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Viernes, 4 de julio de 2003

SOCIEDAD

Calor a los refugiados

En la Comisión Católica Argentina de Migraciones, cada día se reúnen decenas de refugiados y un puñado de asistentes sociales, psicólogos –del Hospital Ameghino– y sociólogos que tratan de allanar cada problema que les llega, cada uno desde su especialidad y sus posibilidades.

 Por Soledad Vallejos

Empieza un día cualquiera en las oficinas del lugar al que, de una u otra manera, termina llegando gran parte de las refugiadas y los refugiados instalados en Argentina. La puerta de la Comisión Católica Argentina de Migraciones se abre, y una señora se acerca al mostrador para averiguar qué puede haber de malo en la receta del hospital, que no se la quisieron aceptar. En el mostrador de la recepción, alguien la tranquiliza con un “mami, esperá que pregunto cómo es”. La sala de espera no es demasiado grande, pero resulta una buena muestra de esa pequeña Babel que conforman las casi 2400 personas que, en los últimos años, han llegado de más de 40 países diferentes para buscar refugio en Argentina. De mañana, cuando se concentran aquí los pedidos de ayuda y la necesidad de contención (dónde ir, qué hacer, cómo adaptarse a un lugar desconocido cuando la huida ha sido demasiado veloz), los murmullos se entremezclan y hacen todavía más difícil discernir qué no se comprende por ser pronunciado en un acento poco habitual en las calles de Buenos Aires, y qué por ser hablado en otro idioma. “Entrevistas con abogados. Si no habla español, venir con traductor”, “Criollismo. Para recordar las costumbres de antaño y degustar la rica música del Perú criollo”, rezan algunos de los destacados en la cartelera. Debajo, apoltronada en un banco de madera, una mujer se las ingenia para revolver en su bolso hasta dar con la mamadera para el bebé que lleva en brazos, cuidar que su otro niño no termine derrapando por la escalera y conversar con una embarazada a la que acaba de conocer. En la otra punta, casi saliendo al patio, un grupo de hombres discurre con cierta morosidad para distraer la impaciencia. Llevan remeras de colores que resaltan el tono oscurísimo de su piel y hablan en un idioma africano. El ruido de una puerta abriéndose parece ser la señal: todos se arremolinan.
Tal vez ésa haya sido una pregunta tan habitual en sus 32 años de experiencia como asistente social dedicada al trabajo con refugiados, que María Angela Perreca la formula sin notar que acaba de presentarse iluminando su clave: estar ahí para otros, toda oídos, memoria sobre trámites imprescindibles y predisposición para guiar a los recién llegados por los laberintos de la burocracia y las organizaciones solidarias.
–Desafortunadamente es un tema poco conocido, pero Argentina es un país muy generoso con los refugiados. Hasta el año ‘83, tenía reserva geográfica para reconocer a los refugiados, quiere decir que sólo reconocía a los que venían de ultramar, pero después, con Alfonsín, se levantaron las reservas geográficas, se firmó la convención de Ginebra y se creó la CEPARE (Comisión para la Elegibilidad de los Refugiados), que otorga el servicio de residencia precario con el cual pueden circular, alojarse, hacer trámites. Antes, en cambio, se diferenciaba a los refugiados de los asilados, que eran los que se presentaban en la frontera o las embajadas y solicitaban el asilo, entonces intervenían el Ministerio del Interior y el de Relaciones Exteriores para decidir si era merecedor de asilo. Argentina le fijaba un lugar de residencia y algunas normas que tenían que cumplir, pero no los documentaba, sino que les daba una tarjeta de asilados con la que tenían que presentarse en migraciones una vez por mes. Refugiados, en ese entonces, eran sólo los que entraban con la condición de refugiados. Ahora lo han asimilado, prácticamente, y el trato ya no es tan duro con el asilado. En la época de las dictaduras, cuando hubo tantos, por ejemplo como pasó con los chilenos, que hubo 20 mil, la verdad es que no había que publicitar que estaban, y se los trató como refugiados.
