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Viernes, 13 de marzo de 2009

INTERNACIONALES

La ultima corresponsal de guerra

Hace un par de semanas, los cuatro acusados por el asesinato de la rusa Anna Politkovskaya fueron absueltos “por falta de pruebas”. Es poco probable que la muerte de esta periodista, que se consagró a denunciar las violaciones de derechos humanos del régimen de Putin en Chechenia, se esclarezca. Sólo quedan sus libros y artículos como testimonios de una vida dedicada a denunciar la violencia y la corrupción.

 Por Milagros Belgrano Rawson

495-798-1034 era el número de teléfono de la periodista rusa Anna Politkovskaya en el periódico donde trabajó hasta su asesinato, en el 2006. Cuando se cumplió un año de su muerte sus compañeros de redacción publicaron el número para que los lectores dejaran un mensaje a esta incansable reportera de investigación asesinada bajo el régimen de Vladimir Putin. Durante años, ese número telefónico fue el último recurso de decenas de víctimas de la violencia y el poder militar, que optaban por pedir ayuda a esta periodista que en todos sus artículos denunciaba la corrupción del gobierno y las brutalidades cometidas por el ejército ruso en Chechenia, una pequeña república en el Cáucaso que desde hace más de 15 años no tiene paz. Hace unas pocas semanas, los cuatro acusados de la muerte de esta mujer fueron absueltos por “falta de pruebas”. En el juicio hubo numerosas irregularidades y a pesar de que se apelará el veredicto, es improbable que el crimen sea alguna vez esclarecido.

Desde el fin de la Unión Soviética, había un tema que desvelaba particularmente a Politkovskaya: las guerras llevadas a cabo por Rusia en Chechenia en 1996 y 2003 y la sangrienta “paz” que desde entonces pende sobre este empobrecido ghetto del siglo XXI, como la periodista lo describió en uno de sus artículos. Hasta su asesinato, Anna Mazepa, como se llamaba antes de casarse, escribió cientos de artículos sobre las ejecuciones extrajudiciales, violaciones y torturas realizadas en Chechenia por los rusos y los hombre de Ramzan Kadirov, primer ministro checheno y títere de Putin. Mientras que en Irak o Afganistán, los periodistas de las grandes cadenas occidentales se limitaban a cubrir el conflicto desde la comodidad de un hotel, Anna fue quizá la última corresponsal de guerra que realmente hizo honor a este nombre. Tenía dos hijos adolescentes a quien cuidar, pero así y todo, mientras escribía sobre las atrocidades cometidas por los soldados rusos en Chechenia, llegó a internarse en los bosques de ese país para escapar del servicio de inteligencia ruso, FSB –ex KGB–. No era la primera vez que corría peligro. En el 2001, fue arrestada por el ejército ruso, que la acusó de infringir leyes que limitaban el trabajo de la prensa durante el conflicto y la expulsó de Chechenia.

Ese mismo año tuvo que exiliarse en Viena durante unos cuantos meses luego de acusar a un policía de torturar y matar civiles. Unos años más tarde, durante la crisis de rehenes en una escuela de Beslan, donde finalmente morirían 186 niños, la periodista se ofreció como negociadora. Ya había oficiado de intermediaria en 2002, en el teatro de Moscú donde 40 terroristas chechenos tomaron rehenes para pedir el fin de la presencia rusa en su territorio –la crisis terminó con 39 extremistas y 129 civiles gaseados por las fuerzas de seguridad rusas–. Pero en el 2004 Anna nunca pudo llegar a la ciudad de Beslan para realizar la cobertura periodística de la crisis y tratar de que ésta se resolviera mediante el diálogo entre las partes, algo que muchos de sus colegas consideraban en flagrante contradicción con el oficio periodístico. Lo cierto es que, durante el vuelo a la república de Osetia del Norte, a Anna le sirvieron una taza de té envenenado que por poco la manda al más allá. Para la periodista, los métodos utilizados en la guerra emprendida por Putin contra el terrorismo doméstico provocaron, justamente, una ola de terrorismo sin precedentes. “El gobierno ruso creó y crió a estas bestias, que luego fueron a Beslan para comportarse como bestias”, indicaba Anna en un reportaje otorgado al diario inglés The Guardian en el 2004, cuando en Gran Bretaña se publicó La Rusia de Putin. En este libro, la periodista describía un país en decadencia en cuyo ejército los soldados mueren de desnutrición o a causa de la “dedovshina” –un sistema de castigos y torturas que los soldados infligen a los nuevos cadetes– mientras los padres deben coimear a los militares para recuperar los cuerpos de sus hijos. Al ex presidente y actual primer ministro Vladimir Putin, le reservó en las mismas páginas el lugar de un dictador que usa los poderes absolutos del Kremlin para aplastar a la oposición y crear un estado virtualmente monopartidario.

En 1999, cansado del temerario estilo de vida de su mujer, su marido, el periodista Alexander Politkovsky, la abandonó. Anna acababa de volver de Grozny, donde había cubierto los ataques con cohetes rusos sobre la población civil chechena. Recibía constantemente amenazas en su trabajo y en su casa –durante el juicio se descubrió que, meses antes de su muerte, la FSB había ordenado a uno de sus agentes averiguar la dirección de la periodista– e incluso su hija Vera había sido intimidada por atacantes. Finalmente, el primer sábado de octubre de 2006, mientras cargaba unas bolsas de supermercado, Anna moría acribillada a balazos en el ascensor de su departamento del centro moscovita.

Con su asesinato, ya son tres los periodistas de Novaia Gazeta ejecutados. Se trata del último periódico –sale dos veces por semana– independiente de Rusia, un país donde la libertad de expresión se paga caro. Según el New York Times, ya llegan a 13 los cronistas asesinados desde que Vladimir Putin llegó al poder en el 2000. Su gobierno ha tratado de convencer a la opinión pública de que la muerte de Politkovskaya fue orquestada desde el extranjero con el objetivo de desestabilizar el país. Según la versión oficial, el asesinato fue ordenado por el “oligarca” Boris Berezovsky, exiliado en Londres y acusado por fraude y evasión fiscal por la Justicia rusa. A su vez, el multimillonario, el primero en amasar una gran fortuna en la Rusia poscomunista, acusa al gobierno de matar a la periodista. Para Novaia Gazeta, esta serie de acusaciones no fue más que una de las tantas tentativas por obstaculizar la investigación del crimen. Cuando en una entrevista de la cadena alemana de televisión ARD se interrogó a Putin sobre Politkovskaya éste contestó que su muerte dañó mucho más a las autoridades rusas que todos sus libros de investigación. En esto se equivoca el primer ministro: fue gracias a sus artículos y libros que Occidente pudo conocer la situación de un país ahogado en la corrupción, el odio y la violencia. “Era bella, y cada vez más bella con el pasar de los años”, escribían sus colegas de Novaia Gazeta apenas dos días después de su asesinato. “Era femenina y sabía reírse con un chiste y llorar ante una injusticia. Era increíblemente valiente. Mucho más que muchos machos que circulan en 4x4 blindadas rodeados de guardaespaldas.”

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