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Viernes, 18 de febrero de 2011

¡Splash!

Tres mujeres unidas en la pasión por el agua. Gabriela Díaz, Paola Gezzi y Roxana Salpeter volcaron sus oficios y pasiones a la fluidez del río o el mar, inspiradas por un recuerdo de infancia, un deporte o la belleza imponente de la vida acuática.

 Por Luciana Peker

La mujer de agua
baila en el umbral
un balcón vacío
que se aleja
vuelca su milagro
vuela hasta llevar
a una golondrina
que se esconde en un lugar

(“Mujer de Agua”, de Alberto Verenzuela, músico y compositor del grupo La demanda.)

–¿Qué sentís cuando estás en el agua?

–Mariposas en el estómago. Eso siento. Pasión. La misma pasión que cuando escucho reír a mi hijo. Me hace feliz. Por eso no puedo salir del agua –dice Gabriela Díaz.

Gabriela es una psicóloga que colgó los títulos y las prácticas de psicodrama en el Hospital Borda para desafiar el río, primero en esquíes acuáticos y después en una patineta flotante (aunque ella la hace volar) y ahora combina sus pasiones en la especialización de psicología deportiva.

Ella tiene una escuela que lleva su nombre bien grande, arriba de un muelle donde su marido –Gustavo Tate– la espera para darle la mano al subir y sus perros para moverle la cola, claro. A él lo eligió porque, aunque tenía una vida de mujer independiente y viajera, le fascinó que él la quisiera manejar. Literalmente. Los demás, manejaban la lancha y después pretendían entrenar un rato con ella. El se conformaba con el volante y la dejaba a Gabriela despegar sus piernas entre el agua y el aire.

Ella siempre fue inquieta. Sus papás iban al Tigre y Gabriela –hija de Marta Busto, una pionera jugadora de básquet– empezó a probar, y de probar a entrenar. No es famosa, pero sí reconocida en su especialidad. Es una mujer con hazañas deportivas que van más allá del delta. Fue subcampeona en Ballantines Southamerican Open, en el 2006, en Brasil; campeona de la Copa Quilmes, en febrero del 2003, en Buenos Aires; campeona sudamericana, en el 2001, en Puerto Madero; campeona argentina consecutiva entre 1988 y 1999 y así siguen los honores que recibió acá o en Orlando, Grecia o Austria.

No juega al fútbol ni al tenis. Entonces, es raro que la pasen por tevé. Pero salta, da vueltas, toma impulso, sus rulos se dibujan con el viento y el viento la dibuja a ella arriba de su tabla en wakewoard, que quiere decir algo así como hacer skate con olas artificiales (las que se forman con la marea de los otros barcos del río) y ella es eso: una mujer que creció –como una ola inesperada– en ese mismo charco inconmensurable.

–¿Qué es el agua? –pregunta la cronista de Las12 pidiendo una definición clara, simple o tonta de esa textura indefinible que recorre la nota, el verano, las mujeres, ese piso siempre movido y acunador.

–El agua, el agua del río, es como la sangre –define Gabriela.

“Yo empecé cuando no había nada ni nadie en el río y menos mujeres”, relata Gabriela, con un contar picante, como si en cada palabra tuviera que justificar su paso por la tierra, ese paso que salpica sin hundirse, pero sin flotar a bordo de algo que la lleve y la ayude a nadar o volar, lo que venga.

“El deporte tiene un alto grado de patología, por eso hacés cosas que no son normales”, despliega con 42 años y la misma pasión por anudar nudos o arrodillarse a ver patos en un muelle. Piensa y vuelve a definir: “El agua color marrón, el agua del río, es mi lugar en el mundo”. No lo dice. Pisa. Y se queda allí, en su escuela, su casa, donde eligió vivir.

CON BRUJULA

Le hacen señas para que pase y ella pasa. No es un cumplido. Ella no necesita favores. Sus plumas violetas vuelan entre su pelo rubio con la brisa que sale con los primeros zumbidos del andar, y ella maneja como si sus manos danzaran y su pollera de jean nunca se alterara por los saltos que hacen recordar al viejo juego del samba en el Italpark.