De esa época, María Angela recuerda las corrientes de distintos orígenes que llegaban hasta Buenos Aires buscando un lugar donde estar sin necesidad de esconderse. Prefiere ubicar la memoria lejos del homenaje que hace poco le rindieron en la Comisión por ser “la persona que hacía más años que trabajaba con los refugiados” (“¡ya me sentí re-vieja! Está bien, soy un oráculo viviente”), y busca identificar esos años con rostros, sensaciones, algo un poco más humano que los datos históricos crudos.
–Empecé el 1º de febrero de 1971, pero entonces trabajaba con los migrantes. Ya en el ‘71 empezamos a trabajar con algunos refugiados uruguayos, y en el ‘72 con los bolivianos, que eran muy amorosos. En el ‘73 fue el golpe en Chile, y entonces llegaron los chilenos en forma masiva, fue muy terrible para ellos, y para nosotros muy angustiante. A principios de los ‘80 llegaron los refugiados del sudeste asiático, que se decía que comían los gatos, ¡mentira! Y después llegaron unos grupitos de cubanos, y después unos grupitos de nicaragüenses, cuando habían echado a Somoza. A principios de los ‘90 hubo como un impasse, casi no quedaban refugiados, sólo esos anteriores que ya estaban ubicados, integrados. Y después, en el último tiempo, empezaron estos nuevos grupos que no conocíamos, los africanos, los asiáticos, los de la India. Es decir, según los años varían. A veces, en segundo lugar por importancia numérica están los cubanos. El año pasado fueron los armenios, tuvimos un año muchísimos argelinos; otro, 78 personas de Sierra Leona. Pero después no vienen más. Otro año entraron 40 chicos de Sri Lanka, todos hombres jóvenes, muy jóvenes, que en realidad los habían traído engañados, les sacaban los documentos diciendo que tenían que esperar y los abandonaban. Eso fue muy duro.
–¿Cómo llegan ellos acá, a la Comisión?
–That is the question. A algunos los manda la CEPARE, a otros las iglesias, a otros, otros refugiados, y otros dicen “un señor bueno me encontró en la calle, me dio la dirección y me dijo que viniera”. Siempre alguno nos encuentra. Le decimos “¿y cómo era la persona?”, “Ah, no recuerdo”. Se ve que caemos en una red, seremos los tontos útiles...
Remata, y hace gala de una sonrisa que no se deja avasallar por temprano que empiece la jornada ni por el ímpetu de personas que, en la impaciencia del reclamo de auxilio, se dejen llevar por la angustia.
–El trabajo, aquí, ¿básicamente es contenerlos?
–Claro. Pero el problema es que cuando hay dinero en el medio, a veces la relación se vuelve mala. Y si no hubiera dinero en el servicio social, también sería un problema. Aquí somos asistentes sociales todos. Sin dinero hay conflicto, hay ciertas cosas en que resulta imposible ayudar, pero cuando hay dinero hay mucho más conflicto. Pero a pesar de todo, el trabajo es divertido, es lindo. Yo tuve una experiencia que para mí fue muy buena: recibir a los argentinos exiliados, cuando volvieron con la apertura democrática, en los ‘80. Eso fue muy gratificante. Después de haber estado atendiendo a gente que venía de otros países, dedicarme un poco a atender a argentinos que volvían.
“Plan de viviendas Madre Tierra”, escribió alguien sobre papel afiche para encuadrar las fotos de esas casas pequeñas y despojadas de tres barrios del Gran Buenos Aires. Junto con el de préstamos para microemprendimientos, el de viviendas (en el que se otorga la titularidad de un terreno con servicios para que sea posible edificar una casa) es uno de los dos proyectos que el ACNUR, a través de la Comisión y una ONG, financia para los refugiados que ya han sido reconocidos legalmente. Antes de eso, sin embargo, el trayecto puede ser largo y un poco arduo. Es en esos momentos, entre la llegada y los primeros pasos para reconocer el terreno, que se implementan programas educativos (de idiomas, a