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Viernes, 8 de abril de 2011

RESCATES > LEILA DINIZ

Toda mujer quiere ser amada

Garota de Ipanema fue musa y símbolo de la revolución cultural carioca de los años ’70. Dueña de un estilo irreverente, defendía los derechos de la mujer y el amor libre. Un homenaje a 66 años de su nacimiento.

 Por Cecilia Alemano

A fines de los ’60, en el periódico Pasquim de Río de Janeiro, un grupo de bohemios se oponía a la dictadura militar de René Barrientos del único modo posible: con tinta, humor y sarcasmo. Entre ellos estaba la mujer menos pensada, Leila Roque Diniz. La cara de Río, la garota de Ipanema, aquella cuya espontaneidad contrastaba con el estilo esmirriado reinante, el sueño erótico de cualquier chico de la época, la musa de celuloide de toda una generación. Casi, casi, como si la Coca Sarli se hubiera puesto a escribir editoriales para la revista Humor.

El último 25 de marzo Diniz hubiera cumplido 66 años. Nació en un hogar de clase media de Niterói, una localidad de arenas calientes y mar azul próxima a Río. Su padre era un bancario militante del Partido Comunista Brasileiro, que gustaba de leer y de la música popular. Su madre, que sufría graves problemas de salud, fue internada cuando su hija tenía siete meses y al salir, dos años después, se volcó a una intensa religiosidad. La pequeña Leila fue entregada a sus abuelos paternos y luego criada por la segunda mujer de su padre, Isaura. “Mi madre biológica, la llamada puta que me parió, vive en Santa Teresa”, dijo Diniz en una entrevista. “Yo fui criada por otra, mi madrastra, también muy agradable.” Su adolescencia transcurrió en la Copacabana de fines de los ’50, donde se convirtió en maestra jardinera, conoció al cineasta Domingos de Olivera y dio sus primeros pasos como actriz. La relación con de Olivera duró poco más de dos años pero les alcanzó para rodar Todas las mujeres del mundo, su película más célebre.

“No actúo, no canto, no soy la mujer maravilla, no danzo. Mi negocio es disfrutar de las cosas, y cuando eso pasa las personas lo aprecian”, declaró Diniz. En una reciente biografía, el crítico brasileño Ely Azeredo sostiene que “El teatro no era lo suyo. La televisión la usó de modo superficial y el cine brasileño no estaba preparado para una fuerza natural como Leila. Ella era personal por demás, carnal por demás y real en demasía para ese cine de los años ’60”.

La Diniz tras la cámara era la que más daba que hablar. En 1969, Pasquim la sacó en tapa. Los lectores encontraron sus palabras salpicadas de asteriscos. 72, para ser exactos. Uno por cada cosa incómoda que había dicho, como por ejemplo: “Tuve miles de aventuras. Duermen en mi cama algunas noches, pero nada más. Nada de estabilidad. Podés amar mucho a una persona e ir a la cama con otra”. Afirmaba también que “La censura es ridícula, no tiene ningún sentido”. La edición vendió 117 mil ejemplares y la dictadura autorizó la censura en la prensa mediante el “decreto Leila Diniz”. Su teléfono empezó a sonar menos. En tiempos de patrullaje ideológico, su figura irritaba a militares, conservadores, clasemedistas biempensantes y hasta a algunas feministas que despotricaron en su contra: “Ser mujer es más que salir regalándose por ahí”, disparó la líder feminista Rose Marie Muraro. La TV Globo no le renovó contrato y hasta un director de la cadena llegó a declarar que no tenían “papeles para prostitutas”.

Pero ella redobló la apuesta y se apareció en la portada de una revista con malla de dos piezas y una panza de seis meses. “¡Gravida en biquini!”, gritaban los titulares. Hasta entonces, la pacatería, que también llegaba al trópico, recomendaba ocultar el vientre tras una enteriza. De acuerdo con su biógrafo, Ruy Castro, aquello se interpretó “como una ofensa contra la maternidad y una afrenta a la Virgen María”. Estaba embarazada de Janaína, fruto de su matrimonio con el director de cine Ruy Guerra. “Quería ser madre desde hace diez años, pero me faltaba coraje”, dijo un día sonriente.

La mujer que nunca estaba de mal humor, que volcaba sus dolores en un diario íntimo y que firmaba con un círculo con un punto en el centro, tenía 27 años –como Janis Joplin, como Jimi Hendrix, como Jim Morrison– cuando voló a Sydney para recibir un premio. Adelantó su vuelta porque extrañaba a su pequeña, pero el avión donde viajaba explotó en el aire sobre Nueva Delhi y la beba perdió a su mamá a los siete meses, tal como le había ocurrido a ella.

Casi 40 años después, su mito crece. Inspiró un film, dos biografías, una ONG por los derechos de la mujer y algunas letras de canciones. En “Todas las mujeres del mundo”, Rita Lee, otra de las “musas del ’68”, le dedicó versos que dicen: “Toda mujer quiere ser amada, toda mujer quiere ser feliz. Si toda mujer se hace la pobrecita, toda mujer es la mitad de Leila Diniz”.

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