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Viernes, 14 de diciembre de 2012

La animadora

Lena Ashwell
1872-1957

 Por Marisa Avigliano

Marilyn hechizó a los soldados en su gira por Corea y las Andrew Sisters, a las tropas norteamericanas atrincheradas en la Europa de la Segunda Guerra cuando Hollywood, junto a organizaciones de socorros y amparos, programaba la cartelera del desahogo. Pero muchos años antes, durante la Primera Guerra, el motor teatral capaz de entretener a los hombres que pasaban sus días en un campo de batalla tenía otro nombre de mujer. La iniciadora de aquel alboroto fue Lena Margaret Ashwell (su apellido de nacimiento era Pocock). Lena nació el 28 de septiembre de 1872 en un barco anclado en el río Tyne –su padre era el capitán de un buque escuela– y subió por primera vez a un escenario a los diecinueve años. La mujer de tañido apasionado que se crió en Canadá y que volvió a Europa cuando murió su madre, estudió francés en la Universidad de Lausana y cantó en la Real Academia de Música de Londres. La chica que quiso pero no pudo ser cantante, la que se casó con un actor y después con un obstetra, fue la que organizó en medio de la guerra conciertos y fiestas para los soldados, la que fundó su propio teatro, recaudó dinero y montó espectáculos –generalmente eran obras de Shakespeare– para las legiones destinadas en Francia y en Alemania. No trabajaba sola, reunía a otras mujeres y con ellas ponía en marcha un teatro de animación que recorría campamentos y hospitales. Fue además una de las fundadoras del Cuerpo de Emergencias de la Mujer, una comunidad que continuó después de la guerra, celebrando obras con temáticas sociales en cada uno de los pueblos a los que llegaban. El Imperio la reconoció patriota y pionera, otorgándole la Orden en 1917. Lena conseguía dinero antes de que la palabra subsidio fuese inventada y organizaba funciones regulares de teatro en Londres y en los suburbios (una extravagancia para la época).

La actriz exitosa de Mrs Dane’s Defence (de Henry Arthur Jones), la directora del Kingsway Theatre, creía que el teatro debía estar al alcance de todos, disponible y relevante. En un mundo donde las lunas se arrancaban de un tirón, la mujer de los ojos caídos fue crucial e inspiradora para que otras mujeres avanzaran sobre espacios escénicos ajenos hasta ese momento, y para que se formara un teatro nacional. Bernard Shaw decía que era una mujer “con una mente mucho más despierta que el resto y una personalidad tan atractiva como inesperada”. Miembro de la British Drama League, creó junto a otras (Elizabeth Robins, Kitty Marion, Ellen Terry, entre muchas) un espacio abierto –el primer encuentro fue en un restaurant en Piccadilly Circus– ideado para cualquiera que estuviese involucrado en la profesión teatral, sin por eso perder el objetivo principal: trabajar para la emancipación de la mujer y de su obra. Tiempo después fue la directora del Bijou Theatre de Bayswater, donde adaptó Crimen y castigo y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. En 1936 publicó su autobiografía, Myself a Player.

Si de tragar la guerra se trataba, Lena sabía cómo hacerlo mientras cantaba o declamaba frente a la mirada perdida de los uniformados que esperaban el escudo protector de la música y el aplauso. A su monólogo de Helena (“Me roba el aliento esta caza loca; / menor es la gracia cuanto más imploras. / Dondequiera esté, bien dichosa es Hermia, / pues tiene unos ojos que atraen y embelesan”), de Sueño de una noche de verano, se suma en el tiempo una varieté de escenas de películas que se alistaron para trampear al dolor mientras se escucha el silbido a coro de los soldados de otra guerra, esa en la que disfrazados de mujeres bailan entre ellos después de haