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Viernes, 12 de octubre de 2012

Curame toda

Sexualidad Es fácil decir que no hay casualidad en que Histeria –la película sobre la invención del vibrador eléctrico– esté dirigida por una mujer, Tanya Wexler. Porque aun cuando detrás del poderoso invento no haya habido más que un intento por aliviar la tarea de los esforzados galenos que daban masajes manuales sobre la vulva de sus pacientes para “curarlas” de un mal sobrediagnosticado en la época victoriana y después –la histeria–, lo cierto es que las mujeres no podemos dejar de agradecer esas ondulaciones regulares y vibrantes que ofrecen las versiones modernas de dildos y vibradores. Objetos que, lejos de consolar a nadie, aportan fantasía para gozar de la sexualidad a solas o en compañía, conscientes de que, como dice la new age, no hay nada mejor que el autoconocimiento.

 Por Marina Yuszczuck

Desmesuradas porongas como arietes de plástico brillante que amedrentarían hasta a los más valientes (se consiguen en rojo, negro y piel), grandes juguetes plásticos con partes transparentes que contienen bolitas y efectos luminosos parecidos a las pistolas láser de la infancia, objetos de diseño ultramodernos y minimalistas de bordes suaves, colores pastel y destinos indescifrables a primera vista, barras diminutas y compactas como lápices labiales que hasta se dan el lujo de traer la base decorada con pequeños diamantitos, patitos zumbones que podrían decorar la bañera, gusanitos verdes y delfines celestes de trompas indiscretas, aparatitos que parecen Picos Dulces, pirulines o marshmallows: no parece haber límites en el sorprendente zoológico de los vibradores, como puede comprobarlo cualquiera que los espíe por Internet o que ingrese a un sex shop para elegir el suyo entre tantas posibilidades. Lo único que tienen en común es que todos vibran cuando se los enciende y pueden aplicarse a varias partes del cuerpo según la fantasía de quien los elija. De ahí en más, los usos, sensaciones y consecuencias pueden ser tan variados como los estantes de esta gran juguetería, pero casi se puede garantizar que lo que suceda le va a gustar mucho a la persona o personas que reciba/n en el cuerpo esas vibraciones.

Enteramente puestos bajo el signo de la privacidad, hoy que los vibradores se encargan discretamente por Internet y se reciben en cajas sin rotular, o se compran tras las vidrieras bloqueadas de sex shops que muchas veces se ocultan al fondo de una galería, es difícil imaginar que en una época era preciso ir a un consultorio médico para disfrutar de sus benéficos masajes. Y sin embargo éste es el cuento totalmente verídico que cuenta Histeria, la película dirigida por Tanya Wexler que se estrena el próximo jueves y que ficcionaliza en tono de comedia romántica la invención del vibrador eléctrico a cargo del doctor Mortimer Granville, en una Londres victoriana donde todavía no se creía del todo en la existencia de unos animalitos diminutos llamados gérmenes –y mucho menos en el orgasmo femenino–. Histeria pone el foco en la relación del Dr. Granville (Hugh Dancy), torpe pero afectuoso y de mente más que abierta, con las mujeres, empezando por las hijas de un colega, el Dr. Dalrymple (Jonathan Pryce), que lo contrata prácticamente como mano de obra en la difícil tarea de dar masajes de vulva a una cola interminable de mujeres, aquejadas por el conjunto de dolencias que se conocían como histeria. Así, mientras corteja a la correcta Emily (Felicity Jones) y se enamora sin remedio de la libertaria y mucho más enérgica Charlotte (Maggie Gyllenhaal), que espera ver el día en que las mujeres puedan disponer de su cuerpo tanto como de su voto, Mortimer hurga las partes más sensibles de sus pacientes entusiasmadísimas hasta acalambrarse los dedos, día tras día.

