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Viernes, 29 de julio de 2011

DESPEDIDA

No, no, no

Como sus propias canciones, como sus dichos que ahora
suenan a presagios, Amy Winehouse fue coherente y genial. Cumplió con todas las expectativas de su público, que deliraba al escucharla y en cada caída.

 Por Guadalupe Treibel

Mientras los altares espontáneos se multiplican como conejos en el barrio londinense de Camden, las cenizas de Amy Winehouse ya conviven en la urna de su querida abuela. Papá Mitch, tachero devenido músico, pide tranquilidad a los medios, mientras organiza un megarrecital en honor a su hija, y los famosillos se encomiendan la tarea de decir por qué la veinteañera les cambió la vida. Dos cómicos brasileños se felicitan por filtrarse en el velatorio y mamá Winehouse repite que las últimas palabras de la diva fueron que la quería. “Ya tomé demasiado”, habría admitido antes de darse la cara contra el pavimento por última vez. En octubre, se sabrá cuál fue su última copa. A quién le importa.

Entre dimes y diretes, los amigos salen a hablar. Como Alex Folden, un chico que convivió con ella y fue compañero de juergas. Dice el muchacho que Amy era una tipa generosa, “capaz de gastar mil libras en cocaína en una noche para que nos colocáramos con ella”. Lo que olvida decir (o, mejor dicho, lo dice más tarde) es que se preocupaba por todos, les cocinaba y, cuando él tuvo que ir a rehabilitación, Amy le financió la limpieza con 130 mil libras de su bolsillo. Esa dádiva le salvó la vida.

Pero si con alguien Amy fue verdaderamente generosa fue con la prensa amarillista. De bruces contra el piso, la niña altanera se entregó al freak show como un espécimen digno de ser retratado y ellos, periodistas y camarógrafos británicos y del mundo, le retribuyeron el favor con simpatiquísimos calificativos: los de maníaco-depresiva, suicida, drogadicta, bulímica, anoréxica, abusiva, alcohólica y sex-adict ya se multiplicaban a diestra y siniestra a pocos meses del lanzamiento de su segundo disco, Back to Black.

Entre rumores y hechos, Amy robaba revistas; visitaba Noruega y terminaba presa por posesión de marihuana; mataba hamsters de sobredosis (el famoso caso de Georgie Porgie); se automutilaba por amor; aspiraba merca sobre el escenario; fumaba crack frente a cámara y luego padecía los videos virales. Se daba con todo (éxtasis, ketamina, whisky o vodka) pero se desmayaba por “agotamiento”.

Adelgazaba más de la cuenta y cuando los tabloides ponían un alerta, ella aseguraba una afición al gimnasio, para terminar admitiendo desórdenes alimentarios. A su físico escuálido le increpó dos macizos y artificiales implantes de teta y cuando –tiempo después– hizo una visita al hospital, a papá Mitch se le escapó que no era a causa de un resfrío: tenía una pérdida en una mama. Cuando visitaba a su ex en la cárcel (el amoroso Blake Fielder-Civil, que le habría presentado cuanta sustancia ilegal tocó la tierra), él se quejaba porque iba dopada y se quedaba dormida.

También probó el perfil bajo. Después de su divorcio, en 2009, pasó varios meses en St. Lucía y, de regreso a Londres, se mudó del movidito Camden a los tranquilos suburbios de Barnet (al menos, por un tiempo). Incluso volvió a los estudios de grabación (por supuesto, ya se anuncia un tercer LP post mortem; no vaya a ser cosa que perdamos la ola verde marketinera). De hecho, fueron repetidos sus intentos por desintoxicarse. Pero la paz duraba poco y las andanzas seguían...

Entonces le pegó a un fanático que quiso sacarse una foto con ella (¿Queriendo? ¿Sin querer? Ni el juez pudo definirlo) y se agarró de las mechas con el manager de un teatro al que fue para ver una pieza navideña de Mickey Rooney. Al parecer, la obra permitía el feedback del público pero, después de cinco whiscolas, Amy se entusiasmó demasiado y gritó a flor de piel. La movieron de lugar y le negaron más bebida. Humillada, se fue a las manos. Y se fue a juicio, qué va.

También salió a respaldar la campaña de Mooncup (una copa reutilizable de silicona para el flujo menstrual, francamente más ecológica que tampones o toallitas), que incentivaba a que las mujeres hablasen de sus vaginas. Cuando la artista se refirió a la suya como VaJew-Jew, ningún medio se aguantó las bromas... Una monada. Más tarde, lo harto conocido: su supuesta enfermedad en la piel y el reciente recital en Serbia con la petit muchachita de tatuajes grandes tambaleante, los abucheos, la gira suspendida.

