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Viernes, 8 de octubre de 2010

ENTREVISTA

Legado de audacia

Mariam Said, reconocida por continuar el legado de su esposo, el intelectual palestino Edward Said, no ha sido nunca simplemente “la señora de”. En esta entrevista da cuenta de su análisis personal sobre la situación entre Oriente y Occidente.

 Por Ivana Romero

Mariam Said habla en un inglés nítido y envolvente. Pero entre una palabra y otra se adivinan rastros de su lengua materna, el árabe, que aprendió durante su infancia en el Líbano. En 2003 falleció su marido, el palestino Edward Said, un intelectual tan provocativo como riguroso, que presentó bajo una nueva mirada las tensiones históricas entre Occidente y Oriente. Desde entonces, Mariam (que con una sonrisa elusiva dice que no le pesa ser “la esposa de”) se ocupa de mantener vigente su legado y, como el hombre con quien compartió la vida, defiende la audacia de pensamiento casi como un imperativo moral. Por eso cuenta esta anécdota. “En 1951, cuando tenía quince años, Edward fue enviado a estudiar a Estados Unidos, a un colegio de Massachusetts en medio de la nada. Una vez, su profesor de inglés, Jack Baldwin, les pidió a los alumnos un tema de redacción nada prometedor: ‘Qué sucede al encender un fósforo’. Edward investigó en enciclopedias y manuales todo lo vinculado con la fricción y el fuego y luego entregó su trabajo. El profesor lo llamó a su despacho más tarde. Le dijo: ‘Tu composición está muy bien pero ¿es esa la manera más interesante de examinar lo que pasa cuando alguien enciende un fósforo? ¿Qué pasa si esa persona quiere incendiar un bosque, alumbrar una cueva o iluminar la oscuridad de un misterio?’. Edward se sintió fascinado. Por primera vez alguien lo invitaba a pensar por fuera de lo establecido, de lo supuestamente ‘correcto’. Desde entonces, decidió que su descubrimiento intelectual tendría que ver con el riesgo, con la originalidad.”

La anécdota también es relatada por Said en su autobiografía, llamada Fuera de lugar, que escribió a mediados de los noventa, en medio de tratamientos dolorosos para frenar la leucemia que le habían diagnosticado. Hay un eco semejante entre las palabras de Said y las que ahora elige su esposa, quizá porque las personas que llevaron mucho tiempo juntas terminan adoptando gestos parecidos.

Mariam estuvo de paso por Buenos Aires en representación de su marido, junto al músico argentino-israelí Daniel Barenboim y la Orquesta West-Eastern Divan, que tocó en el Colón, en el Gran Rex y en el Obelisco hace pocos días, integrada por jóvenes de los países árabes, israelíes y españoles. Este proyecto musical y cultural (que lleva la firma de la Fundación Barenboim-Said, constituida en 2004) es el resultado de una fructífera amistad entre un pianista que se convirtió en maestro de las orquestas más prestigiosas del mundo como la Staatskapelle de Berlín, y otro pianista que abandonó la carrera musical para reflexionar sobre los odios étnicos escribiendo más de veinte libros que han sido traducidos a treinta idiomas. También es un modo de transformar el arte en una forma de acercamiento capaz de vencer los límites que imponen los prejuicios y la imágenes estereotipadas de los mundos que se desconocen.

–A los 24 años usted se fue a Estados Unidos a estudiar bibliotecología y un tiempo después conoció a su esposo. Luego se casaron y tengo entendido que no regresaron ya a vivir allí. ¿Cómo vivió las luchas internas de Líbano estando afuera?

