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Viernes, 4 de diciembre de 2009

ENTREVISTA

El exilio va por dentro

Maud Daverio de Cox conoció el exilio en 1979, cuando junto con sus hijos y su esposo, el entonces editor del Buenos Aires Herald, Robert Cox, se vio obligada a dejar el país para seguir con vida. Cuando alguien “conoce” el exilio, nunca lo deja. A treinta años de aquello, esa experiencia que dejó marcas en los hábitos cotidianos, en el tono de la voz y hasta en los gustos, reaparece en forma de literatura en su nuevo libro de relatos El exilio y el otro.

 Por Ivana Romero

A comienzos del siglo XX su abuela irlandesa, Catalina de Boyle, enseñaba inglés a los hijos de los obreros fabriles en el partido de San Martín, al noroeste de Buenos Aires. Creía que una educación de excelencia no era patrimonio de ricos. Un poco más tarde, su padre italiano, Agustín Daverio, polemizaba con el ala masculina de la familia en su casa de Caballito. Creía que sus hijas en particular y las mujeres en general debían estudiar en vez de casarse. En la década del ’50 su tío militar, José Manuel de Olano, le presentó a Juan Perón, un hombre que a ella no le gustaba porque lo consideraba cercano al fascismo. Todas esas historias apasionadas y contradictorias bullen en la sangre de Maud Daverio de Cox.

“Mi marido, Bob, hubiera hecho lo que hizo de todos modos. Pero él quiso preservar a nuestra familia. Por eso a los pocos meses de la asunción de Videla me planteó que nos separásemos por seguridad. Yo dije que no. Decidí apoyarlo y acompañarlo porque la vida es así, a veces te obliga a tomar decisiones”, cuenta Maud, 78 años, ojos clarísimos. ¿Qué hizo Robert Cox? Denunciar en tiempo real los crímenes de la dictadura desde las páginas del Buenos Aires Herald, el diario del cual fue editor desde 1968 hasta 1979. Por su trabajo a favor de los derechos humanos, el señor Cox ha recibido varias distinciones y en noviembre fue declarado Ciudadano Ilustre porteño.

Cuando comenzó el Proceso, él fue a la Plaza de Mayo porque le contaron que de madrugada, en Casa de Gobierno, entregaban diez números cada día para que los familiares de los secuestrados pudieran averiguar dónde estaban sus seres queridos. Supo rápidamente que era un acto de cinismo. Sobre todo cuando se entrevistó con el entonces ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy. Le entregó listas de personas desaparecidas que iba armando con gente que golpeaba las puertas del Herald y el otro le respondió que las tiraría a la basura. Cox debió exiliarse en Inglaterra. Y con él fueron Maud, sus cinco hijos y su perro. El dice que pudo soportar el horror porque los ojos de mar clarísimo de su mujer eran un refugio donde respirar con calma. De hecho, la familia terminó instalándose en Charleston, una ciudad de Carolina del Sur con una costa amplia. Maud acaba de publicar su libro de cuentos El exilio y el otro (Dunken).

¿Cómo se conocieron con Robert?

—Había un colegio americano en Caballito, en Rivadavia al 6100, que hoy es el Lincoln en San Isidro. Mi madre me puso ahí porque pensó que debía saber inglés. Luego me dediqué a la música, además. Y quería estudiar medicina porque trabajaba como voluntaria en el Hospital Italiano. No tenía plan de casamiento. Mi padre decía: “No te cases a menos que estés enamorada”. Y también: “Si yo tuviera dinero, se lo daría a mis hijas, no sólo a mis hijos, porque para subsistir las mujeres muchas veces deben casarse con hombres que nos las respetan”. A comienzos de los sesenta conocí a Bob en una fiesta. Era medianoche y yo estaba por irme, cuando entró un chico con todo el pelo desordenado, que había perdido sus llaves. Las sigue perdiendo. Mi pidió el teléfono y salimos. En esa época, él ya era periodista. Había llegado de Gran Bretaña en 1956 y trabajaba en el Buenos Aires Herald. Supe estas cosas cuando fuimos a tomar el té a la confitería Lancaster. Bob me dijo: “Si algún día nos peleamos, vení al Lancaster, que te voy a estar esperando”. El asunto es que no nos peleamos y nos casamos a los dos o tres meses. Luego comenzaron a llegar nuestros cinco hijos. En el 1971 nació Ruth, la menor.

En su libro de memorias Salvados del infierno (2001, Gótica editora) usted cuenta sus sensaciones iniciales en la época de la dictadura y habla de un clima extraño que se fue enrareciendo aún más.

—Sí. En esa época ya vivíamos acá, en zona Norte. La casa fue un regalo de mi padre. El barrio era lindo pero no tan distinguido como ahora. De todos modos, sí, éramos medio burgueses. El ’74 y ’75 fueron terribles, había gente muerta en la calle. Yo pensaba equivocadamente que de ese desastre eran responsables los nacionalistas. Un día vino a verme un periodista del Newsweek y me dijo: “Estuve con los militares y me dijeron que la Triple A son ellos”. A mí me pareció un mal chiste. Cuando el padre Carlos Mugica fue asesinado en el ’74, fui a su entierro porque entonces era muy católica. Una mujer me agarró, me besó y me dijo: “Nos han sacado a todos y ahora nos sacan al padrecito, que era como Evita”. Ahí me di cuenta qué importancia había tenido Evita para los pobres.

