las12

Viernes, 6 de junio de 2003

ENTREVISTA

ASI SOY

Actriz, pero sobre todo cantante, Sandra Mihanovich ha impuesto su nombre y su estilo a muchos de los prejuicios que, como tal, la preceden. Más allá de sus elecciones o su famosa cuna, ha trazado un camino en espiral que siempre la devuelve a su primer amor: la música.

 Por Marta Dillon

Desde la ventana que da a la calle la mirada puede atravesar la casa y llegar hasta el parque, un rectángulo verde y desnudo, tal vez arrasado por las cuatro perras que tan feliz hacen a su dueña. Siempre intimida tocar el timbre en una casa que parece transparente, apenas cortada por las líneas horizontales de las persianas de madera. Y ella se toma su tiempo para abrir la puerta, pero cuando lo hace, Sandra Mihanovich luce como una perfecta anfitriona, dando un paso al costado para habilitar los de la invitada, exhibe su sonrisa para subrayar el gesto y antes de que nadie se hubiera sentado ofrece su lista de bebidas para la hora del té. Después se disculpará por el humo que el viento devuelve al interior por la campana de hierro forjado de su hogar a leña. Es que ella es piromaníaca, confiesa, y no puede dejar el fuego tranquilo. Hará honor a su confesión durante toda la charla, alimentando el espacio entre los dos grandes troncos que arden lentamente con maderitas que corta haciendo palanca contra la rodilla, tiznando sus manos con hollín, ocupándose de mantener la llama siempre encendida. Esta casa blanca y austera, de pisos rojos y cielorrasos de madera es la que siempre soñó, con pastito para “sus criaturas” y una buena parrilla para los asados que hace personalmente. “Eso del gran parrillero es un mito –dice–, sobre todo acá, donde la carne es siempre buena. Lo único que se necesita es perderle miedo al fuego, al calor, después, mientras no se te queme...” El secreto del asado, en definitiva, es la historia de su vida. ¿De qué otro modo más que perdiendo el miedo es posible transitar a través de los años?


Lo que más le hubiera gustado de niña era ver a su madre en el teleteatro “Cuatro hombres para Eva”, ¿cómo sería verla besándose con otro hombre? No estaba en los planes de sus padres que ella lo averiguara, los niños se iban a la cama mucho antes de que el novelón alumbrara las pantallas. Esa fue la única curiosidad genuina que le produjo la carrera de Mónica Cahen D’Anvers, su madre, o Mónica, la de “Telenoche”, como la conocen en todo el país, salvando ese susurro que escuchó a su paso en el patio de la escuela: “Ahí va, es ésa”. Esa era la hija de la señora que llegaría a ser la cara de Canal 13, una niña tímida que no conoció el mar hasta los 12 y que pudo relacionarse con sus compañeras después de los diez, cuando aprendió a tocar la guitarra. Hasta que terminó quinto año, el colegio Northlands era su mundo y las vacaciones eran tres meses completos en el campo de su abuela, siguiendo a los peones cuando conducían las vacas por la manga, perdiéndose en la llanura con una yegua que combinaba su nombre y el de su hermano Vane: Vanesa. Fue hija y nieta primogénita de dos familias aristocráticas que la educaron con austeridad británica aunque ese origen no estaba en su sangre. “Mi abuelo Mihanovich, que falleció antes de que yo naciera, tenía mucha plata. Pero falleció, y esa plata se fue perdiendo en el camino. Yo viví mucho mejor que mucha gente, fui a un colegio caro, pero tenía una semanalidad y tenía que pensar antes de pedir algo que quisiera. Nunca tuve chofer, por ejemplo. Mi vieja tenía un sueldo, de televisión, pero sueldo al fin. Crecí con la idea de que a la plata había que ganársela trabajando y de hecho en cuanto terminé el colegio me puse a dar clases de guitarra. La independencia y el autobancarse era lo más natural y lógico.” Lo dice para evitar el prejuicio que podría generar su cuna. “Una mina concheta se supone que es boluda, y no siempre es así”, dice. Los prejuicios se han erguido en su camino como vallas, y todavía le cuesta saltarlas. Tanto que algunos todavía la dejan muda.