Esos masajes de vulva, por supuesto, no eran otra cosa que una manipulación de los genitales externos destinada a producir el orgasmo, aunque el discurso médico de la época lo ponía todo bajo otros parámetros: más lejos imposible de la idea de masturbación, se trataba de curar una dolencia del útero haciendo llegar a las mujeres al “paroxismo”. Fue una mujer la que se decidió a hacer una película sobre este tema, y en el ámbito académico fue otra la que, aventurándose en lo que hasta entonces era prácticamente un hueco en la historia, investigó el recorrido de esta enfermedad conocida como histeria a través de los siglos. En su libro La tecnología del orgasmo: la histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres, Rachel Maines explica que en la tradición médica occidental estuvo bien establecido por siglos el masaje genital hasta el orgasmo a cargo de un doctor o una partera como tratamiento para la histeria (hay descripciones de este mal y su respectivo tratamiento desde el corpus hipocrático y la obra de Celsio en el siglo I d.C., hasta la de muchos autores del siglo XIX que la consideraban una verdadera pandemia). ¿De qué se trataba la famosa enfermedad? Los síntomas incluyeron en diversas épocas la inquietud, la presencia de fantasías “extrañas”, la ansiedad y hasta las actitudes de rebeldía, en un cóctel que mezcla y confunde el deseo sexual femenino con la independencia de juicio, pero que revela al mismo tiempo hasta qué punto todos esos impulsos pueden ir unidos.

Para Rachel Maines, el hecho de que esta sintomatología se tradujera como enfermedad sólo puede entenderse en el contexto de las definiciones androcéntricas de la sexualidad, porque no es otra cosa que una reducción del comportamiento sexual femenino fuera de la norma androcéntrica –es decir, de la sexualidad reproductiva dentro de la pareja heterosexual y estable– a paradigmas de enfermedad que requieren tratamiento. Esto explica también por qué no estaba bien visto que las mujeres se masturbaran y sí que lo hicieran los respetables doctores de, por ejemplo, la Inglaterra victoriana: como no se consideraba que la mujer pudiera sentir placer alguno sin ser penetrada por un varón, la estimulación del clítoris era cualquier cosa menos sexo. En ese contexto, la “producción clínica del orgasmo”, como la denomina Maines, fue la solución que compensaba una doble falta: la prohibición de la masturbación femenina, que se consideraba inmoral y malsana (de hecho el masaje médico de la vulva era la opción “progresista”, teniendo en cuenta que existía la clitoridectomía para impedir que las chicas se tocaran), y el fracaso de la sexualidad androcéntricamente definida para producir el orgasmo en la mayoría de las mujeres. En efecto, está demostrado que un porcentaje altísimo de mujeres no acababan, acaban ni acabarán únicamente con la penetración vaginal, y esta particularidad tan propia de la sexualidad femenina se condenó –y hasta se sigue condenando muchas veces– como deficiencia.

En definitiva, se trataba de una imposibilidad enorme para concebir la sexualidad femenina en su diferencia: definida únicamente en relación a la sexualidad del varón, el centro de la vida sexual debía ser el coito con penetración de la vagina por el pene, idealmente con fines reproductivos. El clítoris es, por supuesto, algo que cae completamente fuera del esquema, y por lo tanto se optó por ignorarlo o se lo subsumió, una vez más, en un modelo que lo desprestigiaba: es que las interpretaciones freudianas que fueron llegando a la vuelta del 1900 consideraron que la verdadera causa de la histeria estaba en las experiencias de la infancia antes que en un problema del útero, y se manifestaba en las mujeres adultas en la tendencia a la masturbación y a la “frigidez” durante la penetración vaginal. Con esto, el panorama no mejoraba demasiado, porque implicaba que las mujeres “de verdad”, sexualmente maduras, debían alcanzar el orgasmo sí o sí mediante la penetración para considerarse normales y sanas. De todas formas, y aunque algunas de estas ideas se mantuvieron inamovibles hasta que en 1952 la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos declaró formalmente que la histeria no existía como patología (aunque hoy el uso popular del término equivale más o menos a “chica que no quiso coger conmigo”), esto es lo que respecta a la historia clínica y oficial: hay otra historia por supuesto, más libre y más feliz, una que nadie escribió pero se sabe que, a partir del invento de Granville, los vibradores empezaron a producirse industrialmente y a comercializarse para uso doméstico. De hecho fueron un éxito, y por lo tanto se deduce que las mujeres se masturbaban en la comodidad del hogar, ya sin necesidad de medicalizar el placer gracias a la autonomía otorgada por la técnica. Ofrecidos muchas veces en los clasificados de las revistas para mujeres, no se consideraba que un vibrador fuera más raro ni más secreto que una batidora eléctrica, hasta que los aparatitos empezaron a aparecer en las películas porno y toda esa estructura ideológica y discursiva que los alejaba del sexo para acercarlos a la medicina se fue derrumbando, al menos en la práctica.

