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Viernes, 2 de abril de 2010

CINE

El vuelo de la mosca

La mosca en la ceniza, el nuevo film de Gabriela David, expone –con belleza narrativa y sin concesiones– la realidad de la trata de mujeres. Con un elenco de jovencísimos talentos, la película no omite escalafón: la madama, el cliente, el vecino, las responsabilidades.

 Por Guadalupe Treibel

Hay, en campo abierto, un truco rural que no admite duelo: el de la mosca ahogada que, puesta en ceniza, sacude las alas y, sin más, revive. Después del agua y el fuego, la resurrección concreta. Y la posibilidad como alegoría. Si la mosca puede... ¿quién más podrá? En la línea de la oportunidad (la que no es y engaña, la que es y activa), se pasea La mosca en la ceniza, el nuevo trabajo de la realizadora, guionista y productora Gabriela David (Taxi, un encuentro, 2001).

La historia es una, la de muchas veces: dos chicas –Nancy (María Laura Cáccamo) y Pato (Paloma Contreras)– conocen a la vecinita de pueblo que les hace el entre para viajar a Buenos Aires y trabajar como mucamas en un hogar “bien”. “A 800 pesos por mes con casa y comida ¿Les parece poco?”, pinchará la entregadora. Nancy quiere ir, hacerse unos pesos, estudiar; Pato –leal y casi analfabeta– sabe seguirla.

Una busca “mejorar”; la otra no sabe bien qué busca y, ante la duda, su madre le dará el empujoncito final: “Cuantos menos seamos, mejor. Además, ya estás grande para no hacer nada”. La (triste) realidad de los bajos recursos en las familias numerosas. Al colectivo de larga distancia entonces, que ya son dos para la ciudad. O, mejor dicho, tres. Porque al dúo dinámico lo acompaña Oscar (Luciano Cáceres), el “capito” de burdel que las lleva a destino.

“Acá uno se puede perder”, dirá –con hermosos ojos desorbitados– la Nancy frente a las luces urbanas que se encienden. Nancy es inocente, no ve más allá; parece una nena en cuerpo de grande, capaz de jugar con moscas y jarros por horas. David no demora el relato; falta poco para que ambas tengan el panorama completo...

Porque el monótono cantor melódico Oscar las deposita en una zona coqueta de Capital donde, sobre la calle Agüero, una puerta abre la –otra– cara de lo que sesabeynosedice: el espacio del cuerpo que desaparece, el prostíbulo (o, dicho sea de paso, la versión 2.0 del centro de detención clandestino), donde las espera la mala malísima Susana (Cecilia Rossetto), una madama inescrupulosa y asexuada que, de buenas a primeras, las introduce en su nuevo “trabajo”. No sin antes sorprenderse porque las chicas tienen documentos...

“La idea nunca fue contar la historia en registro documentalista, crudo o muy realista; no era cuestión de estar exponiendo lo que uno objeta. Por eso aprovechamos los recursos narrativos para construir un ambiente opresivo y dar, a través de climas y sonidos, la sensación de sexo constante, sin mostrarlo”, explica la directora a Las 12 sobre su segundo trabajo, premiado en los festivales de Huelva y Kerala. Su ópera prima, Taxi, un encuentro, ya había ganado once premios internacionales en 2002.

Sobre el puntapié inicial de la película –escrita en 2005 y filmada durante poco más de un mes a fines de 2008–, una noticia local accionó como disparador. “El guión partió de un caso real ocurrido en pleno barrio de Belgrano, donde una chica logró escapar de un burdel y tuvo la entereza de torcer su destino y avisar a una vecina. Pero la pregunta es ¿nadie vio o escuchó nada? Esa indiferencia remite a nuestra época de plomo y es parte de la idiosincrasia argentina”, asegura David.

