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Viernes, 3 de febrero de 2012

ENTREVISTA

La palabra por asalto

Después de seis años de trabajo, la crítica, escritora e investigadora Elsa Drucaroff alumbró Los prisioneros de la torre (Emecé), un ensayo en el que le da cuerpo a la Nueva Narrativa Argentina rastreando las obras, autores y autoras que empuñaron la palabra literaria en los márgenes de la Academia y también del mercado. Con la intención deliberada de leer desde el contexto histórico político, sin dejar de lado el orden de géneros, Drucaroff advierte lo que ella llama manchas temáticas entre quienes publicaron después de 1990: entre ellas destaca lo fantasmal, producto, seguramente de la convivencia de esta generación con la impunidad y las siluetas de 30 mil desaparecidos y desaparecidas sin sepultura.

 Por Irupé Tentorio

Siendo profesora de Letras en la Universidad de Buenos Aires, Elsa Drucaroff sabe muy bien de qué habla cuando habla del mundo académico. No solamente por su trayectoria como docente, sino también, como crítica e investigadora. Escribe e investiga sobre la academia, lo cual la dota de una sensibilidad específica al respecto. Dicha búsqueda fue la que la llevó a descubrir una nueva narrativa argentina (NNA) como objeto de su interés teórico. Alrededor del 2002, y por recomendación de sus alumnos, tuvo la oportunidad de acercarse a dicho mundo: aquel que mayoritariamente sucede al ras del ámbito académico. A partir de este encuentro, Drucaroff vagabundea por ferias y lecturas autogestionadas, visita frecuentemente autores publicados en revistas digitales, blogs y otros medios algo despreciados por la crítica mainstream y académica. Esta condición de marginalidad de lo que empezó a percibir, una vez superados los prejuicios, como un corpus muy valioso e innovador, despertó en ella la necesidad de visibilizarlo, para que fuera más ampliamente conocido, leído y discutido. Fue con esta impronta que decide escribir su imponente ensayo Los prisioneros de la torre (Emecé). Investigación que la mantuvo ocupada a lo largo de seis años y para la cual consultó más de quinientos libros y doscientos escritores y escritoras, que publicaron sus obras a partir de 1990; literatura escrita por generaciones posdictadura. “Mi intercambio con estos protagonistas fue constante y tuvo un papel invalorable, no porque pensaron o piensen lo mismo que yo sino por lo contrario: nuestras obligatorias diferencias de perspectivas vitales e históricas construyeron un diálogo audaz con preguntas nuevas que me estimulaban a seguir leyendo”, señala Drucaroff, en este caso más investigadora que escritora.

¿Qué destacás de la nueva narrativa argentina?

–No toda la NNA es por definición buena, prefiero contestar qué rescato de la que me interesa: su capacidad de vibrar al son de su época y generar, en esa vibración, lo nuevo. No tiene certezas (cómo tenerlas cuando se vivió la posdictadura), y de ahí surgen estéticas muy variadas donde el humor o la mirada socarrona protagonizan una mirada crítica del mundo. El desencanto de la NNA no es paralizante, es un desencanto lúcido que lleva a la búsqueda. Si la comparo con tendencias anteriores, veo su libertad: no tiene estéticas obligatorias. Ni el compromiso social que exigían los ’70, ni el trabajo autorreferencial con el lenguaje que exigía la Academia: l@s escritor@s escriben como se les da la gana, hay literatura que habla de la injusticia social, o que trabaja desde la densidad del significante, o hace cualquier otra cosa, o todo eso junto.

Abrir una puerta en el ámbito académico a la nueva narrativa sería sacudir, volver a pensar y darles un lugar a los que no siguieron el camino canónico. ¿Estás de acuerdo con esto?

–Sí, fue uno de los objetivos de Los prisioneros de la torre. De todos modos, creo que más importante que la puerta académica es la del mercado: los lectores argentinos que leen por ejemplo El lector, de Schlink, son los que deben descubrir la literatura que se está escribiendo acá desde hace veinte años.

¿Ayuda la academia a difundir estas nuevas voces?

–El gesto patovica de la Academia al actuar como guardiana de la literatura e ignorar la mayor parte es negativo, y es bueno que haya adentro críticos que no nos pleguemos, pero al mismo tiempo creo que no reside ahí el problema central. La Academia es un factor más de poder en el campo literario y es bueno que sea así, es útil. Despreciará por principio cualquier gran talento que descubra el mercado, pero a cambio de eso va a descubrir, también por principio, algunos talentos enormes que el mercado expulsa por difíciles o incomprensibles en su momento histórico. A la Academia le debemos a Juan José Saer, a Marcelo Cohen, a Silvina Quiero, es decir: el problema central no es que la Academia le cierre la puerta a la NNA sino que la Academia haya sido –entre el comienzo de la democracia y al menos el 2004– el único factor de poder capaz de consagrar una obra. Afortunadamente hoy eso ya no ocurre.

En Los prisioneros... hablás de muchas escritoras y aparece el problema específico de la literatura femenina. ¿Cómo integrás la perspectiva de género en el estudio de la NNA?

–De dos modos simultáneos: a) como problema específico del orden de géneros; b) como un factor más de la literatura que se escribe. Como problema específico no es lo mismo para una mujer que para un varón empuñar un arma de fuego, o cocinar, o hacerse cargo de un hijo, tampoco es lo mismo para una mujer que para un varón escribir la palabra pública literaria. Si Henry Miller cuenta su promiscuidad sexual en obras explícitamente autobiográficas, eso se lee como metáfora de la trascendente búsqueda existencial de un escritor (Trópico de Cáncer/Trópico de Capricornio). Si Ana María Shua escribe una novela claramente ficcional donde distintas aventuras sexuales relatan cómo deviene adulta una adolescente, no sólo se desprecia como juego frívolo sino que se entiende (abusivamente) que es una autobiografía. Este ejemplo muestra hasta dónde la palabra literaria de mujer supone una valoración y un riesgo que no implica la de varón; la decisión profesional de ser escritor y la de ser escritora son muy distintas, una se apoya en la legitimidad social, la otra es un acto de audacia y rebeldía; una tiene largo linaje, la otra mucha menos tradición, etc. Esto no puede no condicionar lo que escribe una mujer y creo que la narrativa femenina debe mirarse también desde este punto de vista. Por eso, el sentido diferencial. Pero si se la mira solamente desde ahí, se la está discriminando. No tiene que importar la variable género a la hora de integrar obras escritas por mujeres, gays, lesbianas, travestis o lo que fuere a la NNA. Naty Menstrual hace literatura travesti; Hugo Salas explora una escritura gay; Gustavo Ferreyra las contradicciones de la actual condición masculina; Fernanda Laguna trabaja con la condición lésbica, cada un@ escribe desde lugares de género diferentes pero no únicamente, no se agotan en sus propuestas de género. Sus obras deben ser pensadas afuera de eso, también. Los prisioneros... no encasilla ni reduce a sus escritor@s en sus determinaciones de género, tampoco las ignora. Si tengo que pensar el policial, pienso en Germán Maggiori, Claudia Piñeiro, Beatriz Vignoli, Osvaldo Aguirre, etc, no encierro a las mujeres en el corralito, me ocupo de ellas y después analizo a los “normales”.

Los nuevos aires políticos, acarreados, tal vez, por el kirchnerismo, ¿ayudaron a hacer más visible la nueva narrativa?

–Ese oxígeno político generó la sensación de que valía la pena apostar por cosas trascendentes y los jóvenes pusieron su pasión en una movida literaria; ese oxígeno atentó contra el espíritu académico hegemónico en los ‘90, contra su elitismo autosuficiente, su cinismo elegante, su escepticismo cómodo, su izquierdismo sofisticado, afrancesado y de escritorio. En los ‘90 los expertos en Letras exhibíamos un capital simbólico cool y para pocos con la misma boba pasión con que otros defendían sus exclusivos celulares último modelo. El kirchnerismo contribuyó a que eso se fisurara, éramos muchos los que sufríamos en medio de esa farsa, me consta que no era yo sola. Cada vez que yo me atrevía a enfrentarlo recibía muchas adhesiones sotto voce. Entonces, cuando se vio una cierta hendija de luz (eso es el kirchnerismo: una lucecita, la primera que existe desde 1975), muchos en la Academia empiezan a pensar que se puede hacer una crítica diferente y sí, se están abriendo puertas a la NNA.

En la actualidad, ¿cuál es la función social del crítico?

–Es no separar lo bueno de lo malo. El crítico puede dar su opinión, su “me gusta”“no me gusta”, pero no como el sentido de su función sino como una parte más de la libertad de opinar. La teoría y la historia de la literatura demuestran que no hay garantía alguna para asegurar “correctamente” el valor de una obra. Cuántas veces los expertos rebotaron contra obras que resultaron ser fundamentales, cuántas veces el público masivo ignoró cosas geniales. Leer significaciones sociales en las obras, ser vocero e intérprete de su tiempo y sociedad a partir de las lecturas nuevas de las obras clásicas pero también de las contemporáneas; para esto tiene que renunciar a la soberbia de creer que lo importante es el juicio de valor. Una obra puede no gustarme y yo no disimularlo, pero lo que importa es qué leo en esa obra. Una crítica cumple su rol social de dar testimonio de su tiempo solamente si lee, se vuelve patovica cuando su saber no es herramienta interpretativa sino un arma exclusivamente usada para descalificar o elogiar.

