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Viernes, 7 de enero de 2011

ENTREVISTA

Hasta que la dieta nos separe

Natalia Morales es colombiana, pero vive en Buenos Aires. Como muchas mujeres, pasó por todas las dietas posibles y compró todas las promesas del mercado para adelgazar. Pero no sólo fracasó en el intento, también sufrió por la compulsión a comer y a esconderse del pecado de abrir la boca. En 2010 creó una obra de teatro que le pone palabras y cuerpo a la necesidad de encontrar la belleza en una identidad que no responda a moldes de frustración permanente.

 Por Luciana Peker

Fusagasugá es un pueblo de Colombia que significa “mujer detrás de las montañas”. Allá, jugando a las escondidas, a una hora de Bogotá, nació hace 26 años Natalia Morales. Actriz, dramaturga y estudiante de cine, creció escuchando que a su mamá le decían gorda, viendo hacer dieta a sus tías, estudió sin preocupaciones mientras a las carpetas se le caía el sudor del ejercicio escolar, pero empezó a sentir que sus caderas se ensanchaban cuando desapareció –junto al boletín de calificaciones– la actividad física y empezó a tener no sólo otro cuerpo sino una gran vergüenza sobre sus nuevas dimensiones.

La comida se convirtió en su placer y en su enemigo, en su circuito de vida y en su escondida. Llegó a Buenos Aires, hace cuatro años, para ingresar a la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc) y decidió reinventarse o, mejor dicho, aceptarse y dejar de creer en los milagros del “llame ya” para adelgazar o en su figura como una daga. Aquí también se topó con mujeres que hacen la dieta de la luna o están en la luna con tal de bajar de peso o que suben por la pulsión calórica que genera la exclusión del modelo único de cuerpo. Y decidió contar su historia, que es la historia de las mujeres (o cómo en medio de la libertad de elegir) las mujeres no pueden elegir su propio cuerpo.

Por eso, escribió, dirigió y actuó la comedia Ciclodiética –que se presentó el año pasado en la calle Corrientes y que pretende volver a subir a escena en el 2011–, una obra que gira en torno de una chica obsesionada por su figura y todas las situaciones delirantes que genera esa obsesión. Un escenario para poner en palabras el rollo sobre el peso para quitarle peso a la vergüenza sobre el propio cuerpo.

Hablando de mujeres atrás de las montañas, ¿por qué muchas mujeres sentimos que nos gustaría escondernos (detrás de donde sea), ya que el cuerpo nos pesa o nos da vergüenza?

–Me parece que tiene que ver con la exhibición mediática de las que sí pueden mostrar el cuerpo. Del mandamiento no escrito de que la belleza está ante todo. Eso genera un estado de desasosiego. Siempre la búsqueda de la armonía fue a través del arte. Pero en el cuerpito no se pueden traspasar todos esos aspectos ideales de la pintura o la escultura. Ahora se pretende que sí seamos como el photoshop muestra a las mujeres.

Hay una frase de Eduardo Galeano que dice que la utopía sirve para caminar, pero pareciera que el ideal estético imperante no alienta a ir para adelante, sino que tira para atrás...

–Ese ideal estético paraliza, obsesiona y daña a las mujeres. Es una utopía autodestructiva. Estamos buscando un bienestar de la piel hacia fuera y no buscando adentro cuál es la esencia de cada una. ¿Quién soy yo? ¿Cuáles son mis raíces? ¿Qué es lo que me hace única e irrepetible? Por ejemplo, hay chicas más altas y estilizadas, pero yo no tengo ni por qué pretenderlo. Soy latina, más voluptuosa, con mis caderas. A veces en la calle me dicen “sos una morocha linda”. Y sí, yo vengo de un lugar donde hubo mucho mestizaje y soy heredera de esa belleza. No soy la mujer más bella del mundo, pero hay algo de belleza en los rasgos latinos que he heredado. Cada una tiene que redescubrirse con lo que tiene.

¿Cómo es la historia en tu familia con respecto al ideal de belleza?