Quienes tengan edad suficiente recordarán una publicidad de cigarrillos dirigida por Luis Puenzo en la que Sandra cantaba su primer hit: “Mucho tiempo”, compuesto por su hermano Vane, el primer músico que la proveyó de repertorio. Porque así lo fue armando en adelante, conocía a alguien que le interesaba, escuchaba atentamente y después pedía permiso para interpretar sus canciones. En el principio eligió lo que escuchaba en su casa, en esas veladas musicales en que los Mihanovich hacían gala de su tradición jazzística. Su tío Sergio, por ejemplo, compuso temas que cantó Bill Evans. Y a su abuelo Raúl lo conoció por los cuentos de Antonio Carrizo, quien solía presentarlo cuando componía el cuarteto Black Birds, que no eran negros pero cantaban con éxito en Radio El Mundo. Por eso en su primera presentación profesional eligió dos temas en inglés que se escuchaban en su casa, dos de Joan Manuel Serrat y uno de Gershwin que interpretó junto a su madre.
–Fue el 20 de mayo de 1976, en un lugar que se llamaba La Ciudad, se había abierto en enero y era espectacular, hasta tenía una cascada. Pero yo tenía que cantar sin mi guitarra y me sentía completamente expuesta, me moría de miedo. Llegué ahí porque la que regenteaba ese lugar era Blackie, amiga de mi vieja, que además de periodista era una excelente cantante de jazz. Esa noche también tocaban Jaime Torres y Buenos Aires 8. Era mi primera presentación profesional y me pagaron una bocha, para mí era una fortuna. Desde entonces empecé a trabajar casi todas las noches, dejé el Conservatorio de Arte Dramático y al año me fui a vivir sola. No es que ganara una fortuna, pero cantaba de lunes a lunes y hasta me pude comprar mi primer auto, un Fiat 128 usado que me hizo muy feliz, me dio una gran sensación de poder eso de ir a cualquier parte con vehículo propio, una gran libertad.
–Justo en una época en que la libertad no era exactamente un bien común.
–Fue una época dura, pero la verdad es que yo era bastante ignorante. El conservatorio fue intervenido pero yo nunca estuve vinculada a la vida política desde ningún lado. Mamá trabajaba en televisión y era periodista, pero en esa época se ocupaban de que el periodismo no estuviera relacionado con cosas que pasaban acá. De hecho, el gran boom de Mónica Presenta eran los viajes, se iba todo el staff por todas partes mostrando lo que pasaba en cualquier lado, menos acá. Viví como tantos argentinos, sin saber demasiado.


En la televisión su padrino fue Andrés Percivale, partenaire de Mónica en el noticiero. El la invitó a su programa “La Noche de Andrés” y ella, como siempre, dijo aquello del miedo y la vergüenza. Pero grabó un par de canciones y Andrés la invitó a ver la transmisión en su casa. Ella todavía no tenía su 128, pero con el fitito de su tía Sonia le alcanzaba para sentirse poderosa y capaz de ofrecerle a un hombre, galantemente, llevarlo a su casa, desde Constitución a Belgrano. El hombre era Alejandro Doria.
–En el camino, esa noche, paramos en uno de esos boliches típicos de la avenida Libertador, Selquet creo que era. Y nos quedamos charlando, muchísimo, hasta la madrugada. Y ahí me dijo: “Vos, con esa cara, tenés que ser actriz”.
Y ella, otra vez, que no, que tenía miedo y vergüenza. Así que lo dejaron. Hasta una madrugada del año siguiente, cuando alguien, no se acuerda quién, fue a buscarla al pub en el que cantaba para decirle que Doria quería verla al otro día por un programa que estaba haciendo en Canal 9: “Alta Comedia”. Fue un unitario en el que hacía de alcohólica, en pareja con un hombre mayor. Mucho después llegarían otros unitarios con Doria –en el ciclo “Atreverse”– y cuatro películas –la dirigieron también Fernando Ayala y Javier Torre–, siempre con una buena carga de sufrimiento. Porque lo suyo era cantar, la música era capaz de quitarle las inhibiciones. Actuar era como estar desnuda.
–Yo había soñado desde chica, desde que estuve una vez con mi abuela en Estados Unidos, con la comedia musical. Por eso me encantó cuando trabajé con Pepito Cibrián en una comedia musical que se llamó “Aquí no podemos hacerlo”. El pianista de esa puesta era un pibe jovencito que se llamaba Alejandro Lerner. Me acuerdo que un día llegué al teatro y él estaba en el piano. “Che, qué bueno eso, ¿qué es?”, le pregunté, y él, “nada, es un tema mío”. Después terminé incluyendo en mi primer disco “Cuatro estrofas”, de Lerner.
–Que fue el mismo en el que estaba “Puerto Pollensa”. ¿Con ese tema también te cruzaste de casualidad?
–Sí, las cosas se fueron dando. Doria me invitó a una reunión de bienvenida que le hacían a Marilina (Ross), que empezaba a volver calladamente. Yo la admiraba, sabía que era una actriz de la hostia y punto. Pero bueno, la escuché cantar ese tema y se lo pedí. Y fue un éxito impresionante.
O alucinante, sobre todo para los gorditos de gafas que aprendieron a hilvanar sugestivas interpretaciones por lo bajo.