El “también pasa a la vuelta de la esquina” la llevó a ubicar el prostíbulo de La mosca en la ceniza en Barrio Norte, a centrar el horror puertasparadentro en un contexto de lo más shockeante. Porque, mientras las chicas sufren la tortura, la explotación sexual y las marcas en cuerpo propio, el afuera es puro contraste: las señoras high class pasean a su perro, el florero riega, el policía mira para otro lado... Esa sutileza en la mirada arrima un batacazo certero y sin concesiones que no cae en el golpe bajo. Hay una poética rota que La mosca en la ceniza preserva y realza.

“Desde mi condición capitalina y burguesa aprendí que la trata no es algo que ocurra en rutas en medio de la nada. Son chicas apropiadas que remiten a los desaparecidos, no desde el terrorismo de Estado pero sí desde la inactividad de decisión política”, resalta –a puro pulmón– la realizadora, cuyo libro cinematográfico fue seleccionado en 2007 para participar de la Fundación Toscano/Sundance Institute que se realizó ese febrero en México.

Amigas son las amigas

Obviando las etiquetas, La mosca en la ceniza no pretende asumirse como un film de denuncia. “Quería contar la historia de una amistad femenina porque la lealtad en cine siempre está vinculada al universo del hombre”, asegura David. Para la talentosa Cáccamo –revelación inapelable en su rol de Nancy–, se trata de calar hondo en el comportamiento humano, en un universo donde el encierro anula y vuelve al malo “un villano doloroso”. “Es una red y una transa, como la droga”, dice la actriz. Y agrega: “El arte muestra lo que está pasando, para bien o para mal. Una defiende la causa desde su lugar; en mi caso, desde la actuación”.

Para recrear en pantalla esa amistadparasiempre, Cáccamo y Contreras tuvieron ensayos previos a la filmación, con escenas varias de improvisación. También participaron de manifestaciones y estuvieron en contacto con organismos contra la trata de personas. El resultado salta a la vista, con la verosimilitud al orden del día.

Claro que sus personajes –estas dos jovencitas traídas a puro engaño y obligadas a “trabajar”– no reaccionan de manera similar frente a la patética realidad de infierno de cabaret: Pato se niega y, aún padeciendo amenaza y trompada limpia, resiste en la posición de no entrega. Nancy, en cambio, se adapta como instinto de supervivencia. La inocencia la inunda aunque –detrás de la aparente simplicidad– esconda un batifondo potente. Porque que el personaje pueda amalgamarse al abuso impuesto, habla de un cuerpo (pre) marcado, de algo entrenado para no sentir tanto dolor.

Desde lo actoral, Cáccamo (que fuera alumna del difunto maestro Miguel Guerberof y actuase en El Castillo, de Kafka, entre otras producciones) explica que la apuesta fue no caer en el cliché de “nena boba” o “jovencita del interior”. Y la intentona surtió efecto. Porque, desde la contextura pequeña y la voz particular, María Laura compuso la heroína menos pensada. “Nancy se diferencia del resto, tiene otra línea de pensamiento –explica–. La compuse de adentro para afuera, hablando con una psicóloga que nos asesoró. Porque en el guión ya estaba definido que había algo que ella no podía traspasar. Entonces buscamos las causas de esa limitación y llegamos a tres posibilidades: que cuando era chica, se cayó y le pasó algo en la cabeza, que sufrió mala alimentación, que le faltó educación.”

El personaje de Paloma Contreras (que trabajó en apuestas como Teatro X la Identidad, El niño pez en cine o Tratame bien, en televisión, entre otros), en cambio, tiene otros matices. En palabras de David, la directora, su Pato es “idealista”: “Cree en la evolución personal, no material, y en la educación como arma de progreso. Se resiste totalmente a que le dobleguen la voluntad, su ideario”.

Sobre efectos, Cáccamo reconoce que la entristeció “colgar” su personaje, una vez terminado el rodaje. “Nancy me hizo volver a creer en la inocencia. Cuando uno crece, se vuelve cínico pero ¿por qué hay que dejar de creer en la palabra del otro?”, se pregunta la actriz nacida en Viedma que, terminado el secundario, viajó a Bahía Blanca para estudiar actuación. ¿Próxima parada? Capital.