Después se murió y lo hizo con sinrazón rockera y esplendor numérico: a los 27. Nuevamente, generosa, facilitó las categorías y se metió en el club que ya había recibido a Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain y Jimi Hendrix. Una más en la lista de las coincidencias. Gracias, Amy; les regalaste una nota de color a todos los noticieros del mundo. A Graciela Alfano, un motivo para inflar el circo y disfrazarse de vos. A los opinólogos berretas, la posibilidad de hablar de adicciones. A los prejuiciosos, más anteojeras para ver al rock como un infierno con jeringas. Hasta los cibercriminales te sacaron jugo y usaron la muerte (y supuestas fotos inéditas) para difundir virus y spam.

En el film Knock on any door, de 1949, protagonizado por Humphrey Bogart, un chico acusado de homicidio (Pretty Boy Romano, interpretado por John Derek) recomendaba “vivir rápido, morir joven y dejar un hermoso cadáver”. Amy tomó nota y reafirmó esa actitud punk-rock que la hizo famosa. No era una chica fácil. Era altanera y provocadora; borracha y drogona; una adicta compulsiva que –sensible– reconocía sus inseguridades. Como la vez que comentó cómo aún le daba vértigo el escenario y usaba su pelo fifties como escudo: cuanto más tembleque se sentía, más altura cobraba el batido. Las fotos no mienten; la cabellera nunca bajó.

Quizá su forma de complacencia haya sido animarse a ser Pomelo en tiempos de Barbies andróginas. Quizá no fuera complacencia sino inevitabilidad y ella, un víctima de sus propias debilidades. Quizá su elixir mágico fuera venenoso, pero era ése, no había otro. Quizá Winehouse vivió como quiso o, en el mejor de los casos, como pudo. Quizás el disco reggae que intentó hacer años atrás la hubiese depositado unos años más en la escena, aunque fuera “un paso incorrecto para su carrera”, según su sello.

En realidad, ya no interesa. Pero uno hace el ejercicio hipotético porque, como ya se ha dicho, fue una muerte tan anunciada que, aun desconociendo las causas, se cree que con un cable a tierra, la historieta hubiese sido distinta. “Con Amy, todos vimos cada minuto de lo que ocurría y ninguno pudo evitar que sucediera –escribió el rabino y escritor Shais Taub, consultado por el Huffington Post–. Y aunque, en el fondo, siempre creyese en el poder combinado que millones de personas podrían haber tenido, capaces de hacer lo que un número menor de gente no puede, hoy se me ha demostrado lo contrario.” Así, inevitable.

¿Importa –ahora– que, mientras el cuerpo se enfriaba, las ventas se multiplicaran al 300 por ciento en UK? ¿Que Microsoft recomendara que se la recordase downlodeando su música por Zune (y después se disculpase del gesto ventajero)? ¿Que el bonachón de Bono, siempre a tono con las causas, le dedicara un tema en concierto? ¿Que M.I.A. se inspirase para un demo incompleto o Lily Allen le desease un descanso en paz, finalmente? Importa su testimonio: esas canciones preciosas que devolvieron el sonido Motown a las islas piratas y, desterrando cualquier inocencia ‘50, cosecharon una gramática altanera y cruelmente introspectiva, capaz de hablar con transparencia de lo jodido del amor, lo agridulce de las relaciones y el alcohol. “Me gusta lo viejo porque es dramático y atmosférico. Tenés una historia entera en una canción”, contó a Spin en el 2006, cuando su segundo y último LP, Back to Black, relucía en las bateas y se alineaba entre las tropas del soul de Aretha Franklin. Que el disco abra con el track “Rehab”, donde la chica se niega a ir a rehabilitación al grito de “No, no, no”, queda hoy como trágica ironía (y otro guiño para coberturas circulares).

El tono ya había visto la luz en Frank (2003), su primer trabajo, donde la jovencísima Amy tomaba la delantera en Gran Bretaña con una forma renovada de jazz y fusionaba hip hop con música popular, inaugurando lyrics implacables como “In my bed”. Allí, la chica reconocía que su relación había terminado, pero seguía con él porque el sexo era estupendo: “Sólo tomo tu mano para encontrar el ángulo correcto”, provocaba el talento brit que, con su poco prolífico pero contundente material, habilitó a una generación de artistas (Estelle, Adele, Duffy) y devolvió el blues y jazz a niñatas que escuchaban con atención.

Porque, más allá del circo, Winehouse era un talento rico y enriquecedor que discurría en la incorrección del arte para lanzar la puteada justa en la melodía adecuada. Detrás del maquillaje sobrecargado, las siliconas infladas, el cuerpo frágil y la voluntad quebradiza, su voz era un todoterreno que no dejó a nadie indiferente. Por eso, poco importan los cinco Grammies que “robó” a un puritano Estados Unidos que ni siquiera la dejó acercarse a la premiación, dándole la visa demasiado tarde. O la hipocresía de artistas como Natalie Cole o Britney Spears, que denunciaban lo tremendo de premiar a una persona con tan mala conducta. Como Billie Holiday, Amy vivió el jazz y vivió el blues; no se limitó a cantarlo. Cuando terminó su funeral, en el cementerio judío de Edgwarebury, al norte de Londres, sonó “So far away”, de Carole King. Era una de sus canciones preferidas.

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