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Viernes, 21 de mayo de 2010

COLECCION BICENTENARIO

Los objetos acompañan, señalan, se vuelven imprescindibles, de deseo, de consumo, y también delatores. Los hay para la dama y para el caballero, para la socialización de las niñas y de los niños, para el ama de casa, para salir, emanciparse, liberarse, sentirse mujer, llegar a serlo. A la hora de revisar estos 200 años de historia argentina, como obligan los fastos del Bicentenario, se presenta aquí esta serie de objetos nada azarosa. Iconos de la feminidad desde la Colonia al presente, sometidos ahora a un ejercicio de disección, de nostalgia y de crítica.

 Por María Moreno

EL PEINETON

¿Hasta cuándo promocionarán la serie de litografías de Hipólito Bacle en donde las damas se trenzan por los peinetones como ciervos machos con los cuernos? Alguna versión académica, lejos de considerar al peinetón como objeto de las proto-fashion-victim, ve en sus medidas, que llegaron a ser imposibles, el signo del deseo de las porteñas por expandirse en la vida pública. El original de carey a la inglesa o a la francesa, de tamaño discreto o cobarde, en versión nac and pop, de asta de vaca, formó parte del body art primero. Su gratuidad –no corregía ningún defecto, no hacía coquetear como el lunar postizo ni rejuvenecer como el polvo de arroz–, al igual que la de los posteriores zapatos con plataformas, tan parecidos a una plancha a carbón, formaba parte de la autodisciplina femenina que, contrariamente a lo que se piensa, no se le impone desde afuera sino que hace de cada mujer una dictadora de sus proveedores como aquel lejano y español fabricante que –como el azar tiene esos chistes– se llamaba Manuel Mateo Masculino.

EL ABANICO

Como principal, el de Mariquita Sánchez de Thompson, no laquecantóelhimno sino la que se casó sin permiso, a los catorce años, obligando al virrey Sobremonte a dar su autorización (¿el único acto de coraje de éste?), la salonera conspirativa en casa y en exilio, la escritora graciosa y brillante que a Sarmiento le dio ganas de violar de puro deseo, la performer atrevida que fue a una fiesta con su hijo Juan, los dos disfrazados de Adán y Eva.

En el lenguaje del abanico, Mariquita no decía “¿Cuándo podré verte?” (cuando lo tocaba cerrando el ojo derecho) sino “Reyes es un agente de Oribe y de Rosas”, o “prometo casarme contigo” (cuando lo cerraba lentamente) sino “Lavalle trabaja con actividad” o “espérame” (cuando lo abría totalmente) sino “Se han embarcado varios hombres de la revolución para ir al Cerro”.

Uno de sus descendientes, el otorrinolaringólogo Valentín Thompson. tiene una serie completa de abanicos de Mariquita en su consultorio de la calle Boulogne Sur Mer. Se puede visitar si se está dispuesta a sacarse las amígdalas.

EL MIRIÑAQUE

Manuelita Rosas, ¿qué uso le habrán dado a ese separador con forma de carpa? El retrato de la llamada Niña del Perdón hecho por Prilidiano la muestra amatambrada en el corset y cubierta por metros de terciopelo granate. Mentes imaginativas interpretan en el adivinado miriñaque la distancia estatal impuesta para la Electra criolla, y hasta que, debajo del rojo armazón, se oculta en cuclillas, entre los alambres forrados de bayeta y la profusión de enaguas, la niña Dolores Fuentes, la prima favorita, aquella por quien Manuelita aullara en carta oculta en el Museo de Luján y abierta por Juan José Sebreli: “¡¡¡Qué inhumanos son mis tíos que me han arrancado a una amiga que es como si fuera mi esposa!!!”. Ultima carta de una serie donde escribió “hiba” con h y “benir” con b larga. Porque Manuelita tenía problemas con todos los verbos que indicaban movimientos de separación y llegó a escribir “con migo” separado, como si el tener a la amiga a distancia de carta la separara de sí misma.

LA MAMADERA

Como María, primera mediadora. Objeto que ilustra sobre el hecho de que el amor puede mostrarse a upa pero no necesariamente cuerpo a cuerpo.

