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Viernes, 11 de julio de 2003

PROPUESTAS

Vamos al punto

Cuando todavía se escuchan voces que dudan sobre la existencia, científicamente comprobada por cierto, del punto G en el cuerpo de las mujeres, los especialistas han comenzado a hablar de un punto similar en el cuerpo de los varones. Al fin y al cabo, el tamaño de las diferencias entre unos y otras parece ser lo que menos importa.

Por Marta Dillon


Es un mito? ¿Una zona erógena? ¿Un instrumento destinado a devolver a los varones la propiedad del orgasmo de las mujeres? ¿Es la punta de la soga que desata el placer más intenso? ¿Es una glándula? ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es el punto G. Pequeño como una arvejita, menospreciado –hasta hace muy poco– por la monarquía del clítoris, oculto en los oscuros canales del cuerpo, relegado de la anatomía hasta convertirse casi en una cuestión de fe, del punto G aún se duda. ¿Existe? ¿Sirve para algo? ¿Todas tienen uno? La respuesta es sí, todas y todos andan por la vida llevando su punto G dormido y latente, dispuesto a hincharse cuando el placer convoca a la sangre para guiar a los buscadores de tesoros que hurgan dentro del cuerpo. Bien adentro, en lo profundo de la vagina en el caso de ellas. En el apretado, a veces asfixiante conducto del recto, si de ellos se trata. Porque si hay algo que agregar después de más 20 años de proclama ininterrumpida sobre la existencia de este ¿órgano?, ¿zona?, ¿glándula? –busque las respuestas más adelante– es que los hombres también tienen un punto G capaz de ofrecerles un mundo de sensaciones. Claro que para eso tienen que ser capaces de relajarse y gozar. Tarea difícil para tantos machos bienavenidos a los que la sola posibilidad de tenderse de espaldas agita los peores fantasmas de pérdida de virilidad, convertirse en lo que no son. Y, lo peor de todo, es que capaz que les gusta.
No es que haya sucedido nada nuevo; lo nuevo y lo viejo no hacen más que alternarse, cambiar de nombre, maquillarse apenas para traernos la ilusión de mínimas variaciones que despiertan otra vez las sensaciones de siempre. Pero no es menos cierto que los distintos discursos de la ciencia han señalado mapas estrictos para el goce que han necesitado revoluciones para escribirse de nuevo. Y en eso estamos. Si de la existencia misma del punto G todavía se duda, es porque, oh casualidad, “empezó a hablarse de él como la meca de las sensaciones justo cuando las mujeres habían recuperado la propiedad de sus orgasmos a través del clítoris, cuando pudieron sacarse de encima la máxima freudiana que decía que para ser una mujer hecha y derecha, madura y sana, había que tener orgasmos vaginales”, dice Adriana Arias, sexóloga y escritora, coautora de Locas y Fuertes, relatos de mujeres. De lo mismo suele quejarse Beverly Whipple, la médica estadounidense que a fuerza de divulgación logró apropiarse del copyright del punto G. Eso sí, después de diez años de investigación y veinte de dar conferencias por el mundo. Whipple se siente injustamente tratada por las feministas, acusada de querer reinstalar el orden de las cosas anterior al reinado del clítoris, de darle al mundo herramientas para que vuelvan a la vagina en busca de las sensaciones mágicas que, como todas sabemos, con tanta generosidad proporciona el clítoris (¿notaron que no hay un solo sinónimo, ni siquiera vulgar, para esa palabrita?). “Todo lo que yo quise hacer –decía Whipple hace dos años, de paso por Argentina– fue ampliarnuestros conocimientos sobre la sexualidad femenina para no quedar atrapadas en un patrón único y monolítico.”
La justicia tarda pero llega, habrá pensado Whipple, cuando en 1987 un grupo de feministas de Boston –Federation of Feminist Women’s Health (FFWH)– publicó un libro en el que daban cuenta de la estructura oculta del clítoris adjudicándole 18 (!) estructuras, algunas visibles y otras no tanto, pero todas percibidas durante la excitación sexual. Entre ellas las chicas de Boston sumaban al punto G de Whipple –aunque se llama así en honor a su primer descubridor oficial, el doctor Gräfenberg, circa 1940– como parte del órgano sexual femenino por antonomasia –sí, el clítoris, ni siquiera la vulva que es la parte exterior y mucho menos la vagina, mal que les pese a los monólogos, que es sólo el conducto–. “Impactaría a muchos saber que algunas mujeres sanas tienen un pene, sólo que se prefiere llamar a su pene clítoris. Esta analogía es exacta desde una perspectiva sexual y biológica –afirma el médico sexólogo León Gindin en su recién editado libro La nueva sexualidad de la mujer, a la conquista del placer–. El pene y el clítoris están hechos de los mismos tejidos y funcionan de la misma manera porque se desarrollan de las mismas estructuras fetales. (...) La única diferencia real entre un pene y un clítoris es el tamaño promedio de la porción que podemos ver. Tres cuartos del clítoris permanecen ocultos a la vista. El clítoris promedio es de alrededor de 10 centímetro de largo, ¡el mismo tamaño de un pene fláccido!”.
A la estricta y diáfana luz de la ciencia, entonces, podemos decir que hombres y mujeres son más parecidos de lo que se supone a simple vista, fisiológicamente hablando, claro está. Similitudes que aumentan en directa proporción a la distancia que se tome de la relación sexual tradicional, penetración vaginal y pose del misionero mediante. Se supone que son las mujeres las que más disfrutan y demandan caricias extragenitales –por llamarlas de alguna manera– para entrar en clima antes del coito, pero como se sabe “la piel se origina en la misma raíz embriológica que el cerebro, con lo cual la dermis no sólo es una cubierta sino algo donde se reciben las sensaciones. O sea que, salvo los condicionantes de la cultura, no hay nada que impida a los varones disfrutar de las caricias”, dice el psiquiatra Adrián Sapetti en su página web sexovida.com. Y se podría asegurar incluso que las disfrutan, sólo que la ansiedad por demostrar(se) eficiencia hace que siempre dirijan las manos –o lo que fuere– de la otra(o) hacia el lugar seguro, el mástil de sus desvelos, la concentración de lo masculino: el pene. “Aunque parezca obvio –continúa Sapetti–, muchas veces hasta se olvidan del beso, muchos varones descuidan esto como estimulación erógena.” En la interpretación de Adriana Aria “es tal el temor a ser penetrado que ni siquiera les gusta demasiado que la mujer hurgue con la lengua dentro de su boca”. En fin, lo cierto es que amplias estepas dormidas de nuestros cuerpos esperan despertar y agitarse, ser transitadas, hurgadas y perforadas. ¿La brújula? El propio cuerpo al fin y al cabo no parece tan distinto del cuerpo de los otros. Volvamos, por caso, al tema que nos compete: el punto G.


Las mujeres también eyaculan

En el Kamasutra, en los manuales sexuales chinos de la época del Imperio Amarillo, en el legado de Hipócrates y hasta del mismo Aristóteles, se pueden encontrar menciones a la emisión de líquidos por parte de las mujeres durante las relaciones sexuales. Es lo que ha rastreado Gindin en su afán por delinear un mapa para guiar a los aventureros hacia el placer femenino. Lo cierto es que fue ese líquido, habitualmente confundido con la orina aunque no con los fluidos vaginales, ya que es tan copioso que puede empapar la cama –o el sitio elegido–, el que guió a la blonda y decidida Whipple en su búsqueda del punto G. En realidad, esta doctora estaba abocada a enseñar a las mujeres cómo fortalecer sus músculos pubococcígeos para lograr más y mejores sensaciones –y de paso corregirla incontinencia urinaria de las señoras de más de 50–, cuando se topó con una alumna-paciente que sólo sufría de incontinencia cuando estaba muy excitada. Y para colmo, encima de su compañero sexual. Era ridículo, la mujer tenía sus músculos fuertes y tonificados y, que Whipple tuviera noticia, no había registro de una incontinencia tan selectiva como ésa. Fue entonces que comenzó a investigar y se topó con una rareza anatómica descripta por Gräfenberg en 1944: una próstata femenina o atrofiada, puesta en el cuerpo de las mujeres sin fin aparente, más que el de liberar este líquido que no es orina por la uretra. “En el curso de esta investigación descubrimos que había una zona en la pared de la vagina que era muy sensible. Probablemente no se había descubierto antes porque se necesita una presión de moderada a fuerte para estimularla y Master y Johnson –los únicos médicos que buscaban conscientemente provocar placer en sus pacientes con fines científicos– acariciaban a las mujeres con hisopos”, explicó Whipple. He aquí otra buena noticia para feministas radicales: el pene no es el elemento más adecuado para alcanzar el punto G, en todo caso funcionan aquellos que presentan una curvatura manifiesta en la punta. De lo contrario no es fácil ejercer presión en el lugar indicado sin esa graciosa característica, para eso se han diseñado vibradores y dildos de punto G en forma de j invertida. La misma posición en que hay que poner el dedo si se quiere ubicar este famoso lugar. Las instrucciones no son del todo sencillas: hay que imaginar que sobre la zona del pubis hay un reloj, buscar con el dedo corvo dentro de la vagina y empujando hacia afuera en el espacio que se abre entre las once y la una. Valga un felicitado a quien ha logrado entender de qué se trata y no se ha acalambrado en el intento.
Sin embargo, y esto es lo bueno, el punto G suele presentarse cuando no se lo busca. Cuando en el coito la mujer se sube sobre el varón y se hamaca hacia adelante, por ejemplo, o cuando se adopta la posición que Gindin llama “El perrito” en su libro y a la que el vulgo suele referirse como “ponerse en cuatro”. Pero, vale la aclaración para desanimar a los buscadores de quimeras, la sensación está buena, pero lejos de tocar el cielo con las manos como auguran algunos chats en Internet, ya que el cielo en general se toca fugazmente y no por cuestiones mecánicas si no por haber encontrado la persona adecuada con quien trepar a lo alto.
¿Y por qué algunas mujeres eyaculan y otras no? Según Gindin, si se estimula la zona, el líquido se emite, sólo que en muchos casos éste es reabsorbido por la vejiga. Adriana Aria, en cambio, prefiere no hacer tantas distinciones sobre de qué se trata ese líquido que, según análisis bioquímicos, comparte las características del semen aunque –como es obvio– sin espermatozoides. “Está bien –dice Aria sin metáforas–, no es pis en una primera etapa, pero si te relajás completamente, te estimulan la zona, te abandonás, te excitás, ¡también te meás!, y puede estar bueno”. ¿O acaso a ellos no les encanta rociar el cuerpo de las mujeres con sus maravillosas y blancas secreciones?