–Edward y yo fuimos personas con un pie en cada lado, es decir Estados Unidos y Medio Oriente, así que nunca dejamos de estar en contacto con la realidad de nuestros países de origen. Por ejemplo, volvíamos a Líbano todos los veranos, inclusive con nuestros dos hijos pequeños, Wadie y Najla. Pero en 1975 la situación se puso muy tensa. En Europa hicimos escala luego de a duras penas huir del aeropuerto de Beirut. Prendimos la televisión y vimos esa ciudad que habíamos dejado hacía unas horas en llamas. Fue un impacto terrible para nosotros. Luego, en 1976, se cerró el aeropuerto libanés. De todas formas, seguimos yendo mientras duró la guerra. Cuando se produjo la invasión israelí en 1982, mis hijos y yo quedamos atrapados en medio de un terrible enfrentamiento. La única opción para escapar era por barco, a medianoche. Logramos subirnos a la embarcación pero las bombas caían alrededor de nosotros. Mis hijos no volvieron hasta 1992 pero yo sí. Era muy triste ver cómo el país se desintegraba.

–Actualmente, en Líbano conviven distintas religiones, una situación que Israel mira con preocupación porque demuestra que la coexistencia es posible. ¿Esto es así?

–Sí, pero la situación en Líbano es distinta que en Israel. En Líbano los grupos religiosos tienen su cuota de poder político y están interesados en mantenerla. Aun el Hezbolá es un partido religioso, pero no es el único, sino que forma parte de un conglomerado de poder. Por el contrario, en Israel la religión es todo. De hecho, el nuevo gobierno quiere transformar el Estado en un Estado religioso, mientras que en Líbano entienden que hay otras minorías, otros grupos, y que no se puede imponer una idea sobre los otros. Sin embargo, en Líbano hay otras complicaciones, ya que los líderes religiosos tienen mucha influencia, demasiada, y definen políticas en función de esos intereses.

–Hace poco, el negociador palestino Saeb Erekat hizo unas declaraciones muy provocadoras. Dijo algo así como: “No hay problema, los palestinos nos olvidamos de Palestina, dejamos la bandera y el nombre. Sólo pedimos una cosa: ser ciudadanos israelíes si se considera que Israel es un Estado democrático. Mañana, cuando seamos mayoría en el Parlamento israelí, cambiaremos el nombre y la bandera”. ¿Qué opina usted de esto?

–Antes de morir, Edward se pronunció a favor de la existencia de un Estado binacional. La situación de Palestina e Israel es tan difícil que es insostenible tener dos Estados. Hay unos 500.000 asentamientos israelíes ocupando tierras palestinas. No hay posibilidad de división y no hay modo de trasladar esas poblaciones. En una entrevista que dio, considerada la última, que fue un documental dirigido por Mike Dibb, en marzo de 2003 para la BBC, a Edward le preguntaron: “¿No cree que un Estado binacional es una utopía?”. Y él dijo: “Quizá lo sea, pero uno debe pensar en las utopías para llegar a algo”. Lo que reclama Erekat es el derecho de los palestinos a una ciudadanía plena. Y es un reclamo justo. Mucha gente cree que ése es el camino a seguir ahora. Quizá funcionaría, pero las negociaciones no están enfocadas en eso.

–En 1978, Said publicó Orientalismo, un libro en el que desmontaba con los mecanismos imperialistas de fabricación del “Otro” que el pensamiento occidental construyó desde finales del siglo XVII. El advirtió sobre el recrudecimiento de los orientalismos en Estados Unidos, tras el 11 de septiembre. ¿Cómo está la situación en estos días?

–Estados Unidos se ha vuelto tan racista que aterra. Para verlo sólo tenés que leer los diarios y fijarte, por ejemplo, en la controversia que se armó por el proyecto de construcción de una mezquita en el sur de Nueva York, cerca de la Zona Cero, donde cayeron las Torres Gemelas. ¿Desde cuándo se puede prohibir la construcción de iglesias cristianas, de sinagogas, de un templo que exprese la fe de un grupo? Que se naturalicen esos prejuicios da cuenta de que la situación está peor que a fines de los noventa.

–Sin embargo, el presidente Obama apoyó la construcción de la mezquita.

–Sí, pero sus políticas en relación con Medio Oriente siguen siendo regresivas. Y lo serán mientras no convoque a todos los sectores al diálogo. Cuando digo todos me refiero inclusive a Hamas, por más que sea una organización radical en su nacionalismo. Obama fue una esperanza para muchas personas que veían en él la concreción de políticas de respeto hacia la diversidad y los derechos humanos. Pero intenta complacer a todo el mundo sin lograr complacer a nadie. Como presidente, ha sido una gran decepción.

