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Viernes, 24 de agosto de 2012

ENTREVISTA

El poder autodestructivo de la impotencia

En su último libro, El silencio de los hombres, la periodista italiana Iaia Caputo describe cómo la impotencia masculina frente a la crisis del modelo patriarcal se traduce en violencia homicida que se vuelca sobre las mujeres y sus hijos e hijas. Es un retrato de la misoginia en Italia que brinda claves para entender la actual emergencia de la violencia de género en nuestro país y cómo ésta es avalada por marcos políticos y mediáticos propios de este siglo.

 Por Veronica Gago

Recopiló, siguió y estudió cada noticia, cada vez más recurrente, que hablaba de filicidio. Fue analizando uno tras otro los casos de padres (o padrastros) que matan a sus hijos con el objetivo de dañar y vengarse de sus ex esposas. De esas crónicas oscurísimas, la periodista y ensayista italiana Iaia Caputo intentó destilar una hipótesis, y la encontró. Puede resumirse así: hay un cambio en el tipo de violencia hacia la mujer, que pasa de ser objeto directo de la agresión a convertirse en la destinataria de un acto de violencia sobre sus hijxs, de manera de herirla y culpabilizarla para siempre. No se trata, claro, de un reemplazo de una violencia por otra sino de una superposición que revela una nueva forma de “revanchismo misógino” y de “impotencia masculina”. En la Argentina, recientemente hubo al menos dos casos que conmovieron y que podrían pensarse a la luz de esta interpretación: el asesinato de Candela en el conurbano y el de Tomás en la localidad de Lincoln. En ambos, los hijxs fueron claramente elegidos como el blanco para castigar a sus madres.

Caputo, nacida en Nápoles en 1960 y fogueada desde jovencísima en la militancia feminista de los años ’70, acaba de publicar el libro El silencio de los hombres (Feltrinelli), una verdadera radiografía de la Italia misógina actual. Ese es el diagnóstico mayor sobre el que esta autora inscribe las nuevas formas de violencia contra las mujeres. Asegura que la era Berlusconi, aun cuando ya no lo tenga en el poder, llegó para quedarse: “Se trata de un cambio cuasi antropológico, que se manifiesta bajo nombres clave de la política. Uno fundamental es el de Berlusconi, quien inventó un léxico hueco. Su hegemonía tiene la marca de la inteligencia televisiva: vacía el significado de las palabras. La política como espectáculo que denunciara Guy Debord ha ido más allá: el espectáculo es directa y únicamente lo que acontece como política”, analiza Caputo en Buenos Aires, invitada por el programa Lectura Mundi de la Universidad de San Martín (Unsam). Italia, vista desde el prisma de esta ensayista, es un país que se define por tres obsesiones: las mujeres, los enemigos –sean migrantes “clandestinos” o “terroristas”– y los años ’70. Pero, incluso más allá de la referencia nacional, lo sugerente del libro de Caputo es tratar de preguntarse cuál es el nexo entre la cuestión masculina, la violencia de género y la crisis de la política, protagonizada por “gobernantes medievales” que se mueven con soltura en la “jerga mediática posmoderna”.

V de venganza

“Los hombres han asesinado durante siglos por celos, por ‘honor’ y por ‘pasión’, incluso con el propósito de castigar, aunque raramente a la propia descendencia. Claro que se asesinaban mujeres. Pero hoy el golpe se hace del modo más atroz, alzando la propia mano contra los hijos y marcando un desplazamiento: las mujeres han devenido de objeto de la violencia a destinatarias de la violencia”, puntualiza Caputo, que ha revisitado el mito de Medea para pensar estos casos.

¿Qué implica este pasaje?

–El propósito es siempre el mismo: castigar a la madre; en estos casos que analizo se trata de culpabilizarla por haber querido la separación, dejándola vivir, pero con el tormento de imaginar cuál habrá sido el fin atroz de sus hijos y sin nunca jamás tener la certeza. El propósito es privarla incluso de sepultar sus cuerpos y llorarlos. Las mujeres parecen ser las destinatarias de la venganza y, por tanto, son condenadas a vivir. Deben “pagar” la culpa del abandono y el hecho de enfrentar la ruptura. Y aquí estamos frente a un cambio profundo: hasta los años ’60 estaban a la orden del día, por las mismas razones, aquellos que se definían como delitos pasionales. Como reacción y represalia ante el fin de una relación, ningún hombre habría lastimado a sus hijos. Se mataba a la mujer con la certeza de que el “sujeto” de la “culpa” fuese a la vez el “objeto” de la venganza.

¿Por qué ahora esta torsión?