¿Cuáles serían sus funciones?

–En principio, democratizar el capital simbólico, dando a conocer una escritura difícil, u olvidada, o relegada por el mercado, ayudando así a que el mercado la incluya. Así pasó con Saer (ése es un mérito que hay que reconocerle a Punto de Vista y a Sarlo), así desearía que ocurriera con la gran Fina Warschaver, con Paula Wajsman, etcétera. Es función social de la crítica literaria leer lo que tiene éxito de mercado, no para elogiarlo o criticarlo a priori sino para pensar por qué interpela a tanta gente. Si vale, tarde o temprano tendrán que hacerlo; si no vale y se olvida, no lo harán nunca y es una pena que nos privemos de los análisis de expertos inteligentes. Reflexionar sin prejuicios ni elitismo sobre lo que se lee mucho es cumplir con la función social de testimoniar la cultura de su tiempo. La academia despreció en bloque, en la década del ’40, los géneros policial y ciencia-ficción. No lo hicieron Borges o Bioy, pero sí ellos. Hoy la Academia estudia los policiales de Rodolfo Walsh; hoy Philip Dick o Raymond Chandler son autores de culto.

Señalás en Los prisioneros... que esa postura patovica es propia de Beatriz Sarlo...

–Sí, ésa es la metodología de Sarlo, no sólo con la NNA, en general es su modo de hacer crítica incluso si elogia, y a veces elogia lo que también a mí me gusta. Pero Sarlo no inventó ese modo de crítica: la función social del patovica, resguardando las puertas de la literatura para que no todo el que escribe se merezca el nombre de escritor, es una función de clase que explica magníficamente Raymond Williams. Un crítico que quiera transformar la sociedad debe resistirse a la tendencia de la crítica académica a canonizar solamente las obras del presente que descubre por sí sola. Salvo excepciones, sus integrantes no legitiman buenos o buenas escritoras que el público descubre por su cuenta. La Academia tiende a despreciar lo que se lee masivamente hasta que, si la vigencia de eso continúa y los protagonistas son muy viejos o están muertos, los canoniza (así fue con Charles Dickens o Roberto Arlt).

Así demuestra su poder...

–Es que defienden su poder de especialistas contra los lectores, donde manda capitán no manda marinero. Y si bien a veces llaman la atención sobre grandes obras que el mercado nunca consagraría, otras simplemente aportan obras pretenciosas que sólo les interesan a ellos, y así alejan a los lectores y los disciplinan: les enseñan que nunca jamás podrán acceder a una literatura de buen gusto. Custodian la valoración del capital intelectual, para que lo que todos leen no cotice. Pero el arte apunta a la sociedad y el poder de los expertos termina siendo relativo: una obra realmente fuerte se impone diga lo que diga la Academia, que así muchas veces simplemente se distancia de la sociedad en un ghetto que, en los ’90, podía darle poder (porque afuera no había movida de lectores), pero que afortunadamente hoy es cada vez menos significativo.

¿Cuáles son los temas y particularidades que se repiten en la NNA?

–Mi respuesta es sesgada. Yo leo la NNA desde el contexto histórico-político. No es la única lectura posible sino la mía. Barthes leyó Sarrasine, de Balzac, desde un marco lacaniano y “redujo” el cuento al problema de la indiferenciación sexual. Eso no empobrece Sarrasine ni impide a otros leer otra cosa. Leer sin proponer alguna lectura, para decir siempre lo mismo (que la literatura remite a la literatura, que los significantes hacen proliferar los sentidos) era el gesto que reflejaba el miedo a poner la literatura en alguna –no importa cuál– relación con la vida. Desde esta mirada política, encontré que la NNA está impregnada por ciertas manchas temáticas. Una es lo fantasmal: abundan de muy diversos modos los fantasmas. Yo interpreto esto en relación con el hecho de que sus autores y autoras crecieron entre impunidad y siluetas de 30.000 muertos sin sepultura. Otras manchas temáticas inquietantes son el filicidio, el cuerpo como única emanación de las certezas posibles, el quiebre de la transmisión generacional, etc. Las muestro en muchas obras y las pienso en relación con la Argentina de posdictadura.

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Imagen: Constanza Niscovolos
 
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