través de un convenio con la UBA; de educación elemental, secundaria y terciaria; de capacitación laboral; y de becas para estudios académicos) y de salud mental para jóvenes, como el que acaba de tener su reunión semanal coordinada por las psicólogas Mariana Rosario y Cristina Beriau. Alberto González, el sociólogo que desde hace cerca de 7 años coordina ese programa de prevención en salud mental desde el Hospital Ameghino, explica que toda la labor se basa en un supuesto fundamental: “el refugio o la expulsión de alguien de su país es el castigo más grande que tiene, es peor que la muerte. Nos encontramos con alguien que ha sufrido el peor de los castigos: le han quitado a su familia, su medio ambiente, su futuro, todo de la noche a la mañana. Ese es el bagaje de experiencia que trae”.
–¿Cuáles son las problemáticas más comunes?
–Fundamentalmente, de salud, estados de nerviosismo, psicosomáticos en general, y, por otro lado, la falta de trabajo. Algunos de ellos vivieron diciembre de 2001. Alguno nos dijo, como contraste, “si hubiera pasado en mi país, no hubiera quedado ninguno”. O sea que todo eso les repercutió, porque tuvimos varios encuentros sobre esos temas. Y después, claro, las secuelas. Además, pensemos que cuando te vas echado, en el fondo querés volver. Yo siempre les digo que uno está tratando de que se integren, pero por el simple hecho de que no sabemos cuánto va a durar esto, este exilio. Si piensa en relaciones momentáneas no puede afianzarse, porque uno siempre tiene que saber que nadie da garantías de nada, entonces hay que darle para adelante.
Mariana Rosario: Estamos tratando de lograr que los chicos vengan con cierta continuidad. En el grupo de jóvenes, con el que estamos trabajando actualmente, la mayoría son varones y africanos, pero es muy difícil porque cuesta mucho motivarlos.
Cristiana Beriau: Lo que más cuesta es trascender la cosa más grupal de salir, conocer algún lugar, una cosa recreativa, para armar algo a futuro. Cuesta mucho que logren un proyecto a largo plazo, algo que no sea simplemente “pasarla bien”. Porque lo que nosotras intentamos es que puedan establecerse acá de alguna manera, integrarse.
M.R.: La idea es que puedan armar algo propio. Pero hay otro obstáculo, porque, en general, la gente no tiene idea de qué hacen ellos acá. Entonces, muchos se niegan a darles trabajo a estos chicos, porque además no tienen documentación definitiva, sino la precaria.
En una punta de la mesa, silenciosa, cargada de libros y alguna carpeta, una chica rubia sigue la conversación con ojos atentos. Cuatro años atrás escapó con su familia de la crisis en Yugoslavia para pisar por primera vez Argentina. No conocían a nadie, mucho menos los códigos cotidianos y el idioma. La iglesia de la colectividad les facilitó un espacio para los primeros tiempos, el trabajo de su padre como electricista abrió el camino para el siguiente, pero una jornada laboral demasiado extensa y mal remunerada terminó por convencer a sus padres de desandar camino, y regresar con su hijo menor a su país. Dana, en cambio, se quedó, “principalmente para seguir estudiando, porque el sistema educativo de allá es muy diferente y hubiera tenido que cursar todo de nuevo. Ya era demasiado”. Entonces tenía 17 años. Ahora ha cumplido los 20 y apura el tiempo para recibirse en Administración de empresas. ¿Piensa en volver?
–Sí, pienso muchas veces qué pasará dentro de un par de años. Pero seguramente voy a terminar la carrera acá, eso sería necesario. Me gustaría volver. A veces, tampoco sé bien qué me conviene, porque me gustaría estar más cerca de mi familia. Pero no sé, no sé. Depende de lo que pase acá, cómo cambie la situación mundial... Ahora pienso en el presente, más que nada, en hacer algo acá.

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Alberto Gonzalez, Cristina Beriau, Mariana Rosario y Vicente Libardi.
Abajo: Maria Angela Perreca
 
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