–Esa herencia llegó a mí sin anestesia. Tengo a mis abuelas, siete tías y dos hermanas. Son mujeres muy lindas pero perturbadas. Incluso mi mamá que toda la vida fue “la gorda” y estuvo siempre con el tema de las dietas por el sobrepeso. Ella llegó a hacer cosas tan terribles como tomar yodo, que casi la hace perder la vista. Una no toma conciencia de las consecuencias que puede tener lo que hacemos por estar bonitas.

¿Cómo fue tu propia marca para llegar a montar una obra sobre la incidencia de las dietas en las mujeres?

–Yo, de adolescente, era muy delgada. Cuando terminé el secundario dejé de hacer actividad física y empecé a ser sedentaria. Eso cambió mi metabolismo, entonces comencé a hacer todo tipo de dietas. Acudí a todos los productos que vendían en la tele. Trabajaba, le pedía a mi papá o hacía cualquier cosa por tener la faja, el gel, el aparatito que vibra, que no vibra, el que te quema, todo. Deposité toda mi ilusión en esos productos. El jueves me comía una hamburguesa porque pensaba que el lunes iba a llegar un nuevo producto a mi casa y le daba una entidad sacrosanta al producto que, supuestamente, iba a salvarme mi vida.

¿Tu familia veía como natural tu manera de hacer dieta?

–No, mi tía Elvira me decía “te vas a morir si no comés carne” cuando era vegetariana o “te vas a morir de sólo comer frutas” cuando comía fruta. Siempre me iba a morir de algo.

Eso muestra que hay dos mandatos contradictorios: tenés que ser flaca y te vas a morir si hacés dieta.

–Sí, son dos polos muy fuertes. Mi tía Elvira está muy gorda y dice “yo ya fui flaca, ahora ya está”. Y yo no quería tampoco eso. No me quería dejar como mi tía.

Cuando no se puede hacer dieta o la dieta no funciona genera una violencia parecida a la exclusión....

–Sí. Yo me reunía con mis amigos que comían pizza y tomaban cerveza, pero no ingería nada. Pellizcaba un poquito el pollito y un poquito el jamón para no comerme la masa. Y como todo el mundo me veía gorda yo les decía que estaba haciendo dieta. Aunque era mentira. Después iba y me comía tres porciones de pizza sola. Me perdía el momento lindo con mis amigos. Y esa sensación de comer a escondidas es más dañina. Pero en una de esas rondas por la ciudad me encontré con un lugar que se llama “comedores compulsivos” que me ayudó a pensar sobre este tema.

¿Qué te provocó?

–Me imantaron una mamá y su hija de 17 años que ninguna de las dos dejaba comer a la otra y se volvieron anoréxicas. Llegaron a tener que darles suero.

Viniste a la Argentina a estudiar cine. ¿Te trajiste en la valija los tabúes sobre tu cuerpo?

–Me gustaba la idea de que no me dijeran más “tú solías ser tan delgada” y empezar de nuevo siendo gordita. Empecé a sentir la femineidad de vuelta. Pero fue un cambio de mentalidad ayudado por la geografía. Igualmente me encontré con que todas las chicas están obsesionadas con su figura.

¿Hay homogeneidad en la obsesión por el cuerpo entre Colombia y Argentina?

–En la obsesión por el cuerpo hay homogeneidad, en la exhibición del cuerpo hay grandes diferencias. Colombia es un país muy conservador y la gente no soportaría ver una revista con un desnudo frontal. Obviamente existe la pornografía pero no la exhibirían como acá ni existe allá el star system de las vedettes, ni hay teatro de revistas.

Hay muchas obras sobre situaciones femeninas, desde tener 30 o 60 años, estar divorciada o tener marido, pero que se quedan en una catarata de lugares comunes. ¿Cómo encaraste el desafío de hacer hablar a las mujeres sobre dietas sin que sea pura catarsis?

–El plus de Ciclodiética es el humor. En principio es cierto que me desahogué sobre las cosas a las que recurrí para adelgazar. Pero la obra es un detonante para la reflexión. La idea es hablarles, más que nada, a las adolescentes y decirles a las niñas que cuiden el cuerpo que hay que habitar por más de setenta años. Hay que ser consecuente con lo que va a venir después.

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Natalia Morales
Imagen: JUANA GHERSA
 
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