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Viernes, 25 de abril de 2003

GASTRONOMíA

seductor de maduritas

Karlos Arguiñano sigue batiendo records de audiencia en España y en el mundo de habla hispana con su programa de televisión. Construyó un personaje que coincide con él mismo, y con un plus que acaso sea la clave de su éxito: se dedica a seducir a amas de casa de entre 50 y 60 años.

Por José Luis Barbería *

Por aquello de que “un cocinero sin huevos frescos es menos cocinero” –la frase es suya, naturalmente–, Karlos Arguiñano encuentra todavía tiempo para recoger a diario la puesta de las magníficas gallinas ponedoras de las que dispone en su caserío de Zaratz, una construcción de piedra y maderas nobles levantada en un alto desde el que se divisa Vizcaya, la montaña de Larrun, fronteriza con Francia y, por supuesto, el mar. La casa de Arguiñano es, en realidad, una caprichosa granja poblada con reses de gran estampa, caballos, burros, jabalíes, cerdos, ocas, faisanes, pavos reales... algo así como su particular arca de Noé, el Edén privado que, por lo visto, le compensa diariamente de una infancia más bien agridulce. Arguiñano compone en el comedor de su casa, rodeado de sus hijos y algún amigo, la estampa de la comida doméstica en familia cuyas bondades predica todos los días desde la televisión.
Cuando parecía que la estrella del ocurrente, simpático y gamberro cocinero vasco empezaba a declinar, Arguiñano ha vuelto a irrumpir con fuerza en los hogares españoles. Los índices de audiencia –2 millones de telespectadores– ratifican que la fórmula de enseñar divirtiendo, seduciendo, provocando, continúa funcionando. El mundo de habla hispana se siente atraído por este personaje que adereza sus platos de comida sana, sencilla, variada y barata con grandes dosis de optimismo y, ocasionalmente, una pizca de procacidad. Si algún día comenta que se encuentra un poco tristón, 5 mil cartas cargadas de ánimo y afecto se pondrán automáticamente en marcha desde los cuatro puntos cardinales.
Arguiñano es el hijo cariñoso y un poco tarambana que muchas abuelas desearían haber tenido. El marido alegre, vital e ingenioso que no pocas mujeres desearían ver entrar en sus casas. Son las mujeres las que componen el grueso de su pelotón de admiradores. “Hay muchos cocineros como yo y muchos programas culinarios de televisión en el mundo, y sé perfectamente que si no transmitiera algo diferente nunca habría llegado tan lejos. Cuando estoy delante de una cámara, lo que me propongo es encantar.”
Probablemente la clave del éxito de Arguiñano es que es un actor nato que hace de sí mismo y también un seductor que conoce muy bien el mundo femenino. “Sí, es verdad, a las mujeres de entre 50 y 60 les hago mucho caso porque nadie les dice que son unas reinas, que tienen un gran mérito por trabajar en la casa todos los días sin cobrar y sin quejarse, aunque a veces les llegue el marido oliendo a vino.” El Don Juan de la divulgación gastronómica está convencido de lo que dice. “Los hombres somos simplemente hombres, mientras que, por regla general, las mujeres son más completas, dan más la talla, son más fuertes. Yo las valoro mucho porque ellas me han sacado adelante.”
Karlos Arguiñano habla, sobre todo, de su madre, paralítica, que le enseñó a cocinar cuando era muy niño, y de su mujer, que le sacó las castañas del fuego en aquellos años angustiosos en los que las deudas contraídas por la construcción del castillo que alberga su restaurante y un pequeño hotel en Zaratz estuvieron a punto de llevarle a la cárcel. “Ella dio la cara por mí, negoció las deudas con todo el mundo, buscandola forma de pagar poco a poco. Yo, es que soy muy débil en esas situaciones, no puedo con eso de no poder pagar una deuda, me siento incapaz, inútil.” Como era el mayor de cuatro hijos, el único varón, Arguiñano tuvo que familiarizarse con la cocina con sólo siete años. “Mi madre trabajaba en casa de modista, y yo creo que metía en casa más dinero que mi padre, que andaba en el taxi. Ella me decía cómo tenía que preparar el puré, cómo pasar el tomate...”
Efectivamente, el Arguiñano que recorre los puestos de sus gallinas y da cuenta del plato de garbanzos con callos en su casa, el que charla con sus amigos, el que inspecciona su escuela de cocina –unas instalaciones impecables que reciben a 120 alumnos de 11 nacionalidades– es, sin duda, el mismo personaje que se asoma al mediodía en la televisión.
Sus recuerdos infantiles lo retratan como a un niño pobre al que se le atragantaban los libros. Pasó seis años con los benedictinos de Lazkao en régimen semipupilo, una etapa nada gratificante que le ha dejado el recuerdo de incontables fines de semana castigado por las malas notas. “Tenía la sensación de ser un niño retrasado”.
A los 13 años entró en la escuela profesional de CAF, la empresa en la que desembocaban aquellos jóvenes que dejaban de estudiar. “Yo ponía techos y puertas de locomotoras norteamericanas Alcon que iban a Diesel. Tampoco servía para aquello. Participé de un curso de cocina que Castillo padre dio para las mujeres casaderas.” El adolescente Arguiñano pareció sentirse en su salsa. “A mí ponerme un delantal me hace sentirme más seguro y hasta más hombre”, dice. Pasó por la escuela de hostelería de Luis Irizar, el gran cocinero maestro y maestros, y allí coincidió con Subijana, Roteta y otros jóvenes que años más tarde inventarían “la nueva cocina vasca”.
De nuevo en la cresta de la ola –su página web es la primera de cocina de habla hispana– Arguiñano ha empezado también a acumular enemigos, y no sólo de esos que fabrica la envidia al éxito ajeno. En Internet circulan chistes obscenos que se le atribuyen, y las críticas más despiadadas, y calumnias. La idea que se trata de un cocinero más bien mediocre es refutada, sin embargo, por no pocos de sus más ilustres colegas. Lo cierto es que Arguiñano ha renunciado a formar parte de la elite de los cocineros más refinados para ser el más popular. El lo admite. “He renunciado a la alta cocina, ahora me siento amo de casa”.

* De El País para Página/12.

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