Al inicio de la dictadura, mucha gente estaba contenta porque había un caos muy grande. Ahora se habla de violencia y sí, es una situación complicada, pero lo que sucedía en ese momento es incomparable y la gente se ha olvidado. A las pocas semanas, Bob me dijo que los militares estaban haciendo cosas raras. Mientras tanto sucedió la masacre de los monjes palotinos en julio del ’76. Yo no podía creerlo, pensaba que se trataba de extremistas que se habían vuelto locos.

Además supo de las madres que buscaban a sus hijos...

—Exacto. Bob recibía familiares en el diario. También venían a nuestra casa. Nadie más quería escucharlos. Así supimos, por ejemplo, de la desaparición de Marcos Arocena, porque su madre nos la relató, o del secuestro de niños como el caso de Anatole y Eva Julián Grisonas, que el Herald denunció en su tapa. Bob llegaba de madrugada, con noticias cada vez peores. A las cinco y media, yo despertaba a mis hijos para ir al colegio. Trataba de actuar con normalidad. Lo hacía con total conciencia. Hablaba con mis amigas, les decía que estaban desapareciendo gente y ellas no escuchaban. Respondían “qué lindos zapatos, qué lindos vestidos”. Así que sentí que tenía que seguir con una vida normal y actuar como la más burguesa, porque era el único modo de preservar a Bob, que los militares no pudieran decir nada de nosotros.

¿Sentía miedo?

—Sí, muchísimo. Yo sabía que nos querían matar. En noviembre de 1979 apareció una carta. Tenía el sello de Montoneros, pero en realidad fue escrita por la Side. Era para Peter, uno de mis hijos. Amenazaban a Bob y le aclaraban a Peter que ellos no se dedicaban “a desayunar niños envueltos”. Peter comenzó a llorar. “Quiero salir en helicóptero, me voy, abran el techo”, decía. Al tiempo, Bob se entrevistó con Videla, que cada tanto recibía a periodistas. Denunció las desapariciones y él le respondió que eran tiempos donde era necesario “hacer cosas fuertes”. Después, los militares lo fueron a buscar al diario y lo llevaron a la Superintendencia de Seguridad. Lo retuvieron unos días pero no de manera clandestina. Finalmente, nos exiliamos en la navidad de 1979.

¿Cómo continuó su vida?

—Estuvimos dando vueltas por Europa. Muchos diarios querían que Bob fuera a trabajar con ellos, pero la verdad es que, en ese momento, para nosotros lo importante pasó a ser cuidar a los chicos. Nos fuimos a Estados Unidos. Apareció la posibilidad de trabajar en el New York Times pero eso hubiera significado que mis chicos pasaran mucho tiempo solos. Así que Bob aceptó un puesto en el diario The Post and Courier, en Charleston, donde trabajó hasta 2008. Charleston era un lugar apático y para mí fue terrible al principio. Pero era lindo porque había mar. Mis chicos pudieron estudiar, ir a la playa y las puertas no se cerraban con llave. Eso era lo que necesitaban. Con el tiempo volví a estudiar música e idiomas. En la Universidad de Carolina del Sur obtuve un doctorado de literatura comparada. Además fui docente de literatura francesa y latinoamericana en el College de Charleston.

¿Cómo surgió su libro El exilio y el otro?

—Me pasé tres años hablando con personas exiliados de todo el mundo y tomando notas. Resumí esas historias en cinco cuentos. Cuando la persona se va para trabajar o estudiar, trata de adaptarse. Pero quien se exilia, no puede volver a su país. Entonces no sólo se adapta sino que debe cambiar, transformarse. Lacan dice que hay otro en todos nosotros, que el niño que ve su reflejo en el espejo, se imagina e idealiza. Mucha gente nunca se ve verdaderamente. Salir del país implica transformarse en otro. La persona que se adapta puede volver; la que se exilia, carga con todos los fantasmas. Para nosotros no fue fácil volver, aunque amamos este país. Mis hijos tuvieron que crecer de repente. Mientras sus amigos iban a las fiestas, ellos estaban pensando en las muertes, totalmente conscientes de las torturas. Todavía llevan esa marca.

¿De qué modo la modificó la experiencia del exilio?

—Quizás me volví menos inocente. Antes pensaba que había fórmulas para vivir, ahora creo que todo es más relativo. Con Bob vivimos una parte del año en Charleston y otra aquí. Algunos de nuestros hijos viven en Estados Unidos y otros, acá. Yo no tengo problemas en viajar. Puedo dormir en el piso. Hay gente que necesita su almohada. Esa es otra cosa que te da el exilio, que ya no tenés problemas mínimos. Un día podés ser rica y otra pobre. Un literato español me dijo: “Lo lindo cuando uno llega exiliado es no tener muebles ni nada. Uno vive de maletas y es tanto más libre”. En situaciones normales, una tiene que limpiar la casa, los muebles, cuidar sus vestidos. Si andás exiliada, te aceptan como sos.

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