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Viernes, 14 de enero de 2011

RESISTENCIAS

Lo que cabe en una casa

De la vera del arroyo San Francisco, en Rafael Calzada, provincia de Buenos Aires, donde las precarias paredes de las casillas se hundían en el barro cada vez que llovía, a un barrio donde los ladrillos se convirtieron en paredes gracias al trabajo de vecinos y vecinas. Crónica de vidas que se transformaron por el mero hecho cotidiano de tener una puerta que cerrar para proteger la intimidad.

 Por Elisabet Contrera

Susana posa tímida y sonriente. “No me preparé para esto” dice y suelta una carcajada fácil y desprolija. A su alrededor hay más de veinte macetas preparadas para decorar la nueva casa. Marta todavía no terminó de poner cada cosa en su lugar. “El primer día me quedé hasta las 9 de la noche acomodando”, confiesa. Con el pelo en un rodete, y pese al dolor de una reciente operación, está dispuesta a dejar todo listo y perfecto el mismo día. La casa de Ángela es una mezcla de cosas nuevas y viejas: un mueble descascarado y desteñino por el agua de lluvia y del arroyo San Francisco, una heladera blanquecina, comprada con un crédito. “A la última que tuvimos se le fundió el motor”, cuenta. Ellas son flamantes vecinas del barrio Ministro Rivadavia, en el distrito de Almirante Brown, zona sur del conurbano bonaerense. Por primera vez en sus vidas y después de años de postergación y lucha, accedieron a la casa propia.

Todas vivían en la vera del arroyo San Francisco, donde tres décadas atrás nació el barrio 2 de Abril, en la localidad de Rafael Calzada. Allí, habitaban viviendas precarias víctimas usuales de la crecida del arroyo ante cualquier tormenta. Hoy, forman parte de las primeras 70 familias en instalarse en el complejo habitacional construido por la Fundación Sueños Compartidos. Se trata de una iniciativa de inclusión social impulsada por la asociación Madres de Plaza de Mayo que cuenta con el apoyo del Gobierno nacional. El proyecto se inició en enero de 2009 y contempla la creación de 110 de departamentos de 2 y 3 ambientes, con baño, cocina-comedor y lavadero, totalmente equipado y amueblado. En marzo de este año, está prevista la entrega de las 40 viviendas restantes.

ENTRE CHAPAS Y CARTONES

Ángela Aparicio y Carlos Ortiz eran de los vecinos más antiguos del asentamiento. “Estuvimos 25 años viviendo al lado del arroyo”, cuenta la jefa de casa. En una casilla de chapa y cartón, vivían junto a sus 9 hijos y 18 nietos. Su historia de carencias comenzó mucho antes de llegar a Calzada. Durante la última dictadura militar, Ángela decidió junto a su marido viajar a Entre Ríos. “Éramos de Don Bosco. Los chicos fueron creciendo y no era el lugar que quería para los míos. Vendimos algunas cosas y nos fuimos”, recuerda. Durante su estadía corta en el Litoral, la suerte no los acompañó. “Vivíamos en la costa del río y dependíamos de la pesca”, señala Carlos. Con pocas esperanzas, regresaron al conurbano bonaerense y se instalaron en la vera del arroyo San Francisco, como muchos otros vecinos/as. Fue para esa época, en la década de 80, que surgieron los grandes asentamientos del conurbano bonaerense.

Carlos continúa la historia: “Hicimos un rancho de 3.80 de largo por 3 de ancho. Un amigo me dio una cama de dos plazas. Yo había traído de Entre Ríos un colchón de una plaza y media y como no alcanzaba el colchón, poníamos ropa para rellenar. En la cama, dormía ella con todos los chicos. En ese momento, teníamos 7. Yo dormía en una perezosa. Era pleno invierno. Con una caja de galletitas, esas de chapa, armé un brasero para hacer fuego. Me tapaba con un saco largo y dormía así, con el fueguito ahí. Así vivimos 2 meses…”. El relato se corta por las lágrimas contenidas. Carlos se tapa la cara con los brazos. En ese momento, su señora, fuerte y curtida, lo consuela: “ya está pá, ya estamos acá”.

Ángela retoma la historia: “Fue duro. Todos mis hijos trabajaron un poco en la casa. Uno buscaba sogas, el otro cortaba el pasto. Entre todos nos dimos una mano y nos quedamos ahí en ese pedacito, que era lo único que teníamos”. Carlos se recompone y cuenta: “Un amigo me había prestado un carro y yo salía todos los días con el carro a cirugiar. Después, rescatando cosas de la calle empecé agrandar mi casa”. Así, sobrevivieron las últimas décadas. Trataron de progresar y mejorar su casa, pero las inundaciones siempre arruinaban todo. Los muebles, los electrodomésticos, las paredes, los pisos. Todo se desteñía y hundía producto del agua que entraba fácilmente. “Cuando llovía mucho teníamos que cortar la avenida (San Martín) para que los colectivos no pasaran y no hundieran las paredes de la casa con el agua que movían”.

El panorama cambió hace dos años cuando llegó la promesa de una casa propia, pero la espera para la entrega fue difícil. “Siempre íbamos a las reuniones que ellos nos pedían (de la Secretaría de Desarrollo Social del municipio), pero a lo último se terminaba la paciencia. Había que calmar a los vecinos que querían hacer algo para que nos entregaran la vivienda. Así pasó el tiempo hasta que el final nos dijeron tal día se van y ahí empezamos a preparar todo”, recuerda contenta.

“La noche anterior a la mudanza ya habíamos desarmado todo, no teníamos donde acostarnos, nos picaban los mosquitos”, cuenta. Hace casi 15 días que se mudaron a la nueva vivienda. Están en la casa 70, de la manzana 4. Allí viven junto a sus dos hijos más chicos, de 15 y 18 años. Cada uno tiene una habitación. Los otro 7 viven en la misma cuadra junto a sus nietos. La casa está reluciente. Los muebles nuevos se mezclan con los viejos, como la cómoda con souvenirs, copas y adornos acomodados por Ángela.

Ahora, pueden dormir tranquilos. Ya no tienen que levantarse a la madrugada para levantar muebles y colchones, aunque todavía tienen el acto reflejo. “Ayer con la tormenta casi la levanto a Ángela para decirle que levantáramos las cosas”, cuenta entre risas Carlos.

ANGELA APARICIO Y CARLOS ORTIZ

NUEVA CASA, NUEVA VIDA

Marta Villalba (45) está en la misma manzana, en la casa 56. La mesa del comedor-cocina está repleta de cosas de la cocina y adornos por acomodar. “Disculpen el desorden, pero no hice a tiempo”, dice en primer lugar. Está sola en la casa. Su marido está en el trabajo, al igual que su hija, de 20 años. Tímida, vergonzosa con las visitas, comienza a contar su historia. Todavía no puede creer estar allí. “Esto es demasiado”, confiesa. “En el 2 de Abril vivía en una casilla, era una habitación. Cuando llegué, hace 14 años, estaba con mi hija y mi nieta. Después me junté y éramos un poquito más”, cuenta.

Con los años, su hija se casó y compró un terreno al lado de la casa de su madre. Ambas sufrían las inundaciones. “El agua llevaba al metro setenta. Yo hice una plataforma de la misma altura para que no entrara el agua, pero las últimas inundaciones casi me inundo. Era para salir en barco”, recuerda.

Nunca recibió ayuda de ningún gobierno. “Había ido a Tierras a preguntar si me podían dar a pagar el terreno y me dijeron que donde estaba era un espacio verde, que iban hacer una plaza, que cuando me desalojaran me iban a ayudar”. “Después con los años se hizo el censo y aquí estamos”. La Secretaría de Desarrollo Social realizó un censo entre la población asentada a la vera del arroyo, para seleccionar a las familias que serían trasladadas al barrio Ministro Rivadavia.

Como la mayoría de los vecinos, la noche anterior a la mudanza se la pasó en vela. “Ya había desarmado la casilla, así que no dormimos cuidando las cosas. Algunos vecinos se quedaron conmigo haciéndome el aguante y me acompañaron al otro día hasta acá”, cuenta agradecida. “En el camino me agarró una angustia”, revela y luego se calla. Quiere explicar lo que sentía, pero no encuentra las palabras. “Era alegría por venir acá, pero había algo más, y lloraba, lloraba, no paraba llorar”, cuenta. “Al otro barrio no quiero volver. Ya me contaron que no dejaron nada. No vuelvo”, dice tajante.

“Cuando llegué acá me agarró un ataque de ansiedad, estuve acomodando las cosas hasta las 9 de la noche”, cuenta Marta, pese a estar débil y frágil de una reciente operación en los ovarios. “Ando con la faja todavía, pero no me importa. Estoy feliz”, agrega. “Acá hay mucho silencio, mucha tranquilidad. Allá había bastante ruido”. En la puerta de calle, despide a las visitas con una sonrisa plena. Nelly (una de las funcionarias locales que acompaña la recorrida por el barrio) le dice a Marta: “che, ponete unas plantitas” y Marta dice: “acá hay una (y la señala), para empezar está bien”.

Mientras tanto, por las calles internas, caminan María Belén Guerra y Vanesa Gómez. Son obreras. Recorren el barrio y ayudan a las primeras familias del lugar. María Belén tiene 20 años y está embarazada de 4 meses. Trabaja desde hace diez en el área de limpieza. Vanesa, de 26, es del mismo sector. No son vecinas, pero convivirán con ellos hasta marzo cuando termine la obra y el obrador, donde se reúnen los 250 empleados de la construcción, se convierta en SUM (Salón de Usos Múltiples).

MARIA BELEN GUERRA Y VANESA GOMEZ

COMO EN UN CASTILLO

La casa de Susana Cabrera resalta entre las vecinas. El patio de entrada está decorado por más de veinte macetas de diferentes tamaños y colores. ¿Cuándo armaste todas estas plantitas? le pregunta la cronista a la dueña de casa. “Cuando me avisaron que nos iban a entregar la casa las empecé a armar”, responde entre risas desparejas. Susana tiene 31 años y vive desde hace 15 días en la casa 50 de la manzana 3. Mientras sus hijas de 9, 8 y 3 años terminan de almorzar, ella abre su pasado de par en par al igual que las puertas de su nuevo hogar.

Con una sonrisa amigable y franca, comienza a contar su historia: “allá (por el barrio 2 de abril) vivía con mi marido, las tres nenas y siempre una visita extra (risas). No dormíamos tranquilos por el tema de las inundaciones. Era una casa chiquita y a medida que se que iban descomponiendo las paredes de madera por el agua íbamos cambiándolas por chapas. No podíamos ir a otro lado. No nos daba el bolsillo, entre mi marido que no trabajaba siempre y yo que tampoco, no nos quedaba otro opción”.

Pasaron siete años de sus vidas entre el agua y el barro hasta que ella empezó a moverse y a trabajar por mejorar las condiciones de vida de los vecinos del lugar. Entre otras cosas, participó del plan para instalar una red de agua potable (no vinculante), ayudó a los vecinos con trámites municipales y además realizó un relevamiento de las familias con títulos de propiedad. Después siguió luchando hasta que llegó el anuncio de la casa nueva. “Teníamos fe de que iba a salir. Por mas que la gente dijera que no, que éramos mucho, yo tenía esperanzas”.

Ahora, en su nuevo barrio, está ansiosa a la espera de que empiece a funcionar el SUM (Salón de Usos Múltiples) que funcionará en el obrador y será utilizado como espacio de reunión y organización del vecindario. Una de sus primeras tareas autoasignadas es recolectar el nombre, apellido y DNI de las mamás del barrio que reciben los sachets de leche del Plan Más Vida. Con esa lista pedirá en la municipalidad el pase de las beneficiarias de la boca de expendio del 2 de abril al de Ministro Rivadavia “Somos bastantes mamás y no sabemos dónde ir. Tampoco podemos ir hasta el otro barrio”, señala.

Hoy, dice Susana, se siente en “un castillo”. “Ayer, vino la lluvia y dormí tranquila, sin preocuparme de tener que levantar las cosas. Mi marido me dice: dejamos de ser la casa flotadora”, cuenta entre risas. “Estamos felices. La más contenta es la hormiguita (su hija de 3 años) porque está en la casa linda, como dice ella. Se ríe, corre de acá para allá, tiene la libertad de caminar tranquila por toda la casa, no como en el 2 de abril, que vivíamos con miedo al arroyo”.

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LAS HIJAS DE SUSANA CABRERA, DE 9, 8 Y 3 AÑOS.
Imagen: Juana Ghersa
 
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