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Viernes, 14 de mayo de 2010

ADELANTO

Voyage, voyage

“Música” es el primer relato de Compañeras de viaje (Anagrama), el nuevo libro de Soledad Puértolas. Este recuerdo de aquellas vacaciones familiares en las que la protagonista vivía tan incómoda como joven, forma parte de una serie de escenas centrada en la relación de las mujeres con los traslados. Solas o acompañadas, por alguna pasión o por matar un aburrimiento, en busca de un amor perdido o para perderlo, las protagonistas de estos cuentos encuentran en el viaje algunas claves de su lugar en el mundo.

 Por Soledad Puértolas

Cuando llegaba el verano y los niños eran pequeños, empezábamos a pensar en el largo viaje a Galicia, en todos los problemas que el viaje planteaba. Antes de nada, habría que decidir, un año más, si iríamos a la casa familiar o buscaríamos algo por nuestra cuenta. Los inconvenientes de ir a la casa familiar eran obvios y si un año íbamos, al siguiente no nos quedaba el menor atisbo de ganas de volver. Pero buscarnos la vida por nuestra cuenta tampoco era un asunto sencillo. Había que ponerse a pensar meses antes de que llegara el calor y nos dejara atontados y sin recursos, de lo contrario, ya estarían comprometidas las casas de alquiler más interesantes. Por falta de previsión tuvimos que pasar más de un verano en Madrid, haciendo breves escapadas a un lado y a otro.

Una vez tomada la decisión de pasar el verano en Galicia, ya fuera en la incierta casa de alquiler apalabrada hacía meses o en la agobiante casa familiar, estaba el asunto del coche. Durante aquellos años, fuimos propietarios de una sucesión de coches, a cual más quebradizo. En diferentes tramos del largo viaje a Galicia, aquellos coches se detenían, con una insultante falta de consideración sobre la posibilidad de que hubiera o no talleres de reparación cerca. O de que fuese domingo y estuvieran todos cerrados. Hubiéramos debido viajar siempre en días laborables, por el asunto de los talleres. Pero cada vez que emprendíamos el viaje, nos olvidábamos de la amenaza de la avería –bastantes cosas teníamos que resolver antes de ponernos en marcha– y nos lanzábamos a la carretera, casi siempre en domingo para evitar los camiones.

Uno de los coches que más problemas nos dio fue un viejo Saab que había pertenecido al padre de mi marido. Era un coche muy bonito, marrón metalizado, que nunca funcionó del todo bien, era el típico coche del que se decía que había salido mal. Pero nos gustaba mucho, no sólo porque tenía una línea muy elegante, sino porque era grande y cómodo. Hasta el momento, habíamos tenido un Seat 800, un Diane y un Seat 127.

En el viaje que se destaca ahora en mi memoria, uno de los inevitables y larguísimos viajes con avería, viajábamos dos adultos –mi marido y yo– y tres niños, mis dos hijos, de dos y siete años, y un amigo del mayor. No llevábamos el remolque con el pequeño velero de mi marido que, junto con los perros, se incorporó a nuestro viaje, también con avería, del siguiente año, cuyo punto de destino fue el más lejano de todos –habíamos alquilado una casa al borde del arenal de Abelleira, junto a la ría de Muros–, y que fue uno de los veranos más tranquilos y felices de aquella época. Pero en esta ocasión nos dirigíamos a la casa familiar.

El coche estaba abarrotado, lleno de maletas y bolsas, y yo no podía evitar pensar en nuestro parecido con la popular historieta de la última página del TBO, “La familia Ulises”, que tanta vergüenza ajena me había producido cada vez que mis ojos se topaban con ella, en aquellas remotas mañanas de domingo de mi infancia, cuando la lectura del TBO era un rito en el que pensaba, ilusionada, durante la interminable semana colegial. Al fin, el rito se cumplía, aun cuando yo todavía tenía que esperar un poco más, mientras me distraía con cuentos también comprados en el quiosco, después de misa, porque el TBO no llegaba a mis manos hasta que mi hermana no lo había leído de cabo a rabo. Los dos años que la separaban de mí le concedía, entre otros, el privilegio de ser ella la primera en leer el codiciado TBO. Yo esperaba, resignada, algo resentida, pero sabía que al fin el TBO sería enteramente mío, por mucho que mi hermana se demorara, quizá para hacerme rabiar. Pero “La familia Ulises” me producía un gran rechazo. Era absolutamente grotesca. Siempre andaban de un lado para otro, todos juntos, niños, mayores, ancianos, animales –el pavo de Navidad, una gallina que luego serviría para hacer caldo, un loro que alguien les había regalado o encasquetado a última hora...–, camino de quién sabe qué lugar, el pueblo del padre o de la madre. Se desplazaban en una pequeña camioneta que llenaban hasta el techo, sobre el que luego colocaban toda clase de bultos, atados con cuerdas variopintas. Parecía mentira que al fin cupieran todos en aquella traqueteante camioneta –más bien era como un autobús de los de entonces, pero en pequeño– que levantaba a su paso manifestaciones de burla. “La familia Ulises”, evidentemente, no era un modelo apetecible. He aquí que, al cabo de los años, yo estaba representando una de las escenas más recurrentes de aquellas historietas.

