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Viernes, 27 de marzo de 2009

CRóNICAS

Los animales más pequeños del mundo

 Por Juana Menna

En la provincia de Imbabura, al norte de Ecuador, hay un lago llamado Yahuarcocha, que en quechua significa “lago de sangre”. Es quieto, profundo, oscuro. Era lo primero que Susana veía cada mañana. Ella nació ahí hace veinte años. Su familia se disgrega cada tanto. Es que se acostumbraron desde muy jóvenes a cruzar fronteras buscando trabajo. Susana también. Primero fue a México con unos tíos. Y ahora está en Buenos Aires. Vive con otros tíos y sus dos primas en una pensión de la calle Brasil, en Constitución. Liliana y Delia hablan menos. Las tres venden artesanías en la zona peatonal previa a Florida, frente a la Legislatura.

Son unos animalitos mínimos. Están hechos con semillas huecas que remedan caparazones o cuerpitos, pintados con acrílico de colores. Las semillas tienen unos agujeritos en la punta. Por allí asoman las cabezas, hechas con planchas de cartón o madera. Se mueven por su cuenta a través de un hilito disimulado bajo el caparazón. Aunque todos son parecidos, exhibidos en fila sobre un paño gigante, no hay dos animalitos iguales. Tortugas, ranitas, caracoles y abejas mecen las cabecitas planas bajo la brisa que logra colarse entre el asfalto. Los que más le gustan a Susana son los que llama “pececitos Nemo”, parecidos a los de Disney y a unos que nadaban en el lago ecuatoriano.

Los ojitos, simples redondeles blancos con centro negro, les dan a los bichos expresión absorta. Claro, ellos han hecho un largo viaje, porque también llegaron de Imbabura. Susana y sus primas los trajeron en cajas cuando se mudaron a Buenos Aires, hace cinco meses, fabricados por los parientes que quedaron a orillas del lago, cerca de un volcán que a veces hace temblar el piso. Fue una semana entera en colectivos, bajando en un país y subiendo en otro con las cajas y los celulares llenos de mensajes de texto de gente querida. Susana mira de vez en cuando los de un tal John que decidió no borrar. Dice que le gusta Buenos Aires pero no tanto. Extraña esos días donde se iba con sus amigas a bailar a un pueblo llamado Ibarra, atravesando la ruta Panamericana, con declives, montañas, vegetación y un cielo limpio. También, los sanjuanitos que sus mayores saben tocar con guitarras cuando hay fiesta de carnaval. “John te amo, John te amo, John te amo”, escribe en el dorso de la tarjeta de subte.

A la noche levanta los animalitos de semilla, los guarda en un bolso tipo carrito y se vuelve con sus primas a Constitución. A veces tararea una canción de Britney Spears que tiene como ring tone. Otras, se aferra a los pasamanos atestados del subte mientras evoca los sanjuanitos, esas melodías prehispánicas hechas de agua virgen y ceniza de volcán.

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