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Viernes, 25 de febrero de 2011

PANTALLA PLANA

Almorzando con aborígenes

Se acaba de estrenar Esposas de la tribu, un docu-reality que deja en evidencia hasta qué punto la televisión no le hace asco al racismo y puede ser vehículo de la estupidez occidental, burguesa y cristiana.

 Por Natali Schejtman

Podría ser una publicidad de las que terminan con Llame ya: ¿Está harto de la oficina? ¿Siente vacíos afectivos y tapa la reflexión sobre su vida con horas de chat y celular? El producto en venta podría llamarse “Buen Salvaje” y se encuentra en costas escondidas del planeta. De algo así se trata Esposas de la tribu, un docu-reality que tiene lugar en la pantalla de Tru TV y que propone un escenario atractivo a partir de la fórmula del choque cultural con trasfondo existencial-televisivo: una mujer inglesa, urbana y moderna que siempre siente “que le falta algo” (como dice la introducción) decide ir a pasar un mes con una comunidad aborigen. Entonces, en cada capítulo hay una mujer diferente en una comunidad diferente, y una cámara que registra qué es exactamente lo que eso implica.

La temática de la pureza de los hombres en “estado de naturaleza” es recurrente y crece como una fantasía bienpensante –y en algunos casos hipócrita– frente a los avances de la velocidad occidental. Pero no deja de ser interesante ver el cruce entre una mujer aparentemente autosuficiente y otras cuyo fuerte es la vida comunitaria y el rol social. En esa interacción puede haber sobreactuación o curiosidad genuina o bienestar o malestar. Veamos los casos emitidos hasta ahora.

Tenemos a Sass, una chica de 34 años, soltera de Oxford, que cuenta en un comienzo su mapa familiar de base como para mostrar el origen de su angustia: su madre la abandonó cuando, en medio del divorcio, ella dijo que prefería vivir con su papá. Sass aterriza en la comunidad kuna, en Panamá, y todo le parece excitante, hasta una hamaca paraguaya que observa con fascinación y cierto temor. Ella, con su agüita Evian, escucha a las matronas kunas con atención y se relaciona sobre todo con Ana Lida por medio de un traductor. La comunidad la acondiciona para que sea una más; aunque es ostensiblemente más alta y rubia es recibida con una sonrisa y lo primero que hacen es maquillarla como a los de su tribu. Ana Lida es muy buena con Sass, la ayuda a sacar los malos espíritus y le enseña a coser y hacer un café extremadamente dulce que debe servir primero a los hombres (como Sass es soltera Ana Lida le da funciones de hija). Tanto ha dimensionado Sass a Ana Lida, que compara su lugar con el de la madre que le faltó. Y por supuesto, menciona cómo son felices con tan poco y tan amables.

El segundo caso emitido es mucho más interesante. Karen, una divorciada con dos hijas mujeres, es bastante más sensata frente a lo que le parece poco confortable o demasiado distinto, sin ser descortés ni antipática ni poco curiosa. Llega a la comunidad waorani, en Ecuador. Ellos la reciben maquillados y desnudos, como se manejan en la vida. A diferencia de Sass, que le temía a un cangrejo, Karen le teme a una araña venenosa y no puede soportar mucho tiempo bañándose en el río Cononaco porque le incomoda el lodo por debajo de los pies y siente que en ese río un bicho malo la está azuzando. Arma una relación con los waoranis: va a cazar, prepara los animales una vez que llevan muertos –desde monos hasta jabalíes– sin que se le caigan sus anillos ingleses (su madre le enseñó a desplumar aves; Karen admite que sus hijas no tienen idea de cómo se hace eso) y accede a sacarse, en la fiesta de despedida, el corpiño. Pero no la bombacha, aunque las mujeres waoranis le dicen “todas tenemos vaginas”, para que ella se saque de una vez la ropa interior. Lo que hace más interesante el capítulo de Karen es que ella trata más de igual a igual a las personas de la tribu: a una chica de 15 que ya está casada le pregunta si le gusta su marido y si no le molesta que eso lo hayan decidido sus padres. No obtiene grandes respuestas, pero la pregunta encierra un punto interesante que podríamos esperar de Esposas de la tribu, y éste es ver las sutiles diferencias entre estas mujeres a las que “les falta algo” y cómo se relacionan con lo distinto. Karen tiene más de 40. No bien llega, un soltero de su edad, a quien su mujer abandonó para irse y hacer una vida occidental, le dice que quiere casarse con ella. Es el cazador, es muy viril y está siempre desnudo. La cosa pasa de ser un guiño. No lo es para nada, de hecho, y se convierte en la historia central del capítulo. Finalmente, en una fiesta, los casan, porque casarlos es sentarlos juntos y cantar una canción, entre otras cosas. Karen siente que debería hablar en serio con él, como para que no sufra. “Estaré aquí esperándote por siempre”, dice él.

También Karen observa que ellos tienen una calidad de vida mejor que la suya, pero el capítulo relata la amenaza que sufre esta comunidad y la violencia a la que se enfrentan: los leñadores saquean sus recursos, también amenazan con matarlos o echarlos.

Los waoranis hostigados, el amor interétnico que no será y las diferencias abismales entre las costumbres de personas criadas en otros ámbitos le dan gracia y, depende de los participantes, picor a la serie. Siempre uno se queda con las ganas de saber cómo fueron los contactos previos con la comunidad. En el caso de Karen, también de saber si su pretendiente ya se habrá curado del despecho.

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