Como la mayoría de los niños de la época, mis hijos tenían pasión por la música. Sus gustos musicales no coincidían, porque pertenecían a generaciones distintas, por lo que surgían inevitables peleas para establecer turnos más o menos equitativos para sus casetes. Pero en aquel viaje el pequeño era aún muy pequeño y todos nos plegamos a los dictados musicales de mi hijo mayor y, más aún, a los de su amigo, que sentía fervor por Simon y Garfunkel.

Parecía que, entre empujones, las migas de pan de los bocadillos, las salpicaduras pegajosas de la Coca Cola, la música machacona, combinado todo con la eterna pregunta, ¿cuánto queda?, el viaje estaba resultando un éxito –habíamos atravesado ya Castilla–, cuando, en Verín, donde habíamos parado para tomar nosotros un café y los niños sus refrescos y sus tigretones y panteras rosas –aquellos espantosos bollos rellenos de crema de chocolate o de fresa a los que eran adictos–, el motor no quiso, después del breve descanso, volver a funcionar. Era una de las averías clásicas del Saab, por lo que no suponía una verdadera sorpresa, pero eso aún la hacía más fastidiosa, ¿cómo habíamos sido tan imprudentes?, ¡no hubiéramos debido parar!

Debían de ser alrededor de las seis de la tarde, hora más, hora menos. Un calor de muerte. Por fortuna, no era domingo y encontramos un taller. Llamamos por teléfono desde el bar, vino la grúa y se llevó el coche averiado. Mi marido se fue con él. Los niños y yo nos quedamos en el bar. Aquel rato a mí se me hizo interminable, pero no a los niños, que se gastaron todas mis monedas en la máquina de los discos, de la que una vez, por error, salió una ranchera cantada por Rocío Dúrcal que, por alguna razón, les gustó, y durante ese verano y el siguiente, el de Abelleira, siempre que íbamos a un bar la buscaban en la máquina y nunca dejaban de ponerla al menos un par de veces. Al cabo, apareció mi marido y nos comunicó que, como ya era muy tarde y había que ir a buscar no sé qué pieza a no sé qué lugar, el coche no estaría listo hasta la mañana siguiente. Había que hacer noche en Verín, lo que suponía, por encima del trastorno, un claro desequilibrio para nuestro presupuesto.

No sé si era finales de julio o principios de agosto, en todo caso no resultó fácil encontrar habitaciones. Al fin, en el parador nacional nos ofrecieron un acomodo de urgencia –eso dijeron– en un ala que aún no se había inaugurado. El parador se encontraba a unos kilómetros del centro de Verín. Tuvimos que ir al taller a coger parte del equipaje, lo que necesitábamos para pasar la noche. Los niños, no sólo sus bolsas, sino toda su música. Un gran transistor y los innumerables casetes. Un taxi nos llevó hasta el parador.

Curiosamente, las horas pasadas entre la cafetería, el taller y el taxi, con mi hijo pequeño en brazos y a veces llorando, cansado o aburrido, y mi hijo mayor y su amigo pidiéndome constantemente monedas para la gramola y jugando a perseguirse, a empujarse, a hacer rabiar al pequeño, me traen ahora un aire placentero, como si todos esos lapsos de tiempo no hubieran estado impregnados de inquietud ni de cansancio. Quizá sea porque estoy segura de que tanto mis hijos –a pesar del llanto esporádico del pequeño– como el amigo del mayor se lo pasaron muy bien y yo, con el tiempo, haya hecho mío su bienestar.

Luego, en la habitación destartalada del parador nacional, pusieron su música. El “Puente sobre aguas turbulentas”, cien veces más. Tengo la vaga idea de que mi marido, a la hora de la cena, se llevó a los mayores al comedor y yo me quedé en el cuarto con el pequeño. Imagino que nos traerían algo para cenar. Cuando ya estaban los niños, los tres, en la cama, dejamos abiertas las puertas de los cuartos –no había nadie más en aquella ala, era cierto, como nos habían dicho, que aún no estaba terminada del todo y que habían preparado las habitaciones sólo para nosotros– y salimos a respirar el aire de la noche.

Recuerdo ese momento de calma en la noche estrellada y la sensación de que todo estaba en orden y que, en medio de todo, era bueno que el viaje durara tanto. Pero lo recuerdo con música de fondo, no con la que ponían en el radiocasete del coche nuestro hijo y su amigo, ni siquiera con la que, en cuanto tenía una oportunidad, ponía mi marido, las inacabables canciones de Bob Dylan.

¿Qué música suena allí, alrededor de este recuerdo? Era una música lejana, como si viniera de un merendero, de una fiesta al aire libre, una música que no tenía nada que ver con nosotros, y quizá por eso la retuve. Era una música que se dirigía a mí, hacia el centro de mi ser. Vagamente pensé, mientras me llegaban oleadas de aquella música que no era la que le gustaba a mi marido ni a mis hijos ni a sus amigos, que a mí no me había dado tiempo de saber qué clase de música me gustaba.

Aún era muy joven y no lo sabía. Sentí nostalgia por la parte de mi juventud que había dejado atrás, por fiestas al aire libre que no había vivido, por un tocadiscos instalado sobre una mesa baja en el garaje de una casa de verano una noche con olor a mar. Y me dije que había algo en esos viajes interminables que estaba bien, que me gustaba.

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