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Viernes, 13 de febrero de 2009

CRóNICAS

Abrochadas

 Por Juana Menna

El mundo no debería existir antes de las diez de la mañana. Eso es lo que piensa Ivana mientras avanza por calle Defensa, en San Telmo, tras el rastro del 29 que la lleve a Once. Hace dos semanas pidió un turno en un centro de diagnóstico para una “ecografía transavaginal”, según lee en la orden médica. A los treinta, Ivana nunca se hizo algo así. Detesta la ginecología pero no encontró mejor método para saber cómo marcha su salud. Además, al primer turno lo perdió porque se quedó dormida en brazos de uno. Una íntima culpa por disfrutar de su cuerpo en vez de mandarlo a examen hizo que luego aceptara hacerse la ecografía... ¡a las ocho de la mañana!

El colectivo no pasa porque hay varias cuadras cortadas por bacheo. Ivana camina rápido porque se hace la hora. Así llega hasta Avenida de Mayo y, zás, un costado de su sandalia de brillos plateados se rompe y Cenicienta queda en pampa y la vía. “¿Volcaste?”, le pregunta el taxista que la lleva hasta Once. Y ella dice “No, nunca”. La verdad es que le molesta andar descalza en el asfalto, pero a los taxistas es mejor no darles la razón porque enseguida te dicen que las mujeres son putas, que los adolescentes son drogadictos y que las calles son un infierno a cualquier hora. Con más razón entonces, piensa ella mientras mira su pie desnudo, habría que cerrar el mundo hasta las diez.

La sala de espera está repleta de gente muy despierta. Hay en esas caras un rastro de beatitud, como si madrugar les asegurase beneficios divinos, según dice un refrán engañoso. “Tan divinos no deben estar si se tienen que hacer radiografías”, se consuela Ivana mientras espera su turno, sandalia en mano, antes de que le toque abrir las piernas sobre una camilla.

La ginecóloga le explica que no le va a doler mientras pone un preservativo y gel en la punta de un artefacto celeste muy parecido a un pene de plástico que le introduce con asepsia médica. Así la ginecóloga puede ver los ovarios de su paciente en un televisor mientras Ivana piensa que el gel frío contra sus humedades tibias tiene efecto de gozo. Quién diría que una ecografía transvaginal, con ese artefacto celeste tan invasivo, podía a pesar de todo darle una sensación parecida al placer.

La ginecóloga dice que todo está bien mientras va a su escritorio y estampa sellos y firmas en una hoja. Ivana le pregunta si no le puede hacer el favor de prestarle la abrochadora. La mujer levanta la vista y ve la sandalia rota. “Ah, dame a mí”, dice y abrocha la sandalia como una mamá canchera. La chica la besa, se calza y dice adiós. Qué bueno que exista solidaridad entre mujeres. Qué extraño que recién sean las nueve y media de la mañana mientras Ivana siente que pasó una vida entera, aunque en verdad haya que esperar un rato para que el mundo vuelva a nacer.

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