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Viernes, 6 de febrero de 2009

INTERNACIONALES

Lo que tiene que tener

Algunas de las feministas más prominentes de Estados Unidos aclaman a su presidente como un auténtico defensor de los derechos de las mujeres. Mientras, y a pesar de haber sido la primera mujer candidata a la presidencia, la actual secretaria de Estado Hillary Clinton sigue siendo ferozmente resistida por el feminismo.

 Por Milagros Belgrano Rawson

“Todas amamos a Obama” parece ser la banda de sonido de esta gran historia de amor que acaba de nacer entre las feministas estadounidenses y el nuevo presidente de ese país. “Así luce una feminista”, reza la tapa del último número de la revista Ms, dedicado a Obama y su sensibilidad por la igualdad de género y los temas de mujeres. En ese sentido, se espera mucho del primer presidente afroamericano de Estados Unidos. “Cuando lo conocí, Obama no sólo me dijo ‘Soy feminista’ sino que presentó la plataforma para derechos de los mujeres más fuerte que haya propuesto cualquier partido político en la historia de este país”, escribe en su editorial de enero Eleanor Smeal, directora de esta revista feminista fundada en los ’70 y que hizo de su nombre, Ms, toda una declaración de principios (para oponerse a la contracción “Mss”, “señorita” e “hija de”; y “Mrs”, “señora” y “casada con”). En realidad, el affaire feminista con Obama comenzó durante las primarias demócratas, cuando muchas activistas empezaron a alinearse con el candidato negro en vez de hacerlo con Hillary Clinton, la primera candidata mujer a la presidencia con serias chances de ganar –la postulación de Pat Schroeder en 1988, que terminó en un mar de lágrimas frente a las cámaras de televisión, fue un verdadero fiasco–.

Después de los dos gobiernos de un individuo como George W. Bush, sobre cuya inteligencia siempre pesaron serias dudas, los estándares de excelencia para ocupar la Casa Blanca, deberían haberse derrumbado estrepitosamente, en teoría. Mientras que, del lado republicano, John McCain fracasaba en su intento por convencer a la opinión pública de que una mujer ignorante de todo tema relativo a la política internacional como Sarah Palin podía ser una buena vicepresidenta (sin entrar en detalles como su afición por las armas de fuego y su oposición al aborto) los simpatizantes demócratas pudieron experimentar una oportunidad casi única en la historia de ese partido. La contienda entre dos candidatos progresistas y plenamente capacitados para ejercer la presidencia, Hillary Clinton y Barack Obama, posibilitó entonces un debate que parecía archivado desde las luchas de Martin Luther King y las Panteras Negras. Durante los meses en que Hillary y Barack (ya que acabamos de entrar en una aparente nueva era en el feminismo norteamericano, vamos a llamar a Obama por su nombre de pila, como se ha hecho siempre con las mujeres políticas y no con sus pares varones) pelearon la candidatura presidencial, las aguas del feminismo se dividieron ásperamente entre las mujeres que apoyaban al candidato negro y las que preferían a la candidata blanca. Es que en ese debate, el género y la raza tomaron por primera vez en la historia de ese país un significado casi determinante.

Feministas afroamericanas que desde el gobierno de Bill Clinton manifestaban su simpatía por Hillary se alinearon inmediatamente con Barack. La más radical en sus argumentos fue Alice Walker, autora de El color púrpura, libro que ganó el Pulitzer y fue llevado a la pantalla grande por Spielberg. Descendiente de esclavos del Sur de Estados Unidos, en una carta abierta dirigida a Barack el año pasado, la escritora y activista prevenía al entonces candidato con recomendaciones que sorprendían por su calidez y simplicidad: “Estamos acostumbrados a ver hombres que una vez en la Casa Blanca se convierten en hombres anodinos y canosos, a ver a sus esposas e hijos cansados y estresados. Su familia no merece este destino”. Pero, más adelante, emprendía un duro ataque contra “la señora Clinton”, a la que vapuleaba también por no usar su propio apellido: es difícil explicar lo que se siente al escucharla nombrar como “mujer” mientras Obama es citado como un “hombre negro”, decía. “Puedo imaginarlo conversando con cualquier líder, sin rastros de servidumbre ni supremacía racial”, escribía Walker. Pero no podía imaginar a Hillary en el mismo escenario, que “arrastra el privilegio blanco que ha arruinado los vínculos del país con el resto del mundo”. “No soy una mujer blanca y la blancura importa”, afirmaba Walker, que acuñó el término “womanism” –algo así como “mujerista”– para nombrar a las feministas de color (“Mujerista es para las feministas lo que el color púrpura es para las lavanderas”, fue su leitmotiv).