La evolución del vibrador a lo largo del siglo XX (cuyos modelos básicos pueden verse en los créditos finales de Histeria, hasta llegar al moderno patito) y la multiplicación de sus diseños, muchos de los cuales están pensados específicamente para estimular el clítoris, dicen mucho sobre una cosa de la que no se habla: que a muchas mujeres nos gusta, y muchísimo, masturbarnos. De hecho imaginar la vida sexual de una mujer sólo en relación a los varones o mujeres con los que mantiene o deja de mantener relaciones sexuales es limitadísimo: muchas tenemos, desde la más tierna infancia, otra sexualidad que no compartimos ni compartiremos jamás, una que se cultiva a puertas cerradas (o que de vez en cuando, con picardía, se lleva a otros lugares) y que no sabe nada del sexo como elemento de valoración social pero sí, y mucho, de diversión y fantasías. Los vibradores son ideales para este tipo de sexualidad, con sus diseños imprevistos que invitan a la diversión en la cama, en la ducha o en cualquier parte –y no por nada se los llama juguetes–, y que habilitan sensaciones totalmente distintas de la clásica embestida fálica, que suele estar en el centro del imaginario y la actividad sexual: la vibración, epidérmica y sutil, propone un espectro de sensaciones totalmente distinto, cuyo destinatario privilegiado (pero no el único) es por supuesto el clítoris. Claro que a todo el mundo le gusta ver ese chorro enérgico que brota cuando se descorcha el champán, pero si lo tomamos es por la pequeña corriente eléctrica y difusa, expansiva y estimulante, de las burbujitas en la boca. Y en este sentido, el tipo de movimiento mínimo y bullicioso de las vibraciones puede enseñar bastante sobre el modo de estimular ciertas partes del cuerpo que reaccionan mejor ante contactos sutiles, con tiempos y modos de acercarse muy distintos de los de la penetración, generalmente tan unidireccional y ansiosa.

Sólo hace falta elegir el vibrador apropiado para cada una o cada uno: lo mejor es aventurarse en un sex shop y mirarlos, dejándose llevar por lo que despierte más entusiasmo, y no mucho más que eso (a lo sumo fijarse que no tengan demasiado olor a plástico, o estén hechos sin ftalatos), pero también existe la posibilidad de comprarlos por Internet y recibirlos discretamente a domicilio, a veces en el lapso de unas horas. Después de todo, si una película como Histeria acierta con el tono para hablar de su tema es porque recupera toda la alegría que hay en las vibraciones, en las caras felices y sorprendidas de muchas mujeres que descubren algo nuevo. Y también, claro, porque vincula a la sexualidad con lo político, con esa fuerza que empieza cuando cada quien declara y celebra su propia independencia, la del cuerpo. Los vibradores prometen autonomía para todas y todos: chicas enamoradas de sus clítoris, parejas de cualquier tipo que quieran acicatear la sexualidad compartida, chicos que buscan probar sensaciones tan nuevas como meter la punta en un huevito que se sacude o –por qué no– meterse una puntita vibrante por el culo en el secreto más absoluto, travestis y trans, toda la tribu queer y las sexualidades que todavía no se inventaron, las que cada uno inventa en la comodidad del hogar cuando le pinta el juego: todos son bienvenidos en el mundo chispeante de las vibraciones.


Foto de tapa: Catalina Bartolome

EL DILDO DE LA FOTO DE TAPA ES DE ESPACIO PLACER: THAMES 1555, PALERMO. 0810-444-03344 www.espacioplacer.com

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