LA MAQUINA DE COSER

Todo empezó, como siempre, con un buscavidas, siguió con otro que era más vivo y con otro más vivo que los dos. En 1846, un veinteañero llamado Elías How, de Massachusetts, inventó la máquina de coser y se fue a Londres a patentarla, pero con tan poco resto que, para volver a casa, tuvo que vender el prototipo. Isaac Merrit Singer (padre de un amante de Isadora Duncan) no había inventado nada pero mejoró la versión de How y fundó la primera multinacional. Su socio, Edwin Clark, sí que inventó algo: el pago en cuotas y la compra de una máquina nueva con el anticipo de la usada.

A principios del siglo XX, con la incorporación de las mujeres al trabajo industrial, cierto sector del higienismo intentó criminalizar la máquina de coser como prótesis inopinada del goce femenino.

En 1886, el español Robustiano Torres escribió un artículo titulado “De la influencia de las máquinas de coser sobre la salud y la moral de las obreras” en el que convertía el trabajo a destajo en las fábricas textiles en una masturbación colectiva. Para sostener su posición citaba al Dr Guibourt, que habría recibido en su consulta a obreras literalmente consumidas no por el capital sino por Eros, ya que –declaraba una– “el movimiento continuo de los miembros inferiores, el estremecimiento, el balanceo de todo el cuerpo las consume y les causa, como a mí, dolores en el dorso y estómago, y sobre todo flujos blancos” y “De unas quinientas mujeres que trabajaban en su taller, hay lo menos doscientas, que yo sepa, que experimentan los mismos efectos que yo. Por esto el personal de este taller se renueva sin cesar, no es posible la permanencia de unas mismas obreras por mucho tiempo; es un ir y venir continuo de mujeres, que entran muy sanas y robustas, y de mujeres que salen flacas y debilitadas” –decía otra.

Cuando Eva Perón distribuye miles de máquinas de coser desde la Fundación, se impone la expresión “coser para afuera”, que señala tanto que el “adentro” es el eje de la mujer como una dimensión pública que se empieza a lograr puntada por puntada.

LA MUÑECA

De cotillón para salamanca a juguete porno, de maniquí de señora del castillo a fetiche de vitrina, primero toda importada luego sólo la cabeza, hasta llegar a la versión criolla de empresas como Jugal o Famil, la muñeca atraviesa las generaciones de argentinas. A la que niega la edad se la puede escrachar, sacándosela de acuerdo a si jugó con una Pielángeli, una Mariquita Pérez o una Yoly Bell. Muchas de las dueñas de Marilú deben estar en la tumba, mientras que el triunfo de Barbie, al persistir en las sucesivas generaciones, vuelve inútil la pregunta por la muñeca con que se jugaba y la edad a su secreto.

En siglos adversos, las amas de casa que sublimaban su vocación artística haciendo muñecas para sus hijos pudieron convertir el hábito en pequeña industria doméstica. Por ejemplo la alemana Kathe Kruse hizo una fortuna con unos ejemplares de muselina almidonada, rellena y pintada. El material rústico delataba el ama de casa ahorrativa. Pero no tanto como en las que fabricaba otra alemana, Margarette Steiff: muñecos de paño para todo bolsillo que parecían tener una cicatriz en medio de la cara (la costura) y ojos de botones. Lejos de la monserga freudiana en donde la muñeca es un artefacto que permite hacer un autodidáctico de madrecita –las niñas les harían a sus muñecas lo que sus madres les hacen a ellas–, las muñecas fueron, quizás, de los primeros productos femeninos antes de la incorporación al mercado de trabajo, convirtiendo a sus fabricantes en protocapitalistas.

Algo de esa genialidad de mujeres encerradas debe haber recogido la psicoanalista Françoise Dolto al inventar la “muñeca flor” que ella utilizaba en su consultorio para recomponer la imagen corporal en niños psicóticos.

En una página de ensayo titulada “Colonialismo y Juguetería” debería figurar la muñeca Linda Miranda, industria nacional de los años ‘50, que estaba vestida como una campesina húngara, incluso con un casquito del que colgaban abundantes cintas de colores como si fuera una gitana. La versión argentina de la muñeca negra fomentaba cierto racismo al no exhibir nunca otro vestido que el de mazamorrera.

