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Viernes, 18 de diciembre de 2009

RESCATES

La fatal

Sarah Bernhardt (1844-1923), nacida y criada entre madres y tías prostitutas, la actriz más famosa de Francia, musa de dramaturgos y pintores, tenía una visión moderna y audaz sobre los modos de actuar en público tanto arriba como abajo del escenario.

 Por Aurora Venturini

Cuando finalizaron las guerras napoleónicas, un guerrillero llamado Bernard hurtó de Alemania a una chica llamada Julie Hart. De no suceder tal acto delictivo no hubiera visto la luz, en la Ciudad Luz, la Divina Sarah Bernhardt. Fácil es deducir que sumó los apellidos paterno y materno consiguiendo este resultado francoalemán. La nena, siendo bebé, fue entregada por Julie a una nurse campesina que se la llevó a su pueblo de Bretaña. Cursó Sarah cinco años campesinos. De día, la nurse la llevaba consigo a las eras, pero después de la última comida la dejaba encerrada “entre cuatro paredes en un cuarto helado”. Julie, cuando la nena cumplió 5 años, viajó a Bretaña y “me atrapó de un brazo sacándome del campo, y me internó en un convento de Grandchamps donde estuve diez años”. Recién a los 15 años retorna a la casa materna donde el ambiente la desequilibra por contraste con las formalidades adquiridas en el asilo: la madre frívola y amancebada con el señor Lancray; la tía Corine coqueteando con el conde de Morny, con quien termina casándose; las hermanas menores, frutos de intempestivos amoríos y descuidos sexuales de su madre. La tía Corine es, un personaje entre deleznable y cómico, ya que con su saber de amor nonsanto enloquece al conde y lo conduce al Registro Civil; las hermanas y ella misma, ya desaforada, participaban de sesiones horrendas en las que los visitantes ancianos “nos hacían saltar sobre las rodillas, ya fuera porque sintieran fiebre paternal, o por ver encarnado en nosotras el pasado de nuestra madre, experimentando cierto deseo complicado o alguna compasión beatífica por ella”. Sarah cuenta con irónica amargura que cobraba por el manoseo y con ese dinero se compraba peinetas, golosinas y chucherías. De pronto un día su padre resuelve heredarle trescientos mil francos. Ese mismo día ocurre “mi primera actuación teatral aunque doméstica porque grité: usted no tiene por qué darme dinero... lo grité en un mar de llanto... lo grité dentro de un amasijo de lágrimas ...y lo acepté con creces”. Teatro puro. Sarah empieza a habitar un universo paralelo, forma de huir del que pisa. Por un momento recuerda a la Hermana Odile, la monja preceptora que intentó enseñarle el buen camino desde su mentalidad ingenua y monjil. De seguir los ejemplos de Odile su vida se encarrilaría por otras vías. Por suerte no. Ella sabe que no es del tipo de las mujeres en boga, es demasiado flaca y huesuda en esa época admirativa de damas rollizas con hoyuelos en los codos. No las envidia y no la seduce convertirse en ama de casa hogareña. Se sabe de memoria el texto de “Las dos palomas”,de Lafontaine y lo declama estrenando su voz de oro que de tal modo la definieron sus críticos: la voz de Sarah Bernhardt de agudos celestiales y graves infernales. La artista nata suspira con ingresar al Teatro de la Comedia Francesa. Durante sus fervorosos estados vocacionales la asiste la viuda Girard, buena señora a quien llama “mi pequeña dama”; compañera asesora de esta muchacha terrible que elige dormir dentro de un ataúd que traslada a su habitación y en el cual dormirá desde los 16 años y hasta la eternidad. Sarah desprecia a las mujeres a las que considera horizontales “alfombra de los hombres”. Ella es y será siempre vertical y distante. Nos atreveríamos a calificarla mujer fatal, ya que conquista sin ser conquistada; abusa sin ser abusada, se deja admirar sin admirar a nadie. Tiene para sí misma el ejemplo de Danton quien con la modulación de su voz dominó al Comité del Terror y a los inquisidores. Sarah actúa frente al espejo. Se apodera de la obra de Racine y con su poder de voz y de voces, se apodera de la obra de Victor Hugo y de él mismo en cuerpo y ánima. Entró a la enorme sala de la Comedia rindiendo examen con la obra Alma del Crepúsculo, de Casimir de Delagne y aprobó; luego representaría Ifigenia. Si le preguntan por sus devaneos amorosos, Sarah no tiene problemas en responder: “Me he complacido con muchos hombres guapos y con muchos hombres feos, sin sentirme por ello en modo alguno inferior a las burguesas que sólo conocieron a uno; ni tampoco superior. En todo caso mi curiosidad, mi fantasía, mis caprichos, siempre se vieron satisfechos al mismo tiempo que mi apetencia de placer. Que el juicio de los hombres y de los siquiatras me juzgue”.

El anecdotario sudamericano recala en Brasil donde la Diva abusa al emperador; en Paraguay, hace lo mismo con el gobernador. A Leconte de Lisle le “bajé los humos y después lo consolé recitándole sus propios versos y el viejo y entonces noble vate perdió el orgullo que lo hacía aparecer distante...” A fines de los años mil ochocientos estuvo en Buenos Aires y brilló en La Plata, donde aconteció el hecho oscuro que narra un letrado geronte platense ya desaparecido. Ella agonizaba en la Dama de las camelias. Justo es recordar que las agonías, aun las de Greta Garbo en Margarita Gautier, eran actos de nunca acabar, con ojos en blanco y un mar de lágrimas. Tentado durante la extensa la agonía un espantoso jovenzuelo del público estruendó un cuete de cuerpo. Sarah Bernhardt siguió muriendo la muerte de Margarita haciendo brevísimo cambio de libreto: Cochon (chancho) le gritó al atrevido. El geronte me contó que esa noche los jóvenes platenses que asistieron al Coliseo no durmieron buscando al sinvergüenza. Le pregunté para qué lo buscaban... Y el respondió: para matarlo.

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