las12

Viernes, 8 de agosto de 2003

SOCIEDAD

la otra

Algunas todavía llevan delantales como uniforme obligado, aunque la cofia pasó a la historia. Son las que trabajan para la clase alta o media alta. Las mucamas de la clase media, en cambio, son simplemente “la chica” que ayuda a esa otra mujer que sale a trabajar. Matices en una relación difícil, a veces amistosa, pero marcada por el tatuaje de hierro de las jerarquías.

Por Luciana Peker

Mucamas como las de antes”, ofrece el pasacalle, en Figueroa Alcorta y Salguero, apenas unos pasos al costado del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, unos pasos antes del Paseo Alcorta y unos pasos en diagonal de la División Anti-Secuestros de la Policía Federal. “Es un slogan”, explican en la agencia de mucamas Service Barrio Norte Personal Doméstico.
Como todas las marcas, esa marca (ese slogan) dice algo. Y, aunque no haya estudio de mercado en el medio, es fácil imaginar el mercado de esa marca: dos ABC1 argentinas, oxigenadamente rubias por naturaleza (de clase), con la piel barnizada por el colágeno y tres dijes de oro con formas de nenes & nenas colgándoles del cuello. Las dos hablan –con la complicidad, risa e indignación con la que la pasión femenina habla de hombres–, pero de mujeres, las mujeres de su vida: las mucamas. Se quejan de que ya no pasan la aspiradora con música funcional de Sandro sino con la de Los Pibes Chorros y que si vieran –como antes– la novela de las tres de la tarde, vaya y pase. Pero que con la cumbia villera no hay feng shui que aguante.
“Para servirle mejor”, sigue siendo el lema de Casa Leonor –inaugurada en los años ‘30– que se mudó de la tradicional esquina de Marcelo T. de Alvear y Talcahuano (y ya no tiene ocho vendedores como en sus mejores épocas) pero, a mitad de cuadra, sigue estoicamente vendiendo uniformes en maniquíes con peinados estilo Evita y tez oscura. “El uniforme marca la categoría de la casa –define la dueña, Mónica López–, una casa elegante y bien organizada no va a tener a alguien con jeans y chancletas.”
Y da algunos detalles: “A comprar siempre vienen los dueños de casa. Los hombres llevan celeste o azul y rayas, cuadrado o lisos. Las mujeres van más a los colores y flores, que es lo que les gusta a las chicas. Y para los countries prefieren la chaqueta y el pantalón, porque hace más frío”.
Aunque en la Argentina las empleadas domésticas no son sólo un lujo ABC1 sino el mayor recurso de las mujeres que trabajan para –justamente– poder trabajar. Acá la independencia de la mujer se forjó, básicamente, gracias a la dependencia de otras mujeres que se quedaron, sueldo de por medio (con cama o con retiro), a cumplir con el cuidado de los chicos y la realización de las tareas hogareñas.

¿Liberación o dependencia?
La forma de organización familiar de la clase media argentina pateó en otras mujeres el conflicto del reparto desigual de las cargas domésticas. “En la Argentina, un arreglo entre clases evitó un conflicto entre géneros”, señala Irene Meler, coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires. “En los países desarrollados no pudieron mantener relaciones semifeudales de empleo doméstico y las mujeres se vieron enfrentadas de una manera mucho más aguda a la pelea de compartir el trabajo doméstico. Incluso, en paíseslatinoamericanos, como Cuba, la fórmula legal del casamiento (antes de decir: “Sí, quiero”) aclara que las tareas de la casa deben ser compartidas. Acá no hay peleas por quién barre, porque barre otra”.
“Tener la posibilidad económica de contar con una empleada doméstica que realice las tareas del hogar disminuye las tensiones entre los miembros de la pareja (en particular cuando ambos trabajan) derivadas de las diferencias en los tiempos dedicados al hogar por varones y mujeres”, subraya la socióloga Marcela Cerrutti en el libro Familia, trabajo y género, editado por Unicef y el Fondo de Cultura Económica. Hoy se estima que en el país hay 750 mil empleadas domésticas. Aunque, en otras épocas, hubo más. Por la crisis, entre mayo del 2001 y mayo del 2002, aproximadamente 128 mil perdieron su trabajo. Además, hoy en día, algunos varones cumplen un rol más activo en el cuidado de los hijos y la limpieza de la casa. Pero, por otra parte, las jóvenes profesionales cuentan cada vez con menos salvavidas. “Las mujeres no tienen la red familiar que tenían antes. A las pioneras en salir las ayudaban sus madres, pero ahora las abuelas trabajan –compara Meler–. Por eso, es inevitable para ellas contratar a una empleada doméstica.”
La inevitabilidad tiene que ver con un agujero negro. Cerrutti puntualiza: “La carencia de servicios públicos de guarderías infantiles de calidad y la escasez de guarderías infantiles privadas en los lugares de trabajo, constituyen asignaturas pendientes en la Argentina”. En Europa, en cambio, el servicio doméstico es excepción y las redes estatales de cuidado de niños, la regla.
“Me parece muy careta decir: ‘Ah, no, yo no tengo empleada doméstica’, cuando si vos laburás afuera y tenés chicos, es bastante poco probable que puedas sostener la casa sin tener una ayuda”, pone los puntos sobre las íes Gabriela Lifschitz, fotógrafa y escritora. Gabriela participó del proyecto del fotógrafo Sebastián Friedman, que realizó un ensayo que ilustra esta nota (en donde retrató a empleadas domésticas junto a sus familias y a las familias en las que trabajan).
“Decidí tener empleada doméstica cuando me separé y me encontré sola con la nena sin poder salir a comprar cigarrillos. Ahí me dije: ‘Voy a tener que resolver esto’. Además, toda mi vida me había ocupado de lavar los platos, pero si un día estaba cansada o llegaba tarde, no importaba. En cambio, cuando hay chicos no podés decir: ‘Mañana’; o te ocupás vos o se ocupa otra persona.”
