similar con la asunción de Cristina Fernández a la presidencia de esta nación argentina de sólo pensar que en adelante habría niñas que desearan ser presidentas porque esa chance entraba en el universo de lo posible y no en el de las utopías. Fue insuficiente, sin duda. Ser mujer no implica nada más que eso, sobre todo cuando una mujer está en el poder y sobre todo cuando a la distancia se puede decir sin miedo a equivocarse que las pocas o muchas esperanzas puestas en ese cambio simbólico han sido defraudadas —basta ver lo que sucede en nuestro país con el acceso al aborto seguro, incluso en los casos no punibles—. Pero el cambio simbólico ya se operó. Ahora la emoción, tan fogoneada como alimentada por los escenarios de ficción, no es menor por más que también la experiencia indique que no es suficiente, que tal vez o que seguramente ese presidente que movilizó con su sola presencia la esperanza de latinos, afroamericanos y hasta musulmanes que acudieron a votar, incluso por primera vez, va a defraudar a la mayoría porque ése es el destino de quien se anima a ponerse al frente de un imperio. En principio, porque esas minorías se movilizaron y tuvieron y están teniendo alguna conciencia de su poder. Y después porque es casi imposible no soltar el lagrimón frente a las mujeres que rodean al ahora presidente de los Estados Unidos. Frente a esa mujer, Michelle Robinson, que no da el brazo a torcer en cuanto a su participación pública tal vez porque sepa que ahí está la trampa que puede blanquear lo que significa que ella y su madre y sus hijas, calcadas de esas series de televisión que permiten imaginar los barrios bajos del Bronx, habiten desde esta semana la Casa Blanca, el corazón del imperio. Esas mujeres parecen hacerse cargo de su negritud aunque no se la nombre nunca —no quedaría bien en el comentario político, ni siquiera en el de moda que siempre tiene en las mujeres a su presa—; y aunque aportaran sólo eso a la era que comienza, en esta sociedad de la información donde una imagen pesa cinco o diez veces más que mil palabras, esa presencia testigo es suficiente para denunciar la sorpresa misma de que ellas están ahí y todo el dolor que esa sorpresa implicó y todavía implica.

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