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Viernes, 11 de julio de 2003

RESISTENCIAS

Perfume de barrio

Mujeres de barrios populares de Lomas de Zamora comenzaron a nuclearse entre ellas durante la dictadura, en principio como asistentes sanitarias. Hoy son 3000 las que trabajan alrededor de la Fundación de Organización Comunitaria, un ejemplo de articulación de la sociedad civil para darse respuestas a sí misma.

Por Florencia Gemetro

Sobre un largo camino de tierra ríspida se esparcen, apretadas hacia los costados, hileras de casas de materiales sencillos, que descubren un barrio humilde. Una de ellas extiende su frente de rejas oscuras a lo largo de unos veinte metros. Desde lejos se ven decenas de niños jugando en su inmenso patio. El jardín Arrorró es uno de los siete centros de educación –y a la vez una propuesta integral para niños y adultos creada, coordinada y sostenida por más de 3000 mujeres– que conforman la Fundación de Organización Comunitaria –FOC–. Una experiencia que nació en los últimos años de la dictadura militar y hoy se ha multiplicado en más de diez barrios de Lomas de Zamora hasta conformar una amplia red de mujeres que lidera una salida productiva ante la pobreza y la exclusión.
Han pasado unos minutos después del mediodía, la tranquilidad del suburbio señala la hora del almuerzo. En el jardín ya no se ven niños jugando. Esperan al abrigo de unos cuantos ambientes templados junto a otros adultos que llegaron al jardín para compartir la comida de los niños. Hace varios años ya que el Arrorró se ha convertido en un proyecto que integra las necesidades de toda la comunidad en una fuerte articulación con las instituciones del barrio. Son las mujeres las que deciden, en un Consejo Interbarrial, cuáles son las urgencias de los diferentes lugares, pero es todo el barrio el que accede a los cursos de capacitación, a los microemprendimientos, al comedor para los niños y adultos y al jardín de educación alternativa para chicos de bajos recursos.
Marta convida a los niños las últimas gelatinas multicolores y se dispone a comenzar la entrevista. Atiende todos los detalles con la dedicación con que ha atendido a sus hijos. No podría ser de otra manera, ellos fueron los primeros en ocupar el jardín cuando recién comenzaba a imaginar el espacio. Se mudó al barrio cuando la región era un inmenso campo abierto cubierto por el barro que aunaba la superficie en una textura blanda. Llegó escapando del hambre y la desocupación, con el menor de sus hijos muy enfermo de asma. Su enfermedad se agravaba por el frío y la humedad de una casa humilde. No tenía agua, gas, luz, ni nada que comer. Pero pensaba que algo podría hacer una mujer con la juventud de los escasos veinte años y la sabiduría de la pobreza. Una vecina le avisó de unas reuniones de mujeres y asistió desconfiada. Allí consiguió harina y sin preguntar más comenzó a vender pan casero por el barrio. Siguió yendo a las reuniones a pesar de la vergüenza, la desconfianza y la tristeza que la hundía en un profundo aislamiento. A pesar del marido. “Porque a mí me enseñaron que la mujer era sólo para estar en la casa a las órdenes del marido. Me dijeron: ‘Una vez que te casás, tenés que depender de lo que él dice’. Y yo decía: ¿Por qué, si nosotras no somos esclavas?”
Marta Albarenga cuenta su historia y la de la organización como si fuera una sola, aunque no haya participado de su creación. Las primeras mujeres eran educadoras sanitarias, dice, que pertenecían a más de veinte territorios pobres del distrito de Lomas. Trabajaban en la promoción yprevención de la salud a partir de la organización comunal. Se elegían delegadas por manzanas y se comenzaba a planificar un cronograma local para mejorar las condiciones del barrio. Ella se incorporó unos años después, pero la organización comenzó a crecer de forma autogestiva durante los últimos años de la dictadura. Y, ¿cómo iba a saber tanto si no contara con esas otras mujeres para construir el relato sólido del sueño que algún día compartieron todas, aunque algunas ya no estén? “Yo estuve ahí, pero no me di cuenta de lo que pasó, veía gente que de pronto no estaba más en el barrio. Esta gente fue la que dijo: ‘Se puede, chicas’, y, a pesar de que sufrieron, nos acompañaron. El motor que nos mantiene fuertes es la gente que no está y la que está. Y es porque la que está se quedó para contar la historia.”
Elisa Pineda es la actual presidenta de la Fundación, fue la primera impulsora y una de las que se quedó para contar la historia. “Empezamos a recorrer las casas junto a las primeras educadoras sanitarias que me enseñaron estrategias para que nos abrieran las puertas. Después de tantos años de dictadura y pobreza había mucho miedo, desconfianza, automarginación, desvalorización, y una gran desarticulación social. Y cuando nos acercábamos a las casas eran las mujeres las que cumplían los diferentes roles. Ellas fueron las hacedoras de la transformación en la comunidad y aun hoy lo siguen siendo. Aunque las cosas cambiaron recién cuando empezamos a sentir la fuerza de la organización. Comenzamos de la mano de un imaginario de cambio hacia el final de los ‘70, donde el sentir se transformó en una acción permanente hasta hoy”, recuerda Pineda.
Los rayos del sol se debilitan al compás de un espeso tendal de nubes que ennegrecen el aire. Dos semanas de lluvia y un tiempo frío no detienen el ritmo de los niños que ya han poblado el patio. Se amontonan entre los escondites de un juego de proporciones gigantescas que ocupa el centro exacto de ese espacio abierto. Unas cuantas mujeres maduras los evitan con rapidez. Se dirigen hacia el piso de arriba donde funcionan los cursos de oficios. Otras mujeres desandan su camino y se pierden en el horizonte. Las que llegan son aprendices de costureras y las que se van serán peluqueras de caballeros.