Ellos también tienen derecho

Dicen los especialistas consultados que el punto G masculino es mucho menos controvertido que el de las mujeres. De hecho, si de lo que se trata el segundo es de una próstata atrofiada o sin más funciones que proteger el conducto uretral, ellos tienen una próstata activa, útil a la hora de conducir los espermatozoides y perfectamente tangible tanto para los amantes como para los médicos. El tacto rectal es una práctica urológica habitual y recomendada para los mayores de 50 a la hora de prevenir males prostáticos mayores. En cuanto al placer que produce su estimulación, cientos de miles de varones homosexuales están ahí para dar crédito. Y ése parece ser el mayor problema a la hora de ampliar las posibilidades del placer. “¿Que te toquen el culo? ¿A qué varón le gusta que le toquen el culo? Muy pocos, porque piensan que si les gustan son maricas”, se pregunta y se contesta Gindin sin medias tintas haciéndose cargo de mitostan ancestrales que se pueden rastrear en la Biblia y en Satiricón, del romano Petronio. Dice Sapetti, recordando aquel texto, que el personaje Escolpio acudió a una sacerdotisa porque se sentía decaído e impotente, “y ésta le aconseja ser penetrado por un “olisbos” (falo de cuero) untado con aceite de oliva siendo, a la vez, azotado con ramas de ortiga. Escolpio huye aterrado, curándose (de espanto) ante tal proposición.
El principal problema de los varones, a simple vista, es que ellos suelen saber exactamente lo que tienen que hacer para provocarse un orgasmo. Lo muestran las películas pornográficas, lo aprenden en la escuela en iniciáticas competencias onanistas, suele ser rápido y seguro, salvo disfunciones que pueden dejar su autoestima tan baja que se enredarían los pies con ella. El varón tiene asumido como mandato que debe ser eficiente a la hora del placer y si en algún momento corre su mirada o su ansiedad de su goce exclusivo –sí, estamos generalizando, con disculpas hacia los varones evolucionados– es para arrancarle a la mujer los aullidos que indicarían los orgasmos de ella. Un buen coito, usualmente, los deja con la satisfacción del deber cumplido. “Y lo eficiente –dice Aria– está vinculado con lo activo; el protagonismo tiene que ser su pito, la penetración. El es el que busca el placer, el que hurga en el cuerpo de ella, el que genera el orgasmo de la mujer. Este viraje que supone que ellos puedan recibir placer siendo accionados por la mano de ella o por un objeto o lo que sea implica pasividad y esto aterra. Además deberían quedarse en algún momento en reposo, esperar que las sensaciones lleguen... ya el cuerpo mostrado de atrás, todo eso desde la estética está en contra de la eficiencia, en contra de lo que suponen su identidad sexual. En definitiva es ser penetrado. Para ellos, un espanto”.
“Si tomamos en cuenta que muchos varones ni siquiera aceptan que un médico les haga un tacto rectal para prevenir enfermedades graves sabremos cuál es el tamaño del tabú”, dice Sapetti. Lo mismo les sucede a muchos varones heterosexuales cuando se intenta estimularles otras zonas sobre las que se impuso el tabú de la debilidad: los pezones masculinos tienen casi tantas terminales nerviosas como los de las mujeres y podrían ser el timbre para que se abra el edén del orgasmo. Pero, ya se sabe, no es fácil que soporten una estimulación prolongada en esa zona. Incluso puede parecerles ridículo o simplemente romántico –un valor degradado, sobre todo si se trata de relaciones ocasionales– que les acaricien “los blancos”, o el costado del cuerpo, bajo las axilas, siguiendo por la cintura, las caderas y los glúteos. Esto, en el mejor de los casos, puede provocarles cosquillas.
Lo llamativo es que pocos varones esquivan esa obsesión permanente por tomar a la mujer de atrás y penetrarla por vía anal. Esa parece ser la última llave, el tesoro a conseguir. Aun cuando son poquísimas las mujeres que tienen sensaciones placenteras de esa manera. A ellas la próstata o el punto G no se les puede estimular por esa vía. A ellos sí, hay estudios de campo que indican que es placentero si se acompaña del relax necesario, y sin embargo la mayoría no se deja. Sólo guiándonos por el faro de la ciencia podría encontrarse aquí una paradoja.


Instrucciones para parejas audaces

El punto G masculino, como todo, tiene sus pros y sus contras. Si bien es fácil detectarlo para terceros, para el poseedor es muy complicado hacerlo por sí mismo. Además, en tren de buscar, es mejor hacerlo de a dos. Según las instrucciones que proporciona Gindin en su libro, “el hombre debe tumbarse boca arriba y la mujer introducir su dedo, previamente lubricado, en su ano. Hay que explorar la pared rectal hasta sentir un abultamiento del tamaño de una nuez. Una vez encontrado, el hombre debe relajarse y la mujer, masajear la zona”. Hay discrepancia entre los especialistas sobre cuán profundo es necesario introducir el dedo o el elemento elegido, pero esto lo decidirá cada pareja. Estapráctica no tiene por qué llevarse a cabo en exclusiva, la otra mano, la boca, las manos del hombre, todo eso queda liberado para seguir sumando a la montaña rusa de las sensaciones y dejar que los cuerpos se descarrilen. A esta altura lo mejor suele ser siempre tirar el manual de instrucciones y dejar que el deseo nos conduzca cual zanahoria frente a nuestra nariz de burros, siempre demasiado ignorantes de las muchas posibilidades que ofrecen los cuerpos cuando la química o las emociones los atraen. Irremediablemente.

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