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Viernes, 22 de enero de 2010

URBANIDADES

Ninguna víctima

 Por Marta Dillon

La Presidenta mira al vacío. Tiene el mentón erguido y el gesto grave. Tiene, además, un moretón en el ojo y una supuesta herida bajo la boca resguardada por dos apósitos. Con esos agregados –que la revista Noticias aclara son producto de un fotomontaje–, el gesto y la mirada se resignifican: se convierten en la clásica estampa –estereotipada estampa– con la que, al menos hasta la década del ‘90, se graficaba cualquier nota periodística que tuviera que ver con la violencia sexista. Eran tiempos en los que todavía estaba fresca una campaña televisiva del producto Piña Colada en la que una mujer, también con el ojo en compota, pedía que le dieran “otra piña”. Eran tiempos en que no había, como ahora, una ley integral para erradicar toda forma de violencia hacia las mujeres, incluyendo violencias menos visibles como la económica, emocional o la que suelen sufrir las mujeres dentro de consultorios ginecológicos o en la sala de partos, ambos momentos de alta vulnerabilidad. Eran tiempos –no del todo pasados– en que a la violencia contra las mujeres se le decía violencia doméstica. Una manera más de borrar la problemática de la agenda pública y situarla dentro de las cuatro paredes de una casa, allí donde se supone no se debe mirar.

Esa clásica estampa no era inocente, como evidentemente tampoco es inocente el fotomontaje en la tapa de la revista junto al título “El negocio de pegarle a Cristina”, destacando la palabra “pegarle” con una tipografía sensiblemente más grande. Mostrar el ojo morado, así como el gesto grave y ausente, construyen a una víctima, a alguien que soporta el dolor y es capaz de exhibirlo tal vez como una manera de pedir ayuda. Y también, por qué no, cubre la dosis de morbo de quienes intuyen que detrás de la cicatriz hay razones para el golpe, que las mujeres deben ser ajusticiadas, un pensamiento que suele flotar, inconfesable, en el aire y que hasta puede encontrar voceros, como ese arzobispo español que dio piedra libre a los varones que abusen de una mujer que ha abortado. Ellas cometieron un crimen aberrante, ellos tienen “piedra libre” para abusar de sus cuerpos, dijo el arzobispo.

¿Por qué mostrar a la presidenta de la Nación como a una víctima, como a una mujer golpeada? ¿Es posible evadir la asociación, la marca de género impresa en esa imagen? ¿Cuál es la cuota de morbo que se deposita en mostrar a una mujer poderosa, con capacidad de decisión y capacidad en general como a la que es “negocio” pegarle? ¿Cuánto del mensaje que se envía de este modo a Cristina Fernández de Kirchner llega al resto de las mujeres, cuánto hay de aleccionador hacia el género en la exhibición del pagarás con dolor la osadía de haberse atrevido? La imagen, por supuesto, se complementa con una nota en la que la Presidenta grita, se sale de quicio, pelea con su marido y se encabrita porque siente que la tratan de boluda. Todo, en definitiva, ajustado al guión clásico de causa y consecuencia que la violencia machista construye para exculparse.

Más allá de los aciertos o desaciertos del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la revancha machista contra su figura –cabe aclarar que “machista” no es una palabra que aluda a un género en particular sino a un sistema de poder al que se rinden tanto varones como mujeres– de mujer poderosa y encima sexuada encuentra siempre un capítulo nuevo. Y su mensaje no está dirigido sólo a la Presidenta si no a cualquier mujer que cometa la osadía de atreverse a disputar poder.

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