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Viernes, 13 de junio de 2003

LIBROS

Recordar

Rachel Friedman, 81 años, residente en el kibutz israelí de Yakum, escribió Pendientes en el sótano, un libro de memorias en el que narra su experiencia como prisionera en Auschwitz. Tardó más de medio siglo en decidirse a escribirlo.

Por Soledad Vallejos

Rachel Friedman Bernheim escribe con frases cortitas. Es directa, descriptiva, despojadamente franca para recordar el olor de la manteca en una tarde de invierno de 1944, pero también para no olvidar el azul en los ojos de los soldados alemanes cuando llegó a Auschwitz. Rachel, ahora, está en Israel, contesta un e-mail desde el escritorio de su casa en el kibutz Yakum y parecería que susurra cierta malicia cuando desliza qué tan frecuentemente pretenden alabarla diciéndole que no habla como una persona de 81 años. Extraño elogio debe ser para ella ese comentario, precisamente ahora que acaba de editarse Pendientes en el sótano (ed. Del Nuevo Extremo), una suerte de libro de memorias en el que recorre, con un norte cronológico y mucho de digresión que todo lo vuelve real y presente, su vida, desde la infancia antes de que el rapto nacionalista húngaro anexara la República Checoslovaca, hasta las rutinas de juventud en el ghetto y el campo de concentración nazi, las horas de la marcha de la muerte, la huida y el shock de llegar a los comienzos del Estado de Israel y tener en sus manos por primera vez una naranja. Rachel es una señora que esperó cincuenta años para decidirse a convertir la memoria en escritura. “Durante mucho tiempo no mencioné que era una sobreviviente del Holocausto. Me sentía como una criminal, por el recuerdo de los otros que no sobrevivieron, era seguro que yo tenía que haber seguido los pasos de otros hombres. Me sentía comiendo su pan, robando sus cosas, me sentía muy egoísta”, contesta a modo de explicación, y entonces puede empezar a intuirse qué pasó, qué finalmente la empujó, con sus tiempos, a no permitir que su experiencia, cruzada, surcada, guiada claramente como pocas (o como muchas más de las sospechadas) por el paso de la Historia se fuera con ella.
Hace algunos años, Rachel, descubrió el tremendo valor de los recuerdos: acababa de morir Danny, su único hijo varón; su nieta, hija de Danny, apenas tenía un mes, no había llegado a conocerlo, no tendría más palabras que las ajenas para reconstruirlo y quererlo. La niña vivía lejos, Rachel la veía poco pero empezó a escribirle seguido en cuanto tuvo edad de leer. Cierta vez, al regresar de visitarla, dio con un cuaderno de tapas duras y hojas en blanco. Escribió “para Tal” (“Rocío”, en hebreo), siguió “cuando sea grande”, terminó “y pregunte por su padre”. Durante años, recolectó cuanta anécdota ella y su marido Zeev (al que conoció en los días de fundación de Yakum, el kibutz del que es pionera) recordaban de Danny. “Lo travieso que era y cuánto amaba a los animales. Cómo en una ocasión había encontrado un pájaro herido. Lo cuidó hasta que se restableció del todo y luego lo puso en libertad. También le conté qué buen hermano había sido para con sus dos hermanas menores. Les mostré el cuaderno a mis hijas y las dos agregaron algo de sus propios recuerdos.” Tal recibió el cuaderno al cumplir 18 años. Es ésa la misma lógica que fue armando Pendientes... Con los años, la memoria de Rachel empezó a recuperar instantáneas del hogar de sus padres, sus primeros años, la vida con sus hermanos. Eran días más o menos sencillos, en los que la sucesión de las estaciones y sus frutas (“en los puestos del mercado, había cerezas de todos los colores y sabores”) podían convertir a Europa Central en un pequeño paraíso para los ojos de una niña que apenas podía entender ese viento de antisemitismo que empezaba a inundar las calles. Urgida, sintió que necesitaba escribir esos recuerdos. “Al llegar a un capítulo problemático, viendo que no podía continuar, me sentaba a escribir un cuento inocente de amor, que me servía de distracción”. De a poquito, con paciencia testaruda y ese método para no exacerbar el dolor pero tampoco callar, Rachel fue avanzando. Hay mucho de sabiduría en esos pasos. Ese es el método que le permitió construir un relato crudo y, en ocasiones, de un minimalismo descriptivo vivo, pero también equilibrado y muy atento a los detalles cotidianos. Sonará extraño, pero Pendientes... arroja una calidez asombrosa. Es un manifiesto político de la joven que fue formándose en la militancia sionista al calor de las contradicciones (su padre, que mantenía una observación de la religión tan ortodoxa como su madre, regresó de la Primera Guerra y de su cautiverio a manos de los rusos con convicciones socialistas y casi gois; su madre, durante esos años de ausencia se había encargado de conservar las tradiciones; hubo cierto choque), y que descubrió cuánto tiempo le absorbía la militancia cuando tardó en reconocerse en un espejo y se vio espantosa (“durante toda la ceremonia, durante los discursos que pronunciaron personajes distinguidos y durante el canto de los himnos, mientras con la mano alzada hacía yo el saludo del HaShomer, el meñique apoyado en el fuerte pulgar, no hacía más que pensar, para mi desgracia: cómo era posible que hubiera llegado a ponerme de esa horrible manera”). Es, también, el diario cotidiano que sólo pudo escribir en su vejez una muchacha que recuerda a la perfección cómo era vivir en un campo de concentración creando lazos de una intensidad desconocida para verlos desaparecer en cada maniobra nazi. Es la misma que tanto puede volver presente el clima de ese lugar permanentemente iluminado y frío con sólo unas frases, como dejar lugar para hacer presentes los vacíos mínimos y asombrosos que dibujó el tiempo en su memoria: “Hay cosas de allí que recuerdo tan bien como si me hubieran sucedido ayer y otras de las que no puedo acordarme en absoluto; y me sorprende mucho, puesto que todos los días iba allí por lo menos una vez al día, y le he preguntado también a mi hermana Jaia sobre este detalle, qué aspecto tenía el retrete en Auschwitz, pero ninguna de las dos lo recuerda exactamente”. Está ahí el tremendo descubrimiento de Rachel, en las modulaciones de esa voz que reclama no olvidar el horror, no para revivirlo, sino para saber que existió. Pero todavía más: ella misma se ofrece, ella está ahí, para demostrar que todo sigue, que el mundo puede ser un lugar horrendo y difícil, pero que hay que buscar alguna manera. Desde que se publicó su libro, cuenta el mail, suelen invitarla para contar su historia. “Por lo general hablo de manera fluida durante dos horas, y me detengo después de ver gente que me escucha llorando.” También dice: “No sabía que había sido terrible para mí haberme encerrado en ese dolor de manera tan fuerte para no mostrarlo nunca”. “Recordemos”, es la primera palabra del primer epígrafe del libro.

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De arriba hacia abajo: Rachel (la más alta), con Adéle y Jaia, sus dos hermanas, en 1936. Rachel y Zeev, en 1948, y hoy.
 
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