Una a una se sientan alrededor de una mesa rectangular y comienzan a recibir las clases como cada semana. Estela y Fany eligen la cabecera y empiezan a coser. Fany se imagina en su propio negocio y Estela se burla de sí misma con la ironía de quien se ha ilusionado ya muchas veces. Más de las vueltas que le ha dado a esa tela rosada para lograr la pollera que todavía no termina de aparecer. Después de todo, el deseo de Estela es más sencillo: terminar el techo de la vivienda de material para dejar la casilla donde vive con su marido y sus hijos. Ese techo que tiene que cambiar por los remedios cada vez que se enferma. Fany y Estela dicen que los “cursos le abren la cabeza”, que le sirven para adaptar la ropa que consiguen a sus talles y a los de sus hijos, y que además son una salida, una posibilidad laboral.
Según datos oficiales (Siempro, 2001) “en el caso de las mujeres pobres (el 66 por ciento de los hogares con jefa mujer con hijos/as menores a cargo), los obstáculos pueden transformarse en riesgos concretos que comprometen su desarrollo personal y el de sus hijos, ya que no cuentan con apoyos institucionales que les faciliten generar estrategias para mejorar su situación laboral, y por lo tanto sus ingresos; ni tampoco con el adecuado apoyo para el cuidado de sus hijos/as”. Los cursos de capacitación se decidieron en el marco de esa realidad palpable después de largas discusiones en el Consejo Interbarrial donde se juntan las mujeres de todos los jardines para definir la política a seguir en función de las urgencias locales. Los oficios de cocina, peluquería, electricidad, computación y tejido, entre otros, fueron impulsados después de los años de la recesión e incremento de la pobreza. La organización comunitaria completa el aprendizaje con los microemprendimientos como una salida productiva alternativa que genera una contención grupal para incentivar la participación y la pertenencia a un proyecto integral más allá de la vida doméstica. La educación escolar incompleta que comparten la mayoría de las mujeres pobres no les impidió idear alternativas ante la crisis. “Pensamos en retomar esos viejos tiempos en los que aprendías cosas para sobrevivir porque, aunque seamos gente pobre, podemos valernos de herramientas que nos enriquezcan”, dice Marta. En el jardín Arrorró trabajan con pedidos de tejidos y panadería impulsados por los talleres de oficios, pero cada jardín tiene su producción diferenciada. Y la plata se comparte entre las mujeres que participan del trabajo comunitario.
Una joven delgada espía desde el interior de la cocina. Su cuerpo descansa en paralelo sobre la ventana por la que mira. Su mirada se pierde en el fondo del patio como queriendo entender lo que sucede en un espacio repleto de niños, deseando haber pasado los días de su infancia entre juegos sin más. Come una manzana, hace tiempo que le da mordiscos lentos para degustarla. La madres cuidadoras –voluntarias de la zona que cuidan a los niños– advierten que ha llegado esta semana, que son seis: ella, sus hermanitos y la madre. Que todos están desnutridos. Mirta permanece atenta a los murmullos mientras prepara los primeros quehaceres de la merienda. Mira a la joven y comenta: “Te juro que antes no me daba ni cuenta. Yo soy de Sáenz Peña, un pueblito del Chaco, allá tenés 5 años y ya estás haciendo las cosas como si fueras una persona grande. Y después ves las cosas que pasaron, que pasaste y, qué sé yo, no querés que lo pasen otros. No querés que sufran”.
Clarita irrumpe en la cocina, atina acomodarse como una más e intenta conversar con Marta que la sorprende con una hermética presentación: “Ella es la enfermera del centro de salud. Preguntale a ella todo lo que quieras saber sobre los problemas del barrio”. Clarita se autodefine como “el puente entre los profesionales y los inconvenientes del jardín, del barrio”. ¿Por qué va a distinguir ella entre el jardín y el barrio si a través del jardín se articulan todas las necesidades del barrio? Se toma el tiempo para repasar con tranquilidad uno a uno los principales motivos de consultas: violaciones, embarazos adolescentes, violencia familiar, desnutrición infantil, desinformación. “Los embarazos adolescentes son un desastre mayor. Son muy jóvenes, tienen entre 13 o 14 años hasta 19, son chicas solas. Ellas recurren a mí porque sienten más confianza. Otras chicas vienen para el jardín para sentirse cuidadas y para que cuiden a los chicos. Vienen como madres cuidadoras, están de casi siete meses, y es como estar la casa. ¿Cómo resolvemos los conflictos de violencia doméstica? Se resuelven y no se resuelven. Hasta que el juez falla en una chica violada, por ejemplo, el bebé anda gateando.”
La mayoría de las mujeres de la Fundación ha vivido de una u otra manera la violencia sexual en sus múltiples manifestaciones. “Es el idioma de los hombres”, dice Marta. “Ellos te quieren hacer creer que no sos nadie. La mujer, de por sí, es discriminada por ser mujer. ¿Pero querés ver que yo puedo lograr cosas? Es más, si me tengo que separar, lo hago. Yo hice valer lo que quiero. Y muchas mujeres de acá lo hicieron. Estamos muy mal acostumbradas. Siempre tenemos que hacer lo que los demás quieren. Pero, ¿qué queremos nosotras?”
El barrio La Loma guarda bastante de su distrito en el nombre –Lomas de Zamora–, pero en un singular que resalta el femenino. Será la fuerza de las mujeres que se recupera de tanto en tanto en los nombres de un lenguaje que poco las recuerda. Esa fuerza que Marta no puede explicar por más vueltas que le dé para tratar de encontrarle sentido a la antigua experiencia de resistencia femenina, tanto como el machismo, dice ella, tanto como los años de organización de las mujeres.

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