“Yo detesto a la clase media argentina, pero soy de clase media y aunque no me guste ser de la patronal, en este ínfimo punto lo soy. Y lo aprendí a los golpes. Con la primera empleada doméstica creí que era amiga. Hasta que ella me hizo un reclamo económico y me angustié. Yo, en París, había limpiado casas y cuidado chicos, incluso con cama, y sentía que había estado en los dos lugares. Pero después me di cuenta de que no es lo mismo una escritora que limpia, que una chica que desde los 13 años hace eso -desmistifica–. Me costó un huevo reconocer que tenía una persona trabajando para mí, que era la patronal, pero a partir de ahí pude tener relaciones más claras.”

Madres invisibles
Sin duda, una de las mayores características de este empleo es que no es lo mismo fichar que hacer un café con leche, ni envolver en una toalla que vender seguros para auto. Es uno de los trabajos más despreciados socialmente y, sin embargo, uno de los más importantes. Pero, además, es un trabajo en el que se entra, aunque sea transitoriamente, a ser parte de la familia. Con todo lo que eso implica.
“Me molesta cuando la señora que trabaja en casa me da consejos de madre con tono amistoso, la deja a la pequeña zombie durante horas frente a la televisión o no pone límites. Pero mi hija se queda contenta con ella yeso basta”, evalúa Silvia, que trabaja en una empresa de relaciones públicas.
Sebastián se define como hijo criado por mucamas. “En mi casa, mi mamá trabajaba todo el día y el control de todo lo tenía la empleada. En la convivencia se delegan cosas que tienen que ver con el afecto –valoriza-. En la mayoría de los casos, las empleadas con cama, por ocuparse de los hijos de otros, descuidan a sus propios hijos, directamente los pierden, o ellos quedan resentidos.”
Sebastián ya está produciendo un documental sobre el mismo tema junto con María Meira, guionista y co-autora del film Tan de repente. Probablemente el nombre sea La invisible. “La idea es hacer visible lo invisible, mostrar la otra vida de la empleada que, por lo general, la empleadora no conoce, indagar sobre lo oculto de estas relaciones y valorar un laburo tan importante en el que se mezcla tanto lo afectivo”, explica María.
Elba es el nombre que Sebastián no olvida. Silvia, el de María. Las dos desaparecieron de sus vidas repentinamente, sin explicaciones ni preámbulos. Nadie creyó que ellos necesitaban un duelo. “Siempre hay un hueco que queda en la vida de un clase media porteño de alguien que querías mucho, que te crió y desapareció”, apunta Sebastián.
“Le tenía muchísimo afecto, ella me cocinaba y me contaba de sus novios. Cuando se fue, me preguntaba: ‘¿Me habrá querido?’”, confiesa María.
Del otro lado, muchas veces, la respuesta es sí. Y mucho. María Alcaraz tiene 41 años y tres hijos (Maximiliano, de 21; Flavia, de 18; y Jessica, de 11). Pero en su casa de Longchamps hay un lugar privilegiado para la foto de otros tres chicos (Gabriela, de 22; Guillermo, de 20; y Gustavo, de 16). “Yo los quiero mucho a todos, para mí son como mi familia”, resume María sobre su relación con los chicos de la casa de Caballito en donde trabaja hace ocho años. Si les pasa algo, sufro como si fueran mis hijos; y si se van de vacaciones, los extraño, hasta los llamo al trabajo para hablar con ‘mis nenes’. Los tres chicos son divinos. Gaby es una capa. Jessica siempre se acuerda de las galletitas que ella le enseñó a hacer y Maximiliano de cuando le enseñó inglés para rendir una materia del secundario. Yo también cuando tengo calabazas en mi huerta les llevo para que tengan para hacer tartas.” No por nada, cuando María sale de su casa para ir a trabajar dice: “Voy a casa”.

