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Viernes, 16 de septiembre de 2011

La dueña de esas piernas

Anne Bancroft
1931, Nueva York - 2005, Nueva York

 Por Marisa Avigliano

Las escenas se guardan. ¿Perduran? Benjamin Braddock (Dustin Hoffman) recién graduado, vestido con traje y corbata –como si se tratara de un adolescente tardío preparado para una fiesta de quince atemporal– está en el centro de la pantalla, el marco triangular que lo rodea no es otro que la pierna de la señora Robinson, la madre de la chica que a él le gusta. Suficiente, no se necesitan más datos para saber que estamos hablando de El Graduado, la película que en 1967 dirigió Mike Nichols y que para muchos –mientras tararean las canciones de Simon & Garfunkel– es la primera imagen que recuerdan cuando alguien dice: Anne Bancroft.

Anna Maria Louise Italiano nació en el Bronx un 17 de septiembre –en estos días cumpliría 80 años–, fue Anne Italiano y Anne Marno cuando debutó en radio y en televisión en los años cincuenta y casi enseguida (en 1952 junto a Marilyn Monroe y Richard Widmark en Almas desesperadas –Don’t Bother to Knock– la definitiva Anne Bancroft, la mujer a la que le gustaba decir que a los dos años ya era actriz y que podía cantar sin que nadie se lo pidiera “Under a Blanket of Blue”, la misma que en el intento por deslumbrar a su interlocutor solía tocar su pelo pesado y acentuar sus rasgos duros que guardaban, en el rictus de una boca generosa, su verdad de pangolín –uno de esos animales armados y compuestos a los que Marianne Moore les dedicaría un poema o tal vez un libro entero–.

En 1962 la señora Bancroft, que había ganado un Premio Tony en 1958 por su trabajo en Broadway junto a Henry Fonda en Two for the Seesaw, ganó un Oscar interpretando a Annie Sullivan en Ana de los Milagros (The Miracle Worker, de Arthur Penn). Dos años después se casó con Mel Brooks (con quien vivió hasta que Anne murió, el 6 de junio de 2005, antes había estado casada cuatro años con Martin May, un empresario de la construcción) y filmó Siempre estoy sola (1964). En 1966, dirigida por John Ford, fue la doctora Andrews en Siete mujeres, una película ambientada en 1935 en la frontera entre China y Mongolia pero, si aquella muchacha casi italiana del Bronx había programado una agenda iba a tener que deshacerla porque al año siguiente Mrs. Robinson llamó a su puerta y la convirtió en su silueta primero y en su sombra después. La señora Robinson con medias de seda, acompañada siempre por un dry martini y el humo del cigarrillo –que salía de su boca después de recibir el beso del novato Ben– fue un fenómeno cultural, un emblema y una amenaza. Por aquellos años no era habitual que Hollywood mostrara la vida sexual en los barrios residenciales y el público norteamericano no dejó de escandalizarse y adorarla. Allí estaba Anne para que la paciencia de un escote diera paso a cualquier tentativa de abrir un cierre que bajara por la espalda, entre la elegancia del hechizo y la constancia de un cuerpo que fingía empeñado en sentir deseo con nostalgia, identidad y clase.

En su intento por salir del estereotipo, hizo comedia y fue Edna Edison en El prisionero de la Segunda Avenida de Neil Simon con Jack Lemmon, el público la adoró. Fue la amiga bailarina de Shirley MacLean en Momento de decisión (1977), María Magdalena en la serie para televisión Jesús de Nazareth con Robert Powell, Mrs. Kendal en El hombre elefante (1980), Soy o no soy (1983) junto a su marido, la Madre Superiora Miriam Ruth en Agnes de Dios (1985) y Helene Hanff en 84 Charing Cross Road (1986) entre muchas otras películas, filmó más de sesenta.

Así como alguien dijo que la bella Natalie Wood había confesado que para vivir lo que se vivía en una sola noche con Warren Beatty era necesario vivir toda una vida con otro; el director Arthur Penn aseguraba que lo que expresaba la cara de Anne Bancroft en diez segundos a la mayoría de las mujeres les llevaba diez años.

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