Quizás, el texto de Walker era una respuesta al polémico artículo que Gloria Steinem había publicado tiempo antes en el New York Times. Allí, y a diferencia del resto del staff de Ms, que cofundó junto a otras feministas en los ’70, la prestigiosa periodista subrayaba que, en su país, los hombres negros habían podido votar 50 años antes que cualquier mujer de cualquier raza. Entonces, ¿por qué la barrera sexual no se toma con la misma seriedad que la racial?, se preguntaba Steinem al tiempo que expresaba su apoyo a Hillary “porque será una excelente presidente y porque es mujer”. Para la periodista, era “preocupante” que durante la interna demócrata Hillary haya sido acusada de “jugar la carta del género”, mientras que no ocurrió lo mismo cada vez que Barack citaba las luchas contra la discriminación racial.

Más moderada en sus dichos, la Premio Nobel Toni Morrison manifestó en el 2008 su simpatía por Barack. A pesar de su público afecto por los Clinton –alguna vez llamó a Bill “el primer presidente negro de Estados Unidos”–, la novelista afroamericana indicaba que votaría a Barack porque veía en él algo que “no tiene nada que ver con la edad, la experiencia, la raza o el género”: imaginación creativa, sabiduría y coraje “en vez de simple ambición”.

Mientras los oídos de Barack se endulzaban con estos elogios, cuarenta años después del surgimiento del movimiento de mujeres estadounidense, precisamente cuando una mujer como Hillary tenía la oportunidad de ocupar el Salón Oval, las feministas le daban la espalda. Muchas que jamás la perdonaron por haber votado a favor de la guerra en Irak la acusaron también de utilizar su matrimonio como trampolín a la presidencia y de no haber sido jamás una campeona en la causa feminista. Pero tratándose de una mujer centrista, inteligente, determinada y dotada de una impresionante capacidad de trabajo, como incluso sus detractores la describen, estas razones no alcanzan para explicar su impopularidad entre las propias mujeres. El color de su piel tampoco ha sido determinante: de hecho, un grupo de abuelas negras hizo campaña por la senadora en vez de hacerlo por Barack. Quizás, a diferencia de la aparente humildad del presidente, a muchas les disguste la supuesta arrogancia de Hillary. “Las mujeres son especialmente duras con ella porque todas queremos que sea exactamente como nosotras”, sostenía Nora Ephron recientemente. En 1996, la periodista y directora de cine proclamaba su devoción por la esposa de Clinton. Diez años después, la realizadora de Sintonía de amor cambiaba de opinión y en un blog se refería a Hillary como alguien “que hará cualquier cosa para ganar y que no toma una posición a menos que ésta sea completamente segura”. “Intentó ser diferente cuando era Primera Dama y luego fue despedazada por los medios, los votantes y los políticos”, indicaba, por su parte, la activista Jaclyn Friedman. “No sé qué esperar de ella. En su lugar, yo no haría las cosas mejor”, decía en un artículo de Lakshmi Chaudhry. Para esta periodista, es significativa la resistencia que despierta Hillary en muchas feministas, que la apoyaron fervientemente cuando era “First Lady” y, una década después, boicotearon su histórica candidatura a la presidencia con toda clase de argumentos. Jane Fonda, que llegó a fundar una radio feminista junto a Steinem, llegó a decir, en el 2007, que Hillary era “un ventrílocuo del patriarcado con pollera y vagina” (inmediatamente, la actriz y activista dijo que en su declaración no se refería específicamente a la ex senadora).

Finalmente, un hombre parece haber encontrado la manera de detener esta extraordinaria antipatía por Hillary: cuando Barack la nombró secretaria de Estado, las aguas feministas se aquietaron. Las voces más reconocidas del movimiento saludaron a su nuevo presidente y eligieron, en cambio, evitar todo comentario hostil contra esta funcionaria clave en su gabinete. Desafortunadamente, junto con la derecha más reaccionaria, las mismas feministas –o al menos, la gran mayoría de ellas– parecen ser quienes entorpecen cualquier avance tendiente a quebrar el famoso “techo de cristal”.

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