Muy bostera. Con esas palabras, ni una más ni una menos, define Sandra a su corazón futbolero. Como buena jugadora de hockey que fue, le encanta el fútbol, va a la cancha y el último domingo respiró aliviada por el milagroso empate de Boca que impidió que pase toda la semana amargada. Ahora ya no practica deportes. A veces, de vez en cuando, juega al tenis. Pero se confiesa vaga para la actividad física, prefiere ver partidos por la tele.
–En realidad, el deporte me abrió muchas posibilidades cuando era chica, yo ni siquiera sabía que podía correr la primera vez que me hicieron una prueba. Pero después resultó que jugaba bien, y lo hice hasta que empecé a cantar, sentía que las dos actividades no eran compatibles.
–¿Por qué?
–Por los tiempos, por un lado. Pero además sentía que cuanto más jugaba más me parecía a un futbolista. Y esa no era la idea estética que tenía de una cantante. Me pareció que tenía que abandonarlo si quería dejar de sentir el cuerpo como un bloque de hormigón armado.


Su mejor amiga fue su madre hasta los catorce. Después, las cosas se complicaron. Había algo que no podía decir, no podía explicar, no sabía cómo. Entonces cortó por lo sano y pidió hacer terapia.
–Era mi mamá y yo era una adolescente, siempre es difícil hablar de ciertas cosas con tu mamá.
–¿Se trataba de asumir tu sexualidad?
–Hice varios años de terapia, y sí, lo más interesante que descubrí fue que el objetivo no era tener una opción sexual en particular sino ser feliz. Y a partir de que tuve eso claro pude ser un poco más feliz. Pero ese es un tema al que le escapo. Básicamente, por los prejuicios. Esta es una sociedad muy prejuiciosa y no quiero que mi sexualidad me anteceda, quiero ser una persona que canta, qué sé yo. En un momento eso se convirtió en un monotema y entonces le escapé. Porque aunque ahora hubo gente que habló de su homosexualidad, como Juan Castro u otros, ellos vinieron veinte años después.
–Y además, son varones.
–Es cierto, pero para mí, una vez que estuvieron las cartas sobre la mesa fue más que suficiente, fue placentero, estuvo bien, siempre evité hacer bandera o apología sobre el tema.
–Sin embargo, en la elección de algunos temas pareció haber cierta necesidad de expresarte.
–Fue circunstancial, las cosas fueron sucediendo desde otro lado, no es que yo haya elegido un camino, no me lo propuse. Soy una mina franca, las caretas no me rinden. Pero tampoco te puedo decir que, por ejemplo, elegí cantar “Soy lo que soy” para decir algo. Simplemente la escuché en una discoteca gay de Brasil y me encantó. Hice algo que me juré que nunca haría, traducir una canción. Pero ya ves, los nunca y los jamás nunca se cumplen.
–Y “Soy lo que soy” se transformó en un himno.
–Sí, pero también porque era una época –1984– en que todos queríamos cantar eso y que no nos rompieran las pelotas. Pasaba por reivindicar querer ser lo que se te canta. La verdad, me di cuenta de lo que había hecho cuando me vinieron a hacer los reportajes y veía esa suspicacia del qué quiso decir con ese tema. Igual que con Celeste, no lo pensamos cuando hicimos la gráfica del disco Mujer contra mujer, te diría que fue básicamente un blooper. No calculamos nada, supongo que lo hicimos de brutas, nada más.
–¿Creés que ganaron o perdieron público con esa exposición?
–Supongo que ganamos y perdimos. Indudablemente cambió la historia.


