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Viernes, 9 de diciembre de 2011

RESCATES > MARíA SPELTERINI 1850-1912

La equilibrista

 Por Marisa Avigliano

La cuerda anudada, en el sistema jeroglífico egipcio, significa nombre. Esa vuelta casi nudo es el símbolo de la existencia individual. El funambulista desata ese nudo, estira la cuerda y camina sobre ella con equilibrio, destreza, concentración y locura como única filiación. El funambulista ahora es el nudo, la identidad pura. Camina en el aire, cruza espacios vacíos mientras pisa la cuerda floja y llega hacia el otro lado deslizándose como si estuviera caminando por el tablón urbano del cortazariano Horacio y siempre lo hace a muchos metros del suelo, lejos de colchones y arenas porque circular o circense la arena lo ahoga, no la necesita.

María Spelterini fue la primera mujer funambulista que cruzó el Niágara (el 8 de julio de 1876 y su cruce duró once minutos). Había nacido en Berlín (la fecha de su nacimiento oscila entre 1850 y 1853) con otro nombre y otra lengua, pero su padre, el pintor Zindel, no quiso reconocerla y tampoco dejó que la beba se quedara con su madre, una costurera (el viento se lo agregó María años después) de la que poco se sabe. De modo que siendo una niña dejó patria alemana atrás y fue entregada a una familia italiana que la bautizó y crió entre las bondades del circo. Ya desde muy chica María se destacaba en las funciones de sus padres y desde una gran altura –nunca la esperada tratándose de una nena– sus dones acrobáticos ganaban onomatopeyas y aplausos entre el público. Pero fue su cruce sobre las aguas turbulentas –como ya lo había hecho El Gran Blondin en 1859– el que la hizo mundialmente famosa, tanto que, según cuentan, estuvo en Rosario en el Teatro Olimpo subida a un velocípedo.

Pero eso no es todo, dicen también que después de varias pruebas que hicieron gritar a toda la platea, una de las ruedas del velocípedo se rompió –y rodó hasta llegar a la butaca de un espectador atónito– y la heroína del Niágara cayó al suelo. Nada trágico, sólo un acontecimiento inolvidable que relataron así: “La funámbula Spelterini se lanza desde el fondo del proscenio y atraviesa rápidamente en su velocípedo todo el trayecto. Un inmenso aplauso saludó a la artista. Se trataba de volver al punto de partida. Vuelve a colocarse en el velocípedo y subiendo en él, se lanza sobre la cuerda. Dos varas (de 1,80 metro aproximadamente) después de pasar la línea de la orquesta y ya sobre el proscenio, el velocípedo se detiene bruscamente; se la ve oscilar de uno a otro lado y enseguida se inclina a la izquierda y cae. Un grito unánime salió de todas las bocas... Todos se precipitaron sobre la escena y levantaron a la artista, que no arrojó un solo grito y caminó con ánimo hasta su camarín” y que bien merecería ser cierto.

El cruce que unió a los Estados Unidos con Canadá y que la hizo ilustre lo logró con 15 kilos atados en los tobillos. Ya antes había hecho hazañas con baldes como zapatos, con los ojos vendados, o esposadas las muñecas a los tobillos. La Spelterini todo lo hacía desde el aire. En sus espectáculos siempre había mesas en las alturas con comida y bebida que María disfrutaba sentada en una silla que apenas colgaba de algún cable.

Ahí están los funambulistas –como los famosos Bügler– recorriendo el mundo con la muerte en los talones, mostrando que tienen otro cuerpo atado a otros hilos y esperando que ante el miedo de verlos caer gane siempre el hechizo de no verlos caer nunca, el hechizo de la liviandad suprema, el del vuelo sin alas donde la luz del funambulista logra opacarlo todo. Ser sonámbulo es apenas una profesión. Gracias etéreas de los que van por otra senda.

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