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Viernes, 11 de febrero de 2011

RESCATES

La verdadera reina

Elizabeth Angela Marguerite Bowes-Lyon

4 de agosto de 1900, Hertfordshire - 30 de marzo de 2002,

Castillo de Windsor

 Por Marisa Avigliano

Cuando se dice que por sobre todas las cosas la reina madre era una mujer de familia, ¿se está diciendo que era como un ama de casa? ¿Qué es realmente lo que se dice y se cuenta sobre la vida de una persona a la que no se le da nunca la espalda y se la llama Su Alteza, Su Majestad? Elizabeth nació noble y en Escocia, se casó con Alberto, duque de York, devenido rey (con el nombre de Jorge VI) en 1936 cuando murió su padre y su hermano abdicó por amor. Tuvo dos hijas, Elizabeth y Margarita. Fue reina consorte hasta que murió su marido (ella tenía 51 años) y luego reina madre, cuando su hija mayor (Isabel II) llegó al trono. Ser consorte y madre (nunca sólo reina) quizás explique un poco esto de ser una mujer de familia.

La vida privada siempre se cuenta mal, quizás esa sea la gracia. La monarquía –aunque lo intente– no está exenta de esos secretos a voces, así que no es extraño que se haya dicho que debió someterse a un tratamiento de fertilización asistida para que nacieran sus niñas, que su árbol genealógico paterno no era tan noble como aparentaba, que había nacido en una ambulancia tirada por caballos –animales por los que sentía una devoción especial– saliendo de la mansión de sus padres, que vivía agobiada por la tartamudez y la salud débil de su marido o que le gustaba mucho tomar vodka cerca de las seis, en un fin de tarde festivo.

Más allá de los guiones cinematográficos, la reina consorte pasó a la historia como la mujer de temple paciente, la dedicada esposa que acompañó a su marido, el rey Jorge VI, durante la Segunda Guerra Mundial, la mujer que no quiso abandonar la isla durante los bombardeos. Hace algún tiempo se publicó una carta –gran parte de su correspondencia fue destruida por decisión de sus hijas por considerarla demasiado privada– escrita por ella en la que le contaba a su suegra el momento en que oyeron descender un avión nazi en el patio interno de palacio y vieron “una gran columna de humo y tierra que se elevaba en el aire, y entonces todos nos agachamos como un rayo en el pasillo”; la misma a la que Hitler bautizó como “peligrosa “ y la que supo enseñarle a Isabel II (llegó al trono cuando tenía 26 años) las razones de su estirpe, su heredada singularidad.

“Cuando tardé tanto en darte el sí no fue porque no estuviera enamorada, sino porque temía por mi vida, una vida que nunca sería mía”, le dice a su esposo en el oído en una escena de El discurso del rey, una Bonham Carter en bata y con el pelo suelto. Juegos biográficos que buscan encontrar una dimensión interior en esta mujer, demasiado dulce, demasiado abnegada, que supo como nadie la vergüenza por la que pasaba su marido cada vez que se enfrentaba a un micrófono.

Murió a los 101 años, “pacíficamente mientras dormía”, dijo un vocero del palacio, mucho después de haber visto los funerales de Diana, después de haberse dado cuenta de que su querido nieto Charles, al que tanto elogiaba de niño, seguramente nunca llegaría a ser rey y unos meses después de haber enterrado a su hija Margarita. Una larga fila, más de 4,5 kilómetros, recorrió Londres y ocupó los puentes sobre el Támesis para despedir a la última emperatriz de la India. Once años después, la reina madre de la monarquía británica recorre las ciudades del mundo y es noticia en los diarios –mucho más que cuando hacía sus visitas de Estado y giras reales junto a su esposo–, pero esta vez –y mientras los críticos señalan errores históricos y ausencia política en la película–, ella brilla en afiches y carteles eternamente joven gracias a Bonham Carter.

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