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Viernes, 6 de marzo de 2009

CONTRAVALORES

La vanidad

 Por Aurora Venturini

A Paquita del Orto se la tenía jurada pero todavía no se me había dado la oportunidad, que debía ser esplendorosa a fin de desbarrancarla del altillo que ella suponía trono. Paquita filiaba una menopausia que le aumentaba sus deficiencias vanidosas. Desde la capelina, sombrero de esos tiempos, elegante y sutil, hasta los zapatos de tacones infinitos, pasando encima de vestidos y trajecitos, aunque muy flaca y derrengada, ella misma que así lucía, declaraba alabando su personita: sos monísima. Corrieron los días torrencialmente cual los ríos bajo los puentes, y Paquita, entrada en la madurez por la vía de un raquitismo impresionante, cazó a un señorito distinguido, y se casaron. No hubo descendencia y sonaron líos de espesura importante, con intervención de madres, suegras y otras iniquidades. Interesada, mantuvo el matrimonio y decía que a pesar de todo se sentía bien. Lo sorprendente en Paquita, su sonrisa imborrable de mejilla a mejilla, donde la larga nariz, curiosa, insistía en meterse revisándole boca y garganta. Confieso que he vivido cargada contra Paquita. De ahí que tal vez sumo oscuridades a mi descripción. Si esta criatura increíble no me hubiera vituperado como lo hizo variaría mi paleta de caracteres, y daría paso a apenas un ser vulgar. Después de todo, yo disto de belleza sorprendente y no se dan vuelta para mirarme, mas la distancia entre la modalidad vanidosa de la aparentemente fotografiada, conmigo, es sideral. Nos encontrábamos en conciertos y acontecimientos sociales, al año nos chocaríamos cuatro o cinco oportunidades y en cada choque simulaba no verme o preguntarme: “¿Cuál es tu nombre?, porque no te registro”. Se formaba en torno de ella una ronda calibrada de idiotez e idéntica deformación que Paquita manejaba a capricho con fines de disminuir a las prójimas en beneficio de sí misma. Un día de otoño, cuando la lluvia es tan fina que no parece que llueve, cobré todas las deudas que me debía. La madurísima Paquita irreconocible, espantosa, cabía dentro de un largo vestido blanco. Desde un palco a otro, aprovechando un silencio en el teatro, le grité: ¡Paquita, qué bien te queda el sudario!

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