Con cama
Si cada familia es un mundo y el trabajo doméstico se desarrolla en el núcleo de ese mundo, cada trabajo es un mundo distinto en donde puede haber desde amor o respeto hasta humillaciones y violencia. Alicia Teubner de Mansilla y mamá de Maximiliano, de 16 años, todavía recuerda los sinsabores del trabajo en una casa de gran poder adquisitivo en Martínez: “Tenía que tener el uniforme impecable y la cofia en la cabeza. Era un trato muy distante, donde te hacían sentir la diferencia. Te podías sentar a comer, en una mesita chiquita de la cocina, después de darle de comer al perro y si a la nena se le caía un papelito te tenías que levantar igual, aunque se te enfriara la comida. Y te daban sólo 20 minutos para comer. Después tenías que seguir. Te exprimían. Y los nenes veían cómo te trataban los padres y te pasaban por encima. Yo soy un ser humano. No aguanté y me fui”.
El año pasado, cuando se descubrió que, en Salta, Simón Hoyos estaba en un albergue transitorio con la hija de su mucama (de 8 años), se desnudó la trama por la cual, todavía, muchos patrones creen que no pagan por un trabajo sino que compran la vida de sus empleadas. Y en donde el abuso sexual –plasmado en la fantasía sexual de la mucamita con uniforme corto y plumero– es uno de los puntos más vulnerables de este trabajo. Pero, incluso, más allá de estos extremos, las empleadas domésticas se encuentran en un 95 por ciento en negro. A pesar de que, desde hace tres años, rige un sistema especial de aportes, apenas hay 9 mil empleadas domésticas con cobertura médica, según datos de la Superintendencia de Servicios de Salud. Además, sólo 4 obras sociales aceptan personal doméstico. Y el sistema funciona tan mal que ya están pensando en cambiarlo. Pero, además, aun las que están blanqueadas ante la ley no cuentan con derechos fundamentales. Lo más llamativo: las mujeres que cumplen con el oficio que permite que las mujeres trabajen, no tienen derecho a trabajar y ser mamás.
Estilicta Cayita, secretaria gremial del Sindicato de Trabajadoras del Hogar, se lamenta: “Lo que más me duele es que las chicas no tengan derecho a la licencia por maternidad”. No es el único atropello: “Ni siquiera cuentan con días de duelo cuando se les muere un familiar. Además, las que están con cama tienen que trabajar 12 horas (4 más que una jornada laboral habitual), con 3 horas de descanso entre el almuerzo y la tarde y 9 horas en la noche. Pero generalmente las hacen trabajar más”.
“Las empleadas domésticas estamos en el aire. Nadie te informa de tus derechos –por ejemplo, si tenés que trabajar un feriado– y es muy difícil que te respeten tu tiempo y delimitar las tareas. Yo ahora estoy en una casa de Ramos Mejía que me tratan muy bien y estoy contenta. Pero a veces veo a algunas chicas pintando rejas o cortando el pasto. Y no les pagan para eso sino para limpiar. Pero todo está tan bravo que es muy difícil decir que no y, como te pagan, tenés que hacer lo que venga”, se enoja Alicia.
El reparto entre las mujeres que delegan el trabajo doméstico y las que se quedan a hacerlo en casas ajenas es más que injusto. La socióloga Cecilia Lypscik remarca: “Desde el punto de vista de la movilidad laboral, el servicio doméstico es un callejón sin salida: no capacita en el puesto de trabajo, no abre posibilidades a otras ocupaciones y rara vez permite continuar la educación formal. También puede involucrar interminables horas de trabajo, abuso por parte de los empleadores, inestabilidad debido a la contratación en negro y convertirse en un obstáculo para la conformación o consolidación de la propia familia”.
El mínimo estipulado por el Ministerio de Trabajo para trabajar con cama es de $ 430 y los sueldos llegan, según la ley de la oferta y la demanda, a $ 600. En la Argentina, como todo, éste es un sector cambiante. Haydeé García Darrosa, secretaria gremial del Sindicato, apunta: “Por la crisis, muchas familias despidieron a sus empleadas domésticas. Pero ahora el trabajo se está reactivando gracias a que hay gente que vuelve a tomar y porque hay extranjeras que se fueron a sus países puesto que, con la devaluación, ya no les conviene trabajar acá”.
La socióloga Catalina Wainerman realizó una investigación entre 35 familias de sectores medios, con al menos un hijo pequeño, en donde la mujer y el varón eran proveedores económicos. Cerca de dos tercios tenía ayuda doméstica remunerada, desde 3 hasta 80 horas semanales. Y muy pocos contaban con ayuda familiar para el cuidado de los chicos. Los entrevistados provenían de familias de clase media. Pero la comparación con una generación anterior arrojaba resultados muy interesantes. Treinta años atrás, apenas un tercio de las madres de las mujeres que hoy trabajan estaban en el mercado laboral. Pero igualmente contaban con una señora para barrer, lavar, planchar o cocinar.
“En sus hogares, cuando las parejas entrevistadas tenían 10 u 11 años de edad, un poco más de la mitad de sus progenitores contaba con personal de servicio doméstico. De éstos, alrededor de dos tercios tenía personal a tiempo completo (más de 35 horas semanales) y eran muy pocos los que tenían ayuda por poco tiempo (menos de 16 horas semanales). En los hogares actuales también son más de la mitad los que gozan de ayuda doméstica;pero ahora la ayuda doméstica es más escasa”, señala Wainerman en el libro Familia, trabajo y género.
Y resalta: “Entre las parejas actuales existe una clara asociación entre el tiempo de trabajo de las mujeres y el tiempo de la ayuda doméstica remunerada, lo que sugiere que las esposas pagan su reemplazo como amas de casa y madres. Este no es el caso de la anterior generación, en donde el servicio doméstico remunerado era mucho más frecuente”.
“Dése un gusto, tenga una mucama”, dice un cartel en Pedraza y Obligado. Los cachetazos de la Argentina hacen que las pautas culturales vayan y vengan al ritmo de la crisis. Por eso, hasta las mucamas necesitan marketing. “Dése un gusto, tenga una mucama” y “Mucamas como las de antes” son los dos slogans que asomaron desde que la recesión arrasó con todas las estructuras sociales. Incluso, con los cimientos mismos de la familia tipo nacional (mamá + papá + nene + nena + chica).
Un mix de los dos slogans es una de las mejores definiciones de las actuales aspiraciones de la clase media: “Darse un gusto como los de antes”. Tal vez los slogans de la calle sean un buen puntapié para no seguir barriendo debajo de la alfombra la discusión sobre quién barre la alfombra de las familias argentinas.

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Capital Federal. familia Liffschitz. Gabriela (la madre); Valentina (la hija); Catalina (la empleada).
Catalina Benitez (la empleada) en su casa.
 
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