Noche de perras

Mención aparte merece la madama perrísima compuesta por una Cecilia Rossetto irreconocible que, corajuda, se despidió del glamour para dar carne a Susana, la mujer que –junto a Oscar– regentea el prostíbulo de Barrio Norte. “En mis conciertos y en lo actoral, siempre hice papeles de chica buena que despierta la simpatía del hombre. Habituada a la sonrisa fácil y al juego de seducción, me preocupó cómo componer mi personaje”, reconoce la mujer que, en su último espectáculo –Concierto Amoroso– recorrió un exquisito repertorio de boleros, tangos y poesías mechándolos con anécdotas –en primera persona– de La Habana o Cartagena de Indias.

Entusiasmada con el guión y comprometida con la causa, Rossetto dio vía libre a la metamorfosis. Sobre el proceso, cuenta: “Contrariamente a lo que me enseñaron en las escuelas de actuación, conformé a Susana de afuera para dentro. Me preocupaba mi cuerpo, mi cara. Entonces tomamos la decisión con Gabriela (David) de no ponerle a mi personaje ni una gota de maquillaje, de que tuviera todas las marcas que tengo. Si la hacía cruel y completamente desnuda, podía conseguir una mirada gélida”.

Sí que lo consiguió. Desde la blanquísima tez de encierro, los ojos fríos, la voz vencida, el fisique du rol encontró en esta reversión de Rossetto el punto justo. “Saqué panza a lo bruto, comiendo seis panqueques al día con cerveza”, relata sobre su ¿masculinizada? ¿deshumanizada? versión de madama. “Hay una construcción desde la camisa, el pantalón, los mocasines de hombre. Pero como, a su manera, tiene su sexo con Oscar, nos pareció que, más allá de la panza y la ropa masculina, tenía que tener tetas, para que diera una cosa más perversa”, agrega la mujer que se entregó de lleno en ser “alguien detestable” sin matices, porque “está matando nenas”. “Merece el encierro absoluto”, remata sobre su personaje.

Desde el compromiso social, no es novedad que Rossetto cree que la formación artística puede beneficiar una causa. “¿A quién le puede interesar el arte por el arte mismo? Tenés que abrir conciencias y corazones. Y eso ya es bastante ¿no?”, pone en palabras la mujer que este verano hizo dos films más (de contenido, claro): El Rati Horror Show, de Enrique Piñeyro, y La mala verdad, de Miguel Angel Rocca, sobre el abuso de un abuelo a su nietita.

Y otras chicas del monton

Como toda “empresita” cruenta, el prostíbulo de los apropiadores de cuerpos necesita más chicas para funcionar. De ahí que el cabaret de Susana y Oscar sume otras víctimas a su engranaje. Todos uniformadas (las botas siempre puestas, la cara pintada, los labios rojos), todas rebautizadas por sus carcelarios (los apelativos son ficcionales; no sólo el cuerpo roba el ladrón), poco sabemos (mucho intuimos) del “ejército de reserva” que completa el staff estelar: Está la Rubia (la preciosa Vera Carnevale), está Vanesa (la certera Dalma Maradona), está Denis (la teen Ailín Salas).

Salas, que con sólo 16 años ya trabajó en películas como La sangre brota, XXY o El niño pez, cuenta que su acercamiento a Francisca “Denis” fue instintivo y se alegra de que “sirva para contar algo”. Lo cierto es que su aparición en pantalla quizá sea uno de los más impactantes de la cinta porque pone otro hecho sobre el tapete: el abuso de menores, como una cara (más, ¿la peor?) de la trata de mujeres, de la esclavitud sexual. “Viaja desde otro país para ayudar a su familia sin recursos pero tiene la mala suerte de toparse con esta gente que la engaña”, describe Ailín sobre su Denis.

