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Viernes, 30 de enero de 2009

CONTRAVALORES

La resignación

 Por Aurora Venturini

Ocurrió en 1976, tiempo en que no nos unía el amor, una tarde lluviosa otoñecida, me detuvo en San Telmo la vidriera de un anticuario. Mi capa pluvial ya no resistía el embate torrentoso cuando Sara (después me enteré del nombre de la dueña) me invitó a pasar al negocio mágico. Me resistía a regresar a La Plata. Un día, atrás, había desaparecido Pupi, la sobrina de Kika, mi amiga que falleció al año derrotada por la ausencia. Entonces me dominaba una extraña obsesión: coleccionar muñecas de porcelana, algunas semejaban criaturas vivientes. Dediqué una habitación de la quinta de City Bell, y ahí las reuní, cuidé con la prolijidad y cariño con que las madres protegen. Nenas y nenes sus nombres, los nombres de los chicos que iban desapareciendo. Tiempos difíciles que salvaba ofreciendo los cuerpecitos de las bambolas a las ánimas de los torturados. Así mismo, me salvaba de una claustrofobia incipiente que oscurecía más mis horas. Sara, la dueña del anticuario me ofreció una silla y desde la vidriera, ambas mirábamos el chaparrón. No nos animábamos a dialogar, dada las circunstancias, todos nos desconfiábamos. Pero Sara trajo un samovar para hacer el té y entramos en casi confianza. Sí, ella, judía temía a no sé qué, y yo peronista, sabía a qué. Finalmente nos abrimos a charlar. Llegado el caso, dije a la mujer, me suicidaré, no volveré a sufrir los golpes de 1956. Ella recogió la manga del saquito de punto, hasta el codo, y me enseñó el número que le infiltraron en el antebrazo cuando permaneció en el campo de concentración. Dije: “¿Cuando se dejarán de joder?” Ella respondió: “Nunca”. Empezamos a caminar el sendero infantil de las muñecas y le confesé que estaba falta de cuerpecitos destinados a las ánimas que sucederían a las ya contenidas en mis muñecas, el número de 179. Ella quedó pensando y de repente fue en dirección a un gran aparador de donde extrajo una bolsita de nylon. Volcó sobre la repisa los añicados restos de una muñequita, yo fui observándolos y en uno de ellos leí “CRANACH”. Mi torpeza en manualidades, me contuve, nunca recompondría tal desquicio aunque las piezas concordaban. No sé si Sara advirtió la sombra de una capa que de pronto desplegó su fantasma, envolviéndonos, supongo que sí. Aclaró: “¿Usted siente que un niño necesita abrigo?” Sara me dijo que si me animaba vendía el contenido de la bolsita por 100 pesos, y que si fracasaba en el intento, me los devolvería. Regresé a mi quinta de City Bell en colectivo. Algo latía en mi bolso de viaje: los añicos de porcelana. Alguien me protegía bajo una capa medieval, la sombra de Cranach. Entendí el mensaje durante la extraordinaria manualidad que me imponía. Trabajé toda la noche. En vela toda la noche con la sombra sentada enfrente, delicada y dramática, y así delicado y dramático mi esfuerzo, con gotitas de pega pega y lágrimas, nació la niña estirando los bracitos, ojitos felices, pies calzados con escarpas doradas, atravesando siglos, nieves, soles, ciudades, gente, y pronunció “upa”. Sonó mi teléfono. Pupi apareció. Muerta. Cranach: anticuarista. Pintor de Lutero y de Carlos V. comentarista de la Follie Parle de Holbein en 1523. Sus manos aliviaron mi torpeza.

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