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Viernes, 26 de octubre de 2012

RESCATES

Erótica eterna

Sylvia Kristel (1952-2012)

 Por Marisa Avigliano

Era la imagen desgarbada de la ninfa ideal. Y como tal la persiguieron sus conquistadores (a la sazón, los que se dieron a conocer): el escritor Hugo Claus, a quien el erotismo pudo parecerle un entretenimiento de la edad tardía; Ian McShane, que le habrá hecho creer que sus felonías eran algo relacionado con el principio del placer, apañado por la reputación europea de la heroína en la inocencia demótica de una Europa de rodillas, un matrimonio fugaz con Alan Turner, un anillo con Philippe Blot y sus años felices (según ella decía) con Peter Brul. Detrás de esos apellidos, una lista interminable de mujeres y hombres hubieran querido estar cerca de ella. Cerca de Sylvia, o de “la actriz que hizo Emmanuelle”, como se la conoce desde 1974. No había ningún punto flaco intelectual en Kristel, aunque los interesados vieran mejor la voluptuosidad engañosa que ocultaba su elegancia. Una elegancia muy propia del momento en el que le tocó destacarse. Un clamor de la piel, de la carne, que estallaba ante la cámara. Intenso, espléndido fulgor que detona apenas empieza la película mientras pasan los títulos –como se decía en la época en la que se estrenó– y se escucha la música de Pierre Bachelet y Herve Roy cuando ella, vestida con una larga bata estampada que deja que el trasluz muestre el contorno de sus piernas se pone medias tres cuartos y baja a la cocina para prepararse el desayuno. Después de la bandeja humeante y las fotos de los primeros desnudos, Emmanuelle será la erótica eterna y la eterna prohibida. “Todos la vimos tarde”, comentan desde un obituario predestinado al recuerdo los que hablan de Emmanuelle, el soft porno de Just Jaeckin que superó todos los límites –nunca antes tantas escenas de sexo, nunca antes tanta censura para un éxito de taquilla (se aventura un cifra que sólo desborda butacas y sillones en cuartos imaginarios, más de 300 millones de espectadores)– y que convirtió a Sylvia en un icono, un estilo y un deseo. Nadie recuerda las versiones anteriores de la novela de Arsan ni las posteriores. Pero si de recordar se trata, tampoco nadie recuerda a Sylvia en las otras casi cincuenta películas en las que actuó –con Chabrol, Vadim, Robbe-Grillet y Borowczyk entre otros–. Para lograr lo imborrable a veces sólo una aparición es suficiente. Cuando en 1985 personificó a Mata Hari, el eco de las voces de sus antecesoras (Garbo, Dietrich y Moreau) diluyeron cualquier competencia. Sylvia no iba a ser ninguna otra heroína que no fuera aquella epicúrea esposa que creó en el Bangkok de Emmanuelle. Ningún otro maquillaje, ninguna otra boa de plumas blancas. En Desnuda, su autobiografía publicada en 2006, cuenta que fue abusada a los nueve años por uno de los huéspedes del hotel donde trabajaban sus padres en Utrecht y sin niñerías habla del dolor eterno por el abandono de su papá, de amores, de adicciones y del dinero que gastaba en cocaína. Un diagnóstico de cáncer de esófago, garganta y pulmones la alejó de los sets, entonces se recluyó en Amsterdam, donde de vez en cuando exponía algunas de sus pinturas. Por estos días (murió el 18 de octubre), mientras fotos suyas invaden las páginas de los diarios en su honor, se escuchan inalterables un rugir entre las almohadas, un tragar de saliva, un jadeo violento y un lamento infantil porque Kristel a secas es todo un tratado sobre la perpetuidad, aunque la angustiosa premura del fin nos obligue a preguntarnos ahora cosas que no importan, y a devolverle a esa plegaria de Lezama Lima su anhelante dicción imperturbable para salvarla: “Ah, que tú escapes...”.

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