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Viernes, 6 de marzo de 2009

CRóNICAS

Culo y calzón

 Por Juana Menna

Elena es esa clase de chicas que escriben mails, chatean, eligen qué ponerse y se pintan las uñas al mismo tiempo. Las uñas tardan en secarse, sobre todo si hay que pintarlas dos veces cuando se corrió el esmalte por no dejar las manos quietas. Cecilia conoce las costumbres de su amiga y sabe que tendrá que esperarla un rato extra. Se entretiene intercambiando mensajitos con alguien. Alguien que le gusta y que se interesa por lo atestado que está este restaurant de Caballito donde las chicas se citaron porque a las dos les queda a mitad de camino, cada una viviendo en una punta de la ciudad.

Cecilia no imagina que el autor de los mensajitos le propondrá pasarla a buscar después del almuerzo y a dormir la siesta. Pero sucede, ella responde que sí y luego se da cuenta de que tiene un problema. ¿En qué estaba pensando cuando agarró un calzón cualquiera, para colmo de color piel, tan funcional como desvaído, tan querido como obsoleto? ¿Hasta cuándo va a seguir guardando bombachas feas con elásticos descosidos sólo porque le traen buenos recuerdos? Y lo que es más preocupante, ¿hasta cuándo se las va seguir poniendo?

La intuición de Cecilia es acertada: Elena sale tarde de su casa y se mete en un taxi para llegar a tiempo. La razón esta vez se esconde en uno de los cajones del placard. Se dio la primera mano y se puso a revolver donde guarda muchas bombachas todas distintas. Tangas, cola-less, culottes. De algodón, de seda, de raso. Blancas, negras, coloradas, multicolores. Con transparencias, elásticos brillantes, flores bordadas, dibujitos, a lunares, con puntillas o flecos. Elena se queda con la que se adhiere al esmalte fresco y le arruina la uña del dedo índice. No importa.

La “adherida” resulta ser una vedettina de puntillas blancas y rosadas. Algo seductor pero no escandaloso, tan bonito como para que su dueña se ponga de buen humor, sabiendo del secreto que esconde. Porque en los encuentros entre amigas se habla de muchas cosas, pero ninguna se desvive por describir la bombacha que lleva puesta. A menos que se esté en alguna emergencia.

Abre la puerta del restaurant y Cecilia le hace señas para que la ubique entre las mesas apiñadas. “¡No sabés quién me acaba de mensajear!”, anuncia, todavía un poco incrédula. Y luego explica el problema. Su amiga piensa un rato mientras hojea el menú. Después las dos se van al baño.

Elena sube su falda hasta los muslos y comienza a quitarse lo que lleva debajo. “¿Te gusta? A mí sí. Además, está limpia porque me la puse antes de venir. Que no se enteren nuestras ginecólogas”, dice mientras se mata de risa. En definitiva, la bombachita color piel murió esa tarde en el tacho de basura del baño del restaurante. Mientras tanto, Cecilia podrá llegar donde quiera con una vedettina preciosa, de puntillas leves, que tiembla mientras va pasando del par de piernas de una al de la otra.

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