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Viernes, 4 de septiembre de 2009

CRóNICAS

Paseando por las calles

 Por Juana Menna

¿Toda mi vida me la pasaré sola y encerrada en este departamento, con pánico de salir a la calle?, se preguntaba Guadalupe. Para responderlo hizo terapia y estudió psicología. Así descubrió que la fobia a los espacios abiertos es manejable. El secreto, le dijo su terapeuta, es enfrentar aquello que se teme y comprobar que a veces no es para tanto. Con el tiempo, conoció a un abogado mendocino, se embarazó y finalmente dejó su edificio de estudiante, blanco, pétreo, desde el cual cada mañana veía la avenida 25 de Mayo desde arriba. Ahora la mira desde abajo: cada mediodía pasa por allí caminando para llevar a su hijo Fermín, de un año, al jardín maternal de Perú y Finochietto.

Recorrer las calles sin temor a que los autos la aplasten le costó un tiempo. Ahora redescubre la ciudad, sus maravillas y sus acechanzas, porque lleva a su hijo a todas partes en un cochecito plegable Bebesit. “Este es un todoterreno liviano, de cinco kilos, que nunca te va a dejar a pie”, le aseguró la chica que le vendió el Bebesit usado a través del sitio web Mercado Libre. En ese momento Guadalupe no entendió muy bien lo de “todoterreno”, pero con el tiempo sí. “Mi percepción de la ciudad ahora es distinta porque si ando sola no me fijo en los pozos y la amplitud de las veredas, pero si ando con mi hijo, sí”, cuenta Guadalupe.

Ella y su familia viven en un PH de la calle Bolívar. El trayecto entre el jardín de infantes y su casa va cambiando: en la zona de Barracas las veredas son anchas, pero en San Telmo se angostan (ocupan un promedio de cuatro baldosas medianas, según pudo comprobar Guadalupe) y en consecuencia, la gente camina más apretada e inclusive anda por el borde de la calle esquivando autos. Ella hace eso si está sola, pero con Fermín y el cochecito, ni se le ocurre.

Por estos días, donde más se embarulla el paseo es en Perú al 800. Las veredas a ambos lados de la calle están rotas. En el lado par hay una parada de colectivos, que por la tarde se llena de personas ciegas que van a una escuela de la zona. En la vereda impar hay una obra en construcción cercada por enormes paneles de madera. Las ruedas del cochecito en general terminan hundidas en algún pozo y ¡zácate!, las de atrás se salen porque, evidentemente, el Bebesit comprado en Mercado Libre tiene más uso que el declarado por su primera dueña. Un obrero abre los paneles para que entre un camión cargado de ladrillos. Pasa el 24. Se cierran los paneles. Guadalupe acomoda las ruedas en su lugar y avanza con calma. “Que se apuren los que andan sin chicos”, piensa mientras enciende un cigarrillo y dice que, bueno, fumar delante de los/as niños/as no es buen hábito pero total Fermín no ve porque va mirando hacia adelante, sentado muy firme en la silla del cochecito.

Además, él les presta atención a otras cosas. En la esquina de Humberto Primo y Perú hay un bar con un mozo simpático que le guarda masitas y bombones minúsculos, de esos que se sirven junto al café. “Acá pasa tu fan”, le avisa Guadalupe al muchacho, que desliza golosinas en las manitos del chico y sigue rumbo con su bandeja en alto. Fermín también anda fascinado con una imagen un tanto más singular. En Perú al 1200 habita una Señora Rata, que suele asomar por una cañería del zócalo de la vereda y desde allí atisba el tráfico antes de cruzar hacia la vereda de enfrente. Es una aparición fugaz pero, al ver al animalito, Fermín adelanta los brazos como si quisiera agarrarlo por la cola y llevarlo como un curioso peluche. En esos momentos, Guadalupe también se siente feliz, dueña de la vereda que pisa.

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