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Viernes, 6 de abril de 2012

El libro de las mutaciones

Poesia La reciente publicación de las obras completas de Olga Orozco habilita un repaso por su inacabable obra y los intersticios de una vida dedicada a la poesía. La búsqueda de Dios, los muertos amados, la multiplicidad del yo y una resistencia a la finitud se adivinan en tantos de sus versos.

 Por Paula Jimenez

“No te pronunciaré jamás verbo sagrado”, anticipó en uno de sus versos cuando corrían los años ’90. Y tenía razón. Como al resto de los humanos, también a ella el verbo sagrado le fue esquivo y en su lugar fueron apareciendo todos los otros, los mundanos, los ambiguos y preciosos verbos que tocados por su pluma alcanzaron el esplendor. Con aquel verso, Olga Orozco no prometía ni adivinaba nada, más bien, declaraba su límite, levantaba bandera de rendición frente al misterio y arrancaba el poema “Con esta boca”, en este mundo que le da nombre a su último libro. Cuando fue publicado ya había cumplido 74 años y entregado al mundo la novena de títulos que hoy integran su obra completa, recientemente editada por Adriana Hidalgo, junto con sus últimos poemas y una serie corta de ensayos.

Su recorrido poético empezó en 1946, con Desde lejos, y terminó el año de su muerte, 1999, un número que encierra tres veces el de la espiritualidad, 9, y da por sumatoria 28, la cantidad de años que tarda Saturno en dar su vuelta completa alrededor del sol. Datos de obituario y especulaciones del zodíaco con los que Olga Orozco –que era astróloga y tarotista, que buscó a Dios en sus versos, que habló en sueños con sus muertos queridos y que se resistió a morir– no llegó a escribir un poema póstumo ni a dibujar un mandala del cielo de aquella noche final, la del 15 de agosto. A partir de entonces, sus rostros, esos diversos rostros de los que ella habló en su poesía, cobraron al fin la apariencia única de los que ya no están. En “Andante en tres tiempos”, poema perteneciente a La noche a la deriva, de 1983, Olga se habla a sí misma una vez más: “Sin rasgos, sin consistencia, sin asas ni molduras,/ así era tu porvenir visto desde las instantáneas rendijas del pasado./ Sin embargo detrás hay un taller que fragua sin cesar tu muestrario de máscaras”. Y las máscaras, esas con que el autor se muestra y oculta y que no atinan jamás a ser una y definitiva porque son también las que el tiempo va labrando y modificando en la piel a cada instante, son tópicos recurrentes en la obra de Orozco, quien dijo alguna vez que “la búsqueda de las posibilidades del yo” fue, desde la escritura de los primeros versos, una de sus más firmes obsesiones. ¿Pero de qué posibilidades hablaba? ¿Poéticas, intelectuales, metafísicas? De todas. “Acaso mi destino sea como el del sello irreversible que dejan las nostalgias:/ la huella no colmada,/ el destino de ser por algo que no soy”, escribió en “Esbozos frente al modelo”, de La noche a la deriva. Este poema, tan impactante como la mayoría, comienza magistralmente evocando palabras livianas, inasibles, opuestas a la idea compacta e inmutable que el modelo suscita: “Quizá como las nubes, / tal vez como el reflejo que se desliza siempre por la arena”. Pero el poema sigue y da entonces un giro hacia la densidad: “Busco a tientas en mi bloque de sombras la escultura,/ la coincidencia exacta con la imagen que me impone el modelo”. Si nos atenemos a su legado poético, uno de los más descomunales de nuestra literatura, podríamos decir que si algo consiguió hacer Orozco fue apartarse de la hibridez del modelo y fundar una poética propia cuyo perfeccionismo formal y musical y la profundidad de sentido le permitieron ocupar el lugar de un altísimo ideal para las generaciones más jóvenes. Su obra fue ambiciosa en su afán de abstracción y precisión simultáneas, en su solidez estructural, en la abundancia de los versos tantas veces compuestos de más de 20 sílabas, reunidos en construcciones poéticas que quitan el aliento al lector que pretenda –y siempre lo pretende, porque su musicalidad resulta irresistible– leer alguno de ellos en voz alta. En YouTube pueden verse imágenes de Olga Orozco recitando: por ejemplo, “Para Emilio en su cielo”, tiene puestos unos enormes anteojos que enmarcan una mirada intensa y penetrante, a la medida de sus versos. Ella es la misma Olga –y no lo es– cuyo rostro despejado y más joven grafica la tapa de su libro. Y es la misma –aunque es otra– que además de poeta, cartomántica y traductora estelar, ejerció el periodismo no sólo para sobrevivir, sino para desplegar también allí un nuevo muestrario de máscaras. Porque en la revista Claudia, donde Orozco escribió por varios años, fue también muchos otros: Valeria Guzmán, Valentine Charpentier, Sergio Medina, Martín Yanez y varios más (este material fue reunido por Ediciones en Danza bajo el nombre Yo, Claudia). Aunque distinta una voz de la otra, todas parten de la misma matriz o más bien son mutaciones de un mismo registro lírico que persiste también en los textos periodísticos. El juego de la mutabilidad sobre la permanencia de aquello que es, a su vez, patrón invariable, fue uno de esos temas que no abandonaron su poesía ni mucho menos su visión del mundo. “No me hables solamente de un panteón o de algún tribunal embalsamado,/ siempre en suspenso y hasta el fin del mundo./ Porque también allí cada dibujo cambia con el último trazo,/ cada color se funde con el tinte de la nueva estación o la que viene,/ cada calco envejece, se resquebraja y pierde su motivo en el polvo;/ pero el muro en que guardas estampadas las manos de la infancia/ es ese mismo muro que proyecta unas manos finales sobre los muros de tu porvenir./ ¿Y acaso ayer no asoma algunas veces como marzo en septiembre y canta en la enramada?”, dice en “Andante en tres tiempos”, título que sugiere de por sí la simultaneidad de planos temporales que conviven en el presente del poema a través de la memoria, de la proyección al futuro y probablemente también de otras dimensiones existenciales no asequibles a la conciencia. Para Los juegos peligrosos, publicado en 1962, Olga eligió un epígrafe del RIG-VEDA, un antiguo texto de la India escrito originalmente en sánscrito, que dice: “Lo eterno es uno, pero tiene muchos nombres”. Un año antes, el Fondo Nacional de las Artes le había otorgado una beca de investigación para estudiar en varios países europeos “Lo oculto y lo sagrado en la poesía moderna”. Las inquietudes metafísicas se habían amalgamado definitivamente con sus poemas, encarnado en esos versos que parecen caer de los bordes materiales de la palabra y la imagen y arribar a zonas donde sólo las brujas, los chamanes y los druidas pueden entrar. “Esta es la barranca del hambre hecha con piel de lobo y vaho del invierno./ Cuando entras, los disfraces acaban de llegar./ Elige el que convenga a tu gran aventura,/ el que mejor te encubra entre las cuatro tablas de tu ley./ Sólo te falta el arma con que al matar te mates./ Yo elegí los delirios, las magias y el amor”, dice en “Feria del hombre”, de Los juegos... En este libro palabras como sueño, cartomancia, destino, rueda o talismán, son tópicos sobre los que se asienta fuertemente la atmósfera esotérica que tiñe sus páginas. “Cuando llegues al otro lado de ti misma”, abisma Orozco en “Sol en Piscis”, uno de los poemas de esta serie.