–La pregunta es también por qué la mano del asesino se desplaza de la mujer, “culpable” del abandono, a los inocentes nacidos de ella. Antes, un hombre que se manchaba con el llamado delito por motivos pasionales o de honor golpeaba a cara descubierta, incluso en público, sin miedo, sin esconderse. Se movía en una comunidad, en una cultura y en un tiempo que presumía compartir su gesto, y si bien no lo apreciaba, tampoco lo censuraba. Tanto que ambos, pasión y honor, eran atributos atenuantes en nuestro Código Penal, que implicaban la reducción general de las penas, y no pocas veces incluso la absolución de los acusados. Aunque hoy parezca prehistoria, el delito de honor recién fue abolido en 1981. El artículo en cuestión valía en teoría para ambos sexos, pero estaba escrito en femenino, en tanto se daba por descontado que sólo el hombre podía ser afectado “por la ofensa a su honor” y el de “su familia”, de la que era dueño y señor; así como el delito de adulterio era sólo un cargo para la esposa que había traicionado al marido, mientras que los hombres sólo tenían la hipótesis del delito de concubinato incluso cuando mantenían una amante en la casa conyugal (sic) o algo similar, pero naturalmente la reacción de ira de una mujer humillada y ofendida por la presencia de una amante bajo el mismo techo no estaba prevista. El ejercicio del poder masculino se combinaba perfectamente con su derecho a ejercitarlo. Y la coincidencia entre poder y derecho de los hombres no sólo era compartida por la moral de la época sino que estaba en el fundamento mismo de la organización familiar y social.

¿Esa estructura se nuestra en crisis con estos homicidios que usted analiza?

–¿Qué imagen evoca un hombre que hoy extermina a sus hijos, que mata la descendencia? La de un loco desesperado, un monstruo que ejerce, es cierto, el más escandaloso de sus poderes, aquel de la vida y la muerte, pero es un poder que vacía de todo poder a quien lo ejerce porque es el poder autodestructivo de la impotencia. El asesino en este caso ya no es el portador de un derecho; en su percepción, es la víctima de un derecho ejercido por otros –como el de una mujer que pide y obtiene un divorcio–, que él no reconoce y del cual siente no ser reconocido.

¿Esto lo vincula al debate sobre el femicidio?

–Lo he discutido mucho con distintas compañeras vinculadas hoy con el debate sobre el femicidio. Tratamos de pensar su dinámica contemporánea. Porque está quien dice: ¿pero cuál es la novedad si los hombres siempre han asesinado a las mujeres? Yo combato el supuesto de que los hombres son malos y violentos per se. Esto congela una supuesta naturaleza masculina. Respecto del femicidio en concreto, insisto con esta diferencia de que antes un hombre que mataba a una mujer lo hacía con la coincidencia del poder y el derecho de hacerlo. Era un hombre fuerte que ejercitaba su poder sobre un sujeto más débil. Hoy la relación de fuerza es completamente diversa: un hombre que mata a una mujer que ha decidido finalizar una relación matrimonial, por ejemplo, es definitivamente un hombre mucho más débil que encuentra inaceptable esa ruptura y que actúa contra una mujer objetivamente más fuerte. Lo que está aquí en juego es la libertad femenina y la conciencia de la impotencia masculina.

¿Sería una forma de revancha frente a la crisis del poder patriarcal?

–En este tipo de crímenes casi indefinibles e impensables no es difícil vislumbrar la furia y la desesperación de un poder moribundo. El gesto de un macho que sabía pertenecer a un género que por cientos de años ha sido el señor del mundo y el patriarca indiscutido de su familia, el dueño de su mujer y de sus hijos, y que de pronto sabe que ya nada es así, sin comprender todavía las razones, menos aún el sentido. Para quien mira el futuro como un ciego y no logra imaginarlo, el futuro lo destruye.

¿El silencio de los hombres que usted describe se llena con este tipo de violencia?

–La pobreza semántica masculina para expresar emociones, fragilidad, ternura, es evidente. Por un lado, es efecto del impacto del feminismo y la deconstrucción del rol paterno clásico, pero sobre todo muestra la incapacidad de elaborar el duelo por esa autoridad perdida, por ese fin de la sociedad patriarcal que les confería su antiguo poder. Hablo de una afasia masculina, de una masculinidad sin palabras. A la retórica del coraje le sigue un silencio sobre los miedos, las inquietudes y los dolores.

¿Esto refuerza un estereotipo de lo masculino en crisis?

–Siempre decimos, y es verdad, que la representación de la relación entre géneros es ofensiva para las mujeres. Pero pregunto: ¿y para los hombres? La sexualidad masculina que suele representarse es obscena: compulsiva, privada de deseo, violenta. ¿No deberían los hombres rebelarse frente a este imperativo? A las mujeres se las interpela permanentemente: deben hacer esto o lo otro, rebelarse contra aquello, etcétera. Esto supone una suerte de reconocimiento de superioridad moral que se corresponde con una minoridad moral masculina.

¿Una suerte de paradoja?

–Una paradoja, sin dudas: en Italia, las mujeres que son maltratadas y abusadas son a la vez interpeladas como aquellas que moralmente serían capaces de salvar a la patria. Algo así como la reserva moral de la especie. Esto tiene un costado gratificante e incluso potente, claro. Por otro lado está la idea, muy difundida en Italia entre mujeres de todas las clases, que los hombres son bastante idiotas desde el punto de vista sentimental y del cuidado. Esto se expresa en ideas como que los varones no saben hacer nada, que son psicológicamente inmaduros. Esto, desde mi punto de vista, corresponde a una infantilización de los hombres. Cuando se dice de este modo que no son capaces de poner el cuerpo en el cuidado cotidiano, también se les dice que se entiende que sigan siendo así, que no están en condiciones de cambiar.