La lancha de adelante se llama Queen Susan. Pero ella no necesita que la coronen. Hay media hora desde la guardería acuática hasta el Canal del Este y el Río de la Plata, allá donde la brújula marca Rumbo 90º y la brújula marcó el nombre del hotel familiar –de su mamá Graciela, su papá Jorge, su cuñada Sofía y su hermano Matías– que Paola Gezzi –como la lancha– también capitanea. Ese proyecto la hizo volantear su vida, dejar la casa de su mamá e irse a vivir sola en San Fernando. “Tenés que mantener y respetar el ambiente”, dice sobre su predio arbolado, engamado en verdes y en aves, en silencios y sonoridades que no se encienden, se sienten.

La lancha repiquetea como las olas que dejan de rezago las embarcaciones más grandes pero que ella pasa con sus uñas rojas firmes, firmes pero casi sin aferrarse al volante. Gabriela también coincide con esa bandera hecha de flores amarillas silvestres y vegetación gigante –pero también de depredadores que quieren hacer countries en el delta para cortarle las raíces al delta–: “Una de nuestras bases es el respeto al medio ambiente y a la naturaleza, y enseñamos a quienes se acercan a cuidar la ecología y respetar las reglas básicas de seguridad”.

“Yo empecé a vivir el delta de vacaciones con mis primos en el Paraná de las Palmas, no había ni luz, hace 32 años”, recuenta Paola. Y también pone en juego su presente, donde la libertad se hace aire y el aire, brisa marina. “Yo estoy soltera, sin horarios ni feriados para compartir. Por eso puedo trabajar mucho, y trabajar es un placer. A mí me enganchó mucho ser una mujer en el agua”, sonríe Paola, ex estudiante de Sociología.

¿Por qué? La respuesta parece obvia cuando el sol se vuelve calidez; el más allá, un horizonte, y el suelo, una danza sobre los pies y las pisadas ya no son firmes sino barrenadas. “El agua me relaja, me gusta irme del cemento y del ruido de la ciudad. Incluso al final del día me siento cansada, pero con un cansancio lindo”, valora.

Pero nunca se la ve cansada a la hora de manejar su propio medio de transporte: “Lo que más disfruto es manejar en el río sola o con amigos y tomando mate”, rescata.

Gabriela y Paola se unen por el agua, por el trayecto del río, pero además una comanda una escuela deportiva y otra un hotel, y las dos saben que por más que condimenten su autoridad con dulzura y humor, la autoridad femenina todavía hace olas. “Los que vienen a trabajar con nosotras ya saben que van a trabajar con mujeres y no es fácil que se lo banquen”, coinciden.

MARE PARADISO

A los nueve años, Roxana Salpeter estaba atenta al clima. Ahora también. “Con todas las complejidades que tiene la vida, a mí se me tiene que ocurrir hacer algo que depende del tiempo”, se ríe de sus debilidades, que son las pasiones que la fortalecen. A los nueve años su papá y su mamá se fueron a vivir al Viejo Hotel Ostende (VHO) y ella hizo cuarto grado en Pinamar. Cuando llovía no se podía ir en auto, por eso caminaban los tres kilómetros que separan ambas costas por la playa bajo la consigna “El que canta no se moja”. Aunque se mojaran.

Ahora le pide a Neptuno, le hace propaganda al mar en sus fotos casi diarias que cuelga en redes sociales y corta clavos (o granitos de arena) para que sus funciones de cine (ambiental, infantil, cultural) puedan realizarse, pero no en un cine con pochoclo ni en un cineclub ni en un autoclub, en una pantalla al aire libre y con los pies en la arena tibia. Un clásico en el que se pasan películas clásicas como El globo rojo (con suelta de globos y todo) y que también para ella son una forma de volar más allá de gerenciar un hotel (también clásico) en la costa argentina. “Es una cosa épica y que cuesta mantener. Pero doy cine en la playa porque siento que es lo que tengo que hacer”, resalta.

“El mar me dejó una marca muy profunda desde chica”, subraya la directora del VHO.

–¿Cómo es trabajar a una cuadra del mar?

–Hay días que no puedo ni ir a mirarlo. Pero el mar es una presencia muy fuerte que me pone en eje. Me gusta escuchar el ruido del mar cuando me voy a dormir, y tratar de sentirle todos sus estados de ánimo todas las noches.

La mujer de agua
sabe encender
esos llantos que te da la tierra
vuelca sus mareas
transpira tu piel
estrellando pies de gotas
que no deja de correr

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