Olga nació en Toay, provincia de La Pampa, el 17 de marzo de 1920 y como corresponde fue signada por Neptuno, regente de Piscis, el signo que vibra con la energía de la muerte, el silencio, Dios, la música. Y, ¡oh, casualidad!, fue también con esos temas con los que Orozco construyó su particular universo poético. Pero estos temas, lejos de haber sido desarrollados de un modo frío o conceptual, en sus versos funcionaron como perspectivas o modos de leer sus experiencias amorosas, la fugacidad de la vida material y las pérdidas afectivas que marcaron sus días. En toda su obra, pero aún más en sus últimos poemas y en los que integran “Con esta boca, en este mundo”, se percibe el peso de una melancolía cada vez más grave que se va entremezclando con su visión trascendente de la existencia. En ellos, los muertos queridos y los felices tiempos diluidos en las arenas de la eternidad, vuelven, por el mágico embrujo del amor y la poesía, a cobrar vida con la fuerza del recuerdo. Si ya en “Si me puedes mirar”, de Los juegos... Olga había escrito aquel comienzo inolvidable y estremecedor: “Madre: es tu desesperada criatura quien te llama”, es también en una de sus composiciones finales, el poema con el que termina “Con esta boca...”, donde el ruego se repite con igual desesperación: “Madre, madre”, dice, “vuelve a erigir la casa y bordemos la historia./ Vuelve a contar mi vida”. Este pedido encierra una certeza: es en el vínculo primero con la madre donde se configura la trama que se irá desplegando a lo largo del tiempo. “Vuelve”, dice, “a contar mi vida”. El último de los poemas incluidos en su Poesía completa también versa sobre un retorno a partir del cual el tiempo se abrirá en dos. Se llama “Vuelve con la lluvia” y en él Olga Orozco se dirige a sus hermanas muertas para anunciarles que el reencuentro está cerca, dice: “Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías,/ las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta./ Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad, / para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo,/ hasta que completemos nuestra canción”.

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