¿Qué papel juega entonces la cuestión del cuidado?

–Lo más preocupante de esta historia es la idea que una cierta violencia masculina es una cierta sexualidad masculina que se naturaliza. Ha sido siempre así, es así y será así. Esto es terrible para las mujeres, pero también para los varones. Por un lado, para ellos es cómodo quedar ahí y para nosotras nos queda la conservación del poder del cuidado. Así, el pensamiento sobre el cuidado, los afectos, la gestión del cotidiano de los hijos, otorga un poder. Creo que hay que pensar en qué consiste este gran poder del cuidado. Que, por supuesto, es agotador, supone esfuerzos enormes de tiempo, pero también restituye un cierto sentimiento de poder. Y este poder, por ejemplo en Italia, es difícil de dejar porque los otros espacios de poder no están en juego.

Usted usa una frase de la feminista Luisa Muraro, que habla de la “inteligencia del amor” como un poder-saber del cuidado de otro tipo, ¿verdad?

–Es claro que la inteligencia del amor no es cualquier cosa que se transforma en un poder sino aquello que se ha forjado en una historia milenaria de apartheid, donde el único pensamiento consentido era el pensamiento sobre el amor, sobre los afectos. Claro que sobre esto hemos desarrollado un gran saber. Es un saber y una inteligencia que por supuesto conservamos como riqueza, aunque provenga de una historia de esclavitud. El problema es que hoy debemos compartirlo para que las tareas de cuidado no sean una trampa también para nosotras.

Por el deseo de escribir

Iaia Caputo se siente afortunada de haber empezado a trabajar antes de haber terminado su escuela secundaria. Rápidamente el periodismo fue el modo de darle cauce y causa a su deseo de escribir. “Por entonces, en los años ’70, convertirse en periodista era una cosa fácil, no se necesitaba haber estudiado para eso o saber idiomas. La idea del periodismo estaba muy ligada, de un modo romántico, a la escritura y a un deseo político de cambiar el mundo también con las palabras. Nombrar y denunciar las cosas era aportar algo de claridad a lo que pasaba y a lo que deseábamos.” En ese impulso escribió su primer libro, cuando tenía 21 años: se llamó Primero las mujeres y los niños. “Era un libro-encuesta, bastante ingenuo, que afrontaba el tema de la maternidad y el parto en una ciudad muy particular como Nápoles. Allí, en las clases populares que por mucho tiempo vivieron como un bajo proletariado totalmente urbano, las mujeres parían en sus casas hasta la mitad de los años ’70. Luego se produce un cambio muy radical: se pasa a parir en masa en el hospital público. Las mujeres eran tratadas de un modo horrible, perdían sus saberes y, sin embargo, todas las patologías del embarazo y de la mortalidad infantil seguían invariables. Las mujeres iban al hospital, pero no se hacían previamente los controles médicos. Entonces se producía una doble desventaja: una pérdida radical del saber femenino por medio de la medicalización del parto, sin recibir a cambio ningún beneficio.” Caputo empezó a trabajar en distintas editoriales y luego en la conocida revista Marie Claire. También colaboró en diversos medios y se dedicó a la traducción. “En los años ’70, el periodismo feminista tenía una suerte de función pedagógica en la lucha de las mujeres. Ayudó mucho en aquel movimiento de revuelta. Eran aquellas publicaciones donde se hablaba de la píldora anticonceptiva, del aborto, temas que años antes eran un tabú total. Y además se hacía un trabajo de encuesta y de investigación entre mujeres que, para mí, ha sido fundamental.”

Un tema más escabroso fue la exigencia de su siguiente libro, dedicado a pensar la violencia sexual al interior de las familias (Mai devi dire. Indagine sull’incesto, de 1996). La escritura periodística de a poco le fue quedando estrecha. Y cada vez se dedicó a darle más tiempo a esa “necesidad de narrar”. Escribió también ¿De qué hablan las mujeres cuando hablan de amor? (2001), parodiando el título de Raymond Carver; la novela Dime una palabra más (2006) y el ensayo Las mujeres ya no envejecemos (2009). “Yo no soy antropóloga, historiadora ni filósofa. Pero tampoco me siento sólo una periodista. Siento que lo que entiendo y puedo narrar tiene que ver con una experiencia. La forma de la escritura en que me siento mejor es siempre interrogativa e interlocutoria. Esto me obliga a ponerme en juego y a la vez busco hacerlo del modo más discreto posible. Mi parcialidad es el punto de partida, sin dudas, porque la escritura misma es un proceso de individuación.” Este es el punto de partida también del proyecto actual que más le entusiasma: un seminario de escritura autobiográfica que dicta en Milán.

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Imagen: Constanza Niscovolos
 
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