Fue la primera mujer en llenar un Obras, el templo del rock, cantando su repertorio de baladas románticas, más alguno que otro tema en el que los productores no confiaban demasiado. “Yo como cantante busco variedad, más ahora que ya confío en que tengo una manera de cantar, un estilo. Entonces me animo a tomar cualquier canción que me guste y hacerla a mi modo.” La década del 80 fue su época de oro, comenzó a grabar un disco por año, dejó de actuar porque las giras y las grabaciones le exigían dedicación exclusiva y eso era lo que ella quería. El auge empezó, como para muchos músicos de su generación, cuando después de la Guerra de Malvinas las radios dejaron de pasar música en inglés. “Cuando grabé por primera vez, adelante mío le dijeron a mi productor que las mujeres no tenían éxito, era algo que se suponía. Pero yo siempre luché por cambiar los roles previamente asignados.” Después llegó su asociación con Celeste Carballo, y fue el encuentro de dos potencias en el momento en que más distintas eran. Celeste puro rock, casi punk, y Sandra, como mucho, había pasado de las baladas a canciones más rítmicas. Pero lo que empezó como una temporada de verano se extendió por cuatro años, con escándalo mediático en el medio y un Juan Alberto Badía colorado y refunfuñando frente a la explicación de lo que significaba Mujer contra Mujer. Después llegó la década del ’90, el fin del dúo y el comienzo de las dificultades.
–En el ’91 grabé un maxi con cuatro temas, gracias a que había grabado la cortina de un ciclo de Doria –“Atreverse”– con un tema de Eladia Blázquez. Y eso me dio tiempo para preparar el disco del ’92, Todo Brilla. Y ahí vino la era Tinelli, con sus programas de domingo –“Ritmo de la Noche”– que estuvo bastante bueno para muchos porque aunque cantábamos gratis en sus programas teníamos canje de segundos. Era un trueque, así yo podía promocionar en la tele mis shows a cambio de la exclusividad para Telefé.
–Pero eso también se terminó.
–Es que en el ’95 hubo un cambio en la política de los medios. En los programas de tevé empiezan a aparecer los Ricky Martins, los Luises Migueles, los masivos. Y los nacionales, populares pero no masivos, afuera. Lo mismo pasó en las radios, empezaron los estudios de marketing, eso de si dabas o no para el target. En definitiva, era me cago en el artista, no les importa. Para los medios lo artístico es un accidente, puede parecer un poco bruto, pero es así. Los músicos populares no volvimos a tener un espacio donde tocar en televisión. Los únicos que mantienen su kiosco, su espacio y su oportunidad son los muchachos de la bailanta.
–Y estuviste muchos años sin grabar.
–Seis. Fue una época complicada. Siempre estaba cantando igual. En giras por el interior, por el exterior. La historia tiene un peso específico que sostiene el laburo que una sigue haciendo. Pero ahí, otra vez como lo de la sexualidad, es una cagada que tu vida sea exclusivamente tu historia. Es como estar medio muerta. A mí me hace feliz tener una historia grosa, compartida con muchos, pero la cuestión es cómo hacer para abrirles un espacio a las canciones nuevas en medio de esos viejos monstruos que todos te piden que cantes porque para todos significan algo.


Hizo una comedia musical para niños con canciones de María Elena Walsh, un programa de radio con su hermano, ganó un Martín Fierro conduciendo un programa de videos para Much Music. No llegó a tener problemas de dinero. De alguna manera, dice, siempre zafa. No porque sea ordenada, de eso ni hablar. Siempre está intentando poner las cosas en orden pero antes de que lo logre los objetos se hunden otra vez en el caos. Será porque como dice, no puede estar quieta, ni siquiera es capaz de remolonear en la cama más de cinco minutos después de haber abierto los ojos. Es cocorita, como buen gallo en el horóscopo chino, y tozuda como todas las taurinas. Pero tiene más dudas que certezas, al menos es lo que ella declara, porque nada en sus gestos podría hacer pensar en alguien que no sabe lo que quiere. Igual, como todos, más de una vez tuvo que hacer lo contrario, cosas que no quería, como cantar en una fiesta en un country porque al fin y al cabo no vive de rentas y hace tiempo que no le pide plata a su madre para pagar el alquiler. A fines de la década del noventa volvió a actuar como parte del elenco de Pol-Ka. La televisión le ha tirado una soga más de una vez y ella la ha tomado gustosa, atravesando el miedo como colgada de una liana. Cuando su papel en “Vulnerables” se terminó, Adrián Suar le dio el premio consuelo de grabar la cortina del segundo ciclo del programa. Y entonces pudo volver a grabar. Después de seis años volvió a un estudio, encontró sello y productor y alumbró su disco número catorce. Ahora está grabando de nuevo, al mismo tiempo que actúa en “Costumbres argentinas”, donde interpreta a una cantante proscripta que gracias a que se acerca el fin de la dictadura empezará a cantar en breve dentro de la ficción. Tiene 46 años y se reconoce parte de una generación activa a pesar de los golpes. “Qué sé yo, siento que andamos por ahí haciendo cosas. Como ejemplo te diría que la arquera de mi equipo de hockey era Patricia Bullrich.” Ella sigue tan lejos de la política como estuvo siempre, aunque la curiosidad la lleva de revista en revista tratando de enterarse de todo. De la misma manera que husmea en la música para saber en qué anda el resto del mundo, aunque la cantidad de géneros disponible la tenga un poco perdida –“ni siquiera me sé los nombres, trash, gore, pin, pun, pan”–. Sandra ha sido capaz de saltar sobre las vallas de los prejuicios, por ser hija de, cantante romántica, lesbiana –aunque jamás haya usado esa palabra– o concheta. Más allá de todo, y aunque le pese su historia, ella es lo que es.

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