Pero así como su personaje busca una salida, el de Dalma Maradona pareciera haber claudicado en la intención. ¿Ha entrado del todo en la lógica enferma propuesta por sus carcelarios? ¿Cuánto tiempo lleva ese cuerpo quebrado siendo víctima de la sexplotación? “Perfectamente en un futuro podría quedarse a cargo del boliche; por eso les enseña a las otras”, ofrece Rossetto. Otro color para el abanico de posibilidades, amén de la diversidad de lecturas y chicas expuestas.

El cliente: otra forma de protagonismo

Un –último– factor termina de hacer de La mosca en la ceniza una película necesaria que da voz a una situación plausible: El que cierra la cadena de montaje. El “cliente”.

De buenas a primeras, el film muestra al mozo del bar de enfrente, José, un hombrecito desdentado que, sin dientes, que repite su trauma con base a líquidos a cuanta persona le preste la oreja, representado al seseo por un Luis Machín magistral. De buenas a primeras también, vemos que el mozo José toca la puertita del prostíbulo y vemos que compra el horror. En palabras de David: “Es un pobre tipo que tiene su batalla personal y termina cubriendo y sosteniendo, desde la indiferencia, la cadena”.

El mozo José compra sexo, sí, y sueña –entre pobres coqueteos a Nancy– con enamorarse. Pero ¿qué pasa cuando se pincha una ilusión de azúcar y sale la crueldad del centro clandestino? ¿Quién quiere salvar a estas chicas? ¿Quién puede? ¿Será que el hábito no se rompe jamás? ¿Será que todos prefieren pasear el perro, regar las plantas, mirar para otro lado...? Otra vez la condición humana, la idiosincrasia nacional, la descripción de un patrón que se repite.

“Hay oferta porque hay demanda”, destacan al unísono actrices y directora. Porque “irse de putas” –en jerga de macho– es llenar el tanque que hace que la rueda gire.

Mejor si hablar de ciertas cosas

Como segundo negociado más redituable de mafias, la trata de personas existe hace ratísimo y es tremendo negociado. No es novedad que chicas del interior, de países limítrofes, de la propia Capital se esfuman de la faz de la tierra a cada rato. No es novedad que, en los casos de reapariciones, el estigma social –“esa fue prostituta”– es tan fuerte que se demoniza a la víctima. Para variar...

Pero, al menos, la gente comenzó a incorporar la trata como tema, como problemática social. Y la ficción ha hecho su buena parte en torcer la situación. En 2008, la tira Vidas Robadas contó la historia de la secuestrada Juliana Míguez (en el cuerpo de Sofía Elliot), su cosificación y pasaje, su traslado por los circuitos de la red mafiosa. Y estuvo la otra parte, la de lucha de madre que busca. Y encuentra.

David reconoce que posiblemente el culebrón de Telefe haya habilitado el tema para el gran público. “Pero les cuesta involucrarse con este tipo de cuestiones, más por cómo está encarado el cine hoy en día, tan derivado al entretenimiento. Para mí, el cine es otra cosa: es posibilidad de reflexión. El tema es que los exhibidores nos dejen mostrarla, a pesar de los tanques norteamericanos y otras películas menores. Porque, en el año del Bicentenario seguimos más dependientes que nunca. Los ’90 nos arrasaron culturalmente y estos son los resultados”, remarca la realizadora.

Con todo, no descarta otro posible “uso” de la película. “Muchos militantes contra la trata quieren que el film sea de interés cultural porque les parece que funciona muy bien de manera preventiva. Nunca imaginé esa posibilidad pero me encanta. Si puede servir para difundirse en colegios, sería maravilloso”, proyecta la directora. Que así sea.

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“Quería contar la historia de una amistad femenina porque la lealtad en cine siempre está vinculada al universo del hombre” Gabriela David
 
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