No es difícil sospechar el papel preciso que las muñecas han desempeñado en la infancia de las mujeres, menos de hijas que de amantes de uno u otro sexo. Por algo Barbie tiene un prontuario pornográfico: según un tal Mac Lord, ha sido inspirada por Líli, un pelele porno de los años hitlerianos, lo cual explica su aspecto teutón de grandes senos y amplias caderas.

Si intentábamos politizar la historia de las muñecas no sería justo incluir la espantosa coincidencia de que una muñeca argentina que habla, creada en los años ‘60, lleve la inquietante marca “ESMA”.

LA URNA

Alguien escribió sentidamente “Eva la abrió a las mujeres” por Perón y para Perón. “Era su manera de enunciarlo y de conseguirlo. Que no fuera por ellas es algo que murió con su conciencia, que fuera para ellas es lo que ellas deberían ganar en el futuro.”

En una foto inquietante es el colimba David Viñas quien le acerca la urna a Evita, en su lecho de muerte, tan inquietante como aquella otra aparecida en un número de Caras y Caretas de 1903, del cráneo de Juan Moreira, que había sido conservado por Dominga Dutey, viuda de Tomás Perón, abuelo de Juan Domingo.

LA MINIFALDA

La primera vez que Mary Quant cortó tela de más, inventó la mujer moderna. Si en la moda todo desaparece para volver, la minifalda nunca se fue. No es poco valor simbólico que desnude la parte femenina que se pliega para avanzar. Esas rodillas al aire libre son un principio civilizatorio para varones durante años convencidos de la unidad mostrar = ofrecer.

A menudo combinada con las botas altas, de caña, la minifalda las desmilitariza. Qué tiene que ver una amazona con un general.

LA PILDORA

El descubrimiento, que venía en una suerte de rueda de cartón evocadora de la ruleta y de los signos del zodíaco, permitía separar totalmente el momento de su ingesta del amor. El hecho hacía que las deseosas, en el fondo románticas puritanas disfrazadas de kamikazes de alcoba, no asociaran una cosa con la otra. Las Locas Margaritas de entonces (Locas Margaritas en el sentido de la película de Vera Chytilova y de la Gautier) recibían con sahumerios afrodisíacos, batas de seda china, lencería prostibularia, velones aromáticos, champagne o vino madera pero ¡ay si el partenaire foráneo al catálogo libertario amagaba con sacar del bolsillo una cajita con el adminículo que el kitsch nacional había bautizado como velo rosado!, desenmascarando así precozmente los fines de ese teatro preliminar en el que la convención era no hacer la menor mención de adónde se iría a parar fingiendo que se daba o no se daba.

Reivindicado el forro, exigido a los reacios con la persuasión de una coreografía de labios imaginativos, los protocolos lingüísticos de la corrección política deberían invertir su significado de injuria en el de elogio picaresco como “pata” o “gauchito”.

EL DIVAN

Mueble que se atraviesa para llegar al sillón (versión Jorge Balán) para ejercer la tan frecuente carrera femenina de psicóloga y lugar de autobiografía oral no siempre en nombre del sufrimiento.

EL TAMPON

De siglos de empollar sobre algodón en rama, de armazones asépticos que remedaban el insinuante portaligas, por no hablar de las hojas de papiro de las egipcias y de las tablitas de madera envueltas en lino de las griegas, nos sacó Gertrudis Tenderich con su máquina de coser y unos compactos de algodón que fabricó en serie y haciendo que la comodidad empezara por casa. Cada vez más design, absorbente y diminuto, no es sólo práctico: relativiza el desvirgue llegando primero a las profundidades de las que, con él o sin él, suele llegar por sus propios medios.

LA PELUCA

Más allá de las de Pozzi –ese casquete de canecalón de simulados claritos, esa rígida como si todavía tuviera los ruleros puestos–, que tantos años, para ocasionales cambios ornamentales, hizo rubia a la morocha, o lacia a la de rulos, en los ‘60-’70 la peluca formaba parte de la cosmética de la clandestinidad: hacía de la miliciana una bomba capaz de distraer la atención durante un operativo, o simplemente la aburguesaba con su habitual batido de peluquería. Juzgada como meramente instrumental, portaba un exceso en donde la ficción liberaba la risa e introducía el juego en el protocolo ascético de la militancia. En la película Los rubios de Albertina Carri, el uso de las pelucas, como uno de los objetos para contar la historia de sus padres desaparecidos, de un gran rigor documental sólo que en clave muy alejada del inventario realista, desató una vehemente polémica en el campo intelectual.

En Historia del pelo, Alan Pauls convierte a la que podría llamarse la peluquérrima en objeto de oscuras transacciones: “le cuesta imaginar la clase de reacciones que podría despertar la noticia de que ha salido a la venta, pero no la perplejidad y las preguntas, quién, cómo, por qué, a cuánto pretenden venderla, y sobre todo a quién y dónde, ya que si a priori no hay en el país nada ni de lejos parecido a un mercado oficial de pelucas, mucho menos habrá uno capaz de acoger, tasar, pagar una pieza como la que el veterano de guerra tiene para vender; nada menos que la peluca de Arrostito, la prótesis rubia con claritos que la militante montonera Norma Arrostito compra en la tienda de pelucas y minipelucas Fontaine de Felipe Sinópoli, en Arenales al 1400, y se calza en la cabeza como un guante una mañana de mayo de 1970 para secuestrar en su departamento, a sólo cuatro cuadras de la tienda del señor Sinópoli, al general Aramburu, emblema máximo del enemigo militar y blanco número uno de la organización armada”.

Pero hay también un gesto político en desechar la peluca: la artista Gabriela Liffschitz, luego de sucesivos tratamiento de quimioterapia, eligió raparse a cero y dejar desnuda esa bella cabeza cuyo sentido –como en todo gesto verdadero– no era único, ¿fashion radical? ¿cita de sobreviviente de holocausto? ¿ritual iniciático?

EL VIBRADOR

Libera de la coacción resultadista a la simultaneidad del orgasmo. Permite descansar del peso del otro para jugar sola, con el otro o con la otra. No es el sustituto sino el invitado. A pila, no hay frigidez.

EL PAÑAL DESCARTABLE

Pasadas las épocas bárbaras del bebé escaldado por un pañal que no se cambiaba siquiera a diario o se secaba sin lavar, antes de las pañaleras y de los descartables antiecológicos, el pañal de tela, inventado por la sueca María Alen en 1887 (todavía las suecas no estaban inventando la libertad sexual), ponía un régimen de cadena de montaje.

Las sesentonas de fuste guardan junto a la memoria de los gestos a repetición, junto al de ponerse el diafragma con una cucharita sui generis o de tirarse en la cama para calzarse los jeans, ese ritual complejo: doblar el pañal en forma rectangular si es nene (pis parra arriba), en triángulo si es nena (pis para bajo), meter para adentro las dos orejas del chiripá y luego pasar la delantera entre las piernas del bebé, al que se levantaba cancheramente del catre para juntar las tiras por atrás y anudar adelante el primoroso packaging. Y luego venía la olla de bruja que hervía a todo meter la tanda del día, colgar en la soga la serie que, al compás del crecimiento del usuario, se consumía de manera más espaciada, pero que empezaba con la friolera de seis u ocho cambiadas diarias porque ¿quién no conoce el repetido accidente?: puesto o puesta al pecho, recién cambiado o cambiada, el sujeto o la sujeto pone cara de remolacha arrugada con un dejo a Sarmiento y es obvio que está accionando la máquina expendedora.

El descartable, cada vez más perfecto, contamina menos, tiene menor porcentaje de “fuga”, libera a la cupla, en donde no siempre hay colaboración activa del segundo elemento, cuando no la rebelión tajante para encuentros menos utilitarios y más gozosos.

En Argentina, mientras el pañal descartable se abarataba o se conseguía, los pañales originarios se transformaban en símbolos políticos: las Madres de Plaza de Mayo lo llevan como identificación en la cabeza y con el nombre que no está en la tumba bordado con el punto de los que esperan en acción –llamado “cruz” no es ninguna cruz, sino una X, la de una incógnita de paradero–, punto que en su multiplicación dice: todos son nuestros hijos.

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