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Viernes, 27 de agosto de 2010

RESCATES

La feminista espontánea

Dora Coledesky
(1928-2009)

Había andado muchos caminos de descubrimiento y transformación, de experimentación y compromiso, aquí y afuera. Siempre unívoca, justa, en coincidencia consigo misma, con sus principios e ideales. Acaso esa integridad moral que ella sostuvo firmemente a lo largo de su vida con una naturalidad que se diría orgánica fue lo que le permitió mantener esa zona de candor transparente que la hacía tan entrañable. Porque con Dora Coledesky no había posibilidad alguna de confundirse: ella era de una pieza, iba de frente, llamaba a las cosas por su nombre, no rosqueaba, no hacía concesiones, nunca se manejó en pos de intereses personales. Si algo aprendió de su intensa militancia trotskista fue que el hambre de justicia era inextinguible y no negociable. Y de su entrega activa al feminismo supo darle primacía a la hermandad, a esa solidaridad plena que la impulsó en las últimas décadas a la lucha denodada por el derecho al aborto gratuito para todas (“es un punto central en la liberación de la mujer, quienes se oponen no quieren su emancipación sino mantener el control sobre su cuerpo”, proclamaba en Las 12, en 2008). Poco tiempo antes de morir hace ya un año, se ilusionaba con trabajar en la organización de un gran festival artístico, con la participación de muchas figuras locales del espectáculo, para darle un sesgo más popular a la campaña.

No se trata de beatificar a Dora Coledesky en el aniversario de su muerte: nada le habría molestado más a esta señora que prefería ni mentar la palabra religión, que no se pintaba las canas —orgullosa de su edad, salvo por los achaques...— y que usaba esos zapatitos abotinados victorianos para ir de acá para allá con inagotable energía, estar en las manifestaciones, viajar si hacía falta. Siempre a años luz de todo intento de figuración, capaz de resistirse en primera instancia a una entrevista periodística: “¿Por qué a mí?”, se sorprendía. “Hay otras compañeras más conocidas, que hacen más que yo...” Lo decía con sencillez, con genuina franqueza, convencida de que su historia carecía de interés. Pero luego de avenirse al encuentro, llegaba con un ramo de rosas y una vez superado el pudor inicial empezaba a desgranar instancias de su vida con una elegancia de espíritu rarísima de encontrar en estos tiempos.

Dora Coledsky tuvo su primer chispazo feminista avant la lettre cuando conoció, a los 13, la anécdota de Mariquita Sánchez revelándose por amor en contra de la resolución tomada por sus padres. No fue sólo el romanticismo del gesto, sino “esa voluntad de decidir sobre su destino” lo que despabiló a la adolescente Dora, ya en Tucumán después de haber vivido en Buenos Aires y en Rosario. Y fue en Tucumán precisamente donde empezó a politizarse al participar en la Federación de Estudiantes Secundarios. Más tarde, llegaría la adscripción al Partido Obrero trotskista fogueándose como oradora en actos públicos, el ingreso a la facultad de abogacía, el encuentro con Angel Sanjul, otro militante ferviente, con quien se casa a los 24 (“no era cuestión de dejar pasar un tipo tan valioso, tan inteligente...”). Ya recibida de abogada y en Buenos Aires, al igual que Simone Weil pero sin conocerla, DC elige proletarizarse, entra a trabajar en fábricas, descubre la vida de las obreras y su problemática específica, cultiva el compañerismo sin dar a conocer su título universitario, aprende “una gran lección política y de vida”. Antes de exiliarse en Francia con su marido y de conocer la teoría y la práctica del entonces floreciente movimiento de mujeres, Dora tenía en su haber, como ella decía, “el ejercicio de un feminismo espontáneo”.

De regreso en los `80, con el corazón feminista desbordante de entusiasmo, nuestra dama se acerca a ATEM y se prende en las tempranas batallas locales por el derecho al aborto, junta firmas frente al Congreso portando una pancarta alusiva. Con el mismo ardor militante prosiguió durante casi tres décadas, habitualmente inconformista, muy preocupada porque las más jóvenes tomaran conciencia, no perdieran el tiempo, no se dejaran engañar. Peleándose con las infiltradas clericales que se colaban en los talleres de estrategias para el aborto. Siempre con una pasión y una vitalidad que decrecieron en 2005, año aciago en que perdió a su queridísimo hijo único, del que estaba tan orgullosa. Un dolor inconmensurable del que fue emergiendo poquito a poco, muy respaldada por sus compañeras de lucha.

Y DC volvió entonces a dar pelea por ese derecho básico que tanto le importaba que se consiguiera. Seguramente hoy estaría celebrando ese dictamen de mayoría favorable a la regulación por ley en Capital de los abortos no punibles. Un paso adelante en un camino escarpado que la bella dama de los zapatitos onda Rosa Luxemburgo ayudó a dar.

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Imagen: Constanza Niscovolos
 
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