–Said fue durante toda su vida un amante de la música clásica, ¿verdad?

–Claro. En su libro de memorias hay una foto muy simpática tomada en El Cairo, donde se lo ve como un niñito con mameluco y batuta. No tendría más de seis años entonces. Empezó a estudiar a esa edad y lo siguió haciendo por mucho tiempo. Inclusive pensó en ser pianista alguna vez y tenía un gran talento para eso. Cuando fue a estudiar a Princeton, la Asociación de Músicos de la Universidad le dio una beca para estudiar con un profesor de una academia neoyorquina muy prestigiosa, la Julliard. Finalmente, decidió relegar su carrera como músico porque no creía tener talento suficiente para ser un profesional. Como él decía, el piano pasó a ser “un placer sensual”.

–¿Fue la música lo que lo unió a Barenboim?

–En cierto aspecto sí, aunque tenían muchas otras cosas en común. En primer lugar, habían dejado muy jóvenes su país de origen: Daniel se fue de la Argentina a Israel cuando tenía diez años; a Edward lo mandaron pupilo a los Estados Unidos a los 14. Los dos venían de orígenes mixtos (la familia de Daniel era judía de origen ruso; la de Edward, árabe y cristiana) y pertenecían a países rivales. Pero descubrieron que podían quebrar las barreras que los separaban, ser amigos y transformar esa amistad en algo más ambicioso. De todos modos, no tenían mucha conciencia de que todo ese entusiasmo se terminaría plasmado en una orquesta, la West-Eastern Divan.

–¿Cómo se conocieron?

–Ah, es una linda anécdota. A mediados de los noventa confluyeron en el lobby del mismo hotel, en Londres, donde los dos estaban parando. Daniel estaba esperando su auto y Edward, a un amigo. Daniel lo miró y le preguntó: “¿Yo a usted lo conozco?”. Y Edward le dijo: “Soy alguien que tiene una entrada para el concierto que usted dará esta noche”, y se presentó. Se encontraron después para tomar unos tragos y conversaron hasta la madrugada. Sobre música, sobre la vida, sobre sus afinidades, como los buenos amigos que comenzaron a ser entonces.

–¿Y cómo gestaron el proyecto que se transformó en una orquesta transcultural, con nombre inspirado en versos de Goethe, músicos árabes, sirios, israelíes y españoles, y un director de origen argentino?

–En 1999 Weimar fue la capital cultural de Europa. A Daniel y a Edward se les ocurrió armar para ese evento una orquesta de árabes, israelíes, alemanes, es decir, enemigos pasados o presentes. La idea era, como decía Edward, demostrar que la separación no era una solución y que para romper las barreras había que encontrar un lenguaje común. Tanto él como Daniel creían que ese lenguaje debía ser la música. Lo que no esperaban era tener 200 candidatos sólo en el mundo árabe durante audiciones que se realizaron en varias ciudades, como Beirut, Damasco o El Cairo. El proyecto comenzó en Weimar hasta que los alemanes dijeron que no tenían más dinero para financiarlo, se trasladó a Chicago y finalmente en 2002 se instaló en Sevilla gracias al apoyo institucional y financiero de la Junta de Andalucía.

Es un modo de conocer al otro. Porque debido a la separación nadie conocía al otro. Y como resultado, descubrimos que inclusive hay separación entre árabes por cuestiones políticas. Pero todos acceden a conocerse. Incluso los palestinos que están dentro de Israel pueden conocer a los del otro lado de la frontera. La orquesta es, entonces, un modo de aprender a vivir juntos y pensar el futuro de ese modo. No se trata de convertir a la gente en pro árabe o pro israelí, sino de ver cómo convivimos. En ese punto sí es política. Esta orquesta es un ejemplo de cómo se pueden lograr acuerdos de coexistencia.

–Siguiendo con la idea de la coexistencia, ¿qué análisis hace usted de la situación y los desafíos de las mujeres en un mundo tan diverso como el musulmán?

–Sí, es un mundo realmente diverso. Occidente cree que todo Oriente es igual, pero en realidad está formado por cientos de miles de personas que son distintas entre sí. De manera que no me animo a definir cómo es la situación en todo el mundo musulmán. No sé cómo es en Pakistán ni en Afganistán y lo que sé es que en Irán hay muchas mujeres que no están conformes con su situación tras la revolución de 1979. En lo que respecta al mundo árabe, tenemos algunos problemas pero también situaciones que dan esperanza. Te puedo hablar de Líbano, porque lo conozco bien. Allí las mujeres tienen derecho a votar pero, como te decía antes, lo religioso y lo político están mezclados y el derecho civil está en las manos de las iglesias. No hay casamiento civil, cada grupo se casa en su propio credo. Esto demuestra que el poder del clero es fuerte. Así que las leyes de divorcio también están en manos eclesiásticas. Y las mujeres están sujetas a estas leyes. Si sos musulmana y divorciada, se aplica la ley musulmana. Lo mismo si sos cristiana, y en ese caso si tenés hijos, no tenés derecho a divorciarte. Actualmente, las mujeres en Líbano participan de movimientos muy sólidos donde exigen su derecho a la ciudadanía plena con apoyo de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw, por sus siglas en inglés), que depende de Naciones Unidas.

Al mismo tiempo, hay algunos signos de que las mujeres en la época de mi madre eran más progresistas que ahora. Hay una especie de regresión, con mujeres que quieren volver a la religión y plantear el Islam como única solución. Pero al mismo tiempo, hay algo singular. El Hezbolá, la guerrilla chiíta de Líbano, está lleno de mujeres que se encargan de todo el servicio social de la organización, que es muy fuerte. En algún sentido, muchas mujeres musulmanas son muy progresistas políticamente y al mismo tiempo conservadoras en lo religioso.

–El año pasado se publicaron en Estados Unidos las memorias de su madre, A World I Loved: The Story of An Arab Woman. Ella dirigió en el Líbano una escuela para mujeres donde se las alentaba a reivindicar su condición de árabes en medio de la ocupación francesa. ¿Cómo fue esa experiencia?

–Mi madre, Wadad Makdisi Cortas, escribió la primera versión de ese libro a comienzos de los sesenta. Lo hizo en árabe, como un modo de resistencia cultural, ya que en 1958 en Líbano hubo una crisis política entre cristianos maronitas y musulmanes que, en 1975, terminaría en guerra civil. En los setenta volvió a escribirlo en inglés. Que quede claro: no lo tradujo de una lengua a otra, sino que lo reescribió, preocupada por la visión equívoca que los medios europeos y americanos tenían de su país. Ese libro era para ella el testimonio de la historia de Líbano desde la perspectiva de una persona del lugar. También lo escribió para contarnos a las nuevas generaciones que ese lugar devastado por la guerra había sido bello y floreciente alguna vez.

En esta obra relata su experiencia como alumna primero y directora después del Ahliah Girls Collage, que antes se llamaba Mary Kassab School. Luego de la Primera Guerra Mundial y la derrota del imperio multinacional de los turcos otomanos, británicos y franceses comenzaron a pensar nuevos estados, y así nació el Líbano. En ese contexto, privilegiaron la formación de mujeres para que ellas, a su vez, formaran generaciones futuras. Y abrieron esta escuela en 1916. Sin embargo, bajo el mandato francés, la escuela seguía defendiendo los valores de la cultura árabe. La escuela casi cierra por eso, pero en 1924 un grupo de alumnas hizo una marcha, fueron hasta el Palacio de Gobierno a reclamar por su educación y el colegio siguió funcionando.

Yo también fui a esa misma escuela. Me sentía diferente de mis otras compañeras porque sus madres se quedaban al cuidado del hogar mientras la mía se dirigía a nosotras cada mañana desde un pequeño estrado. En ese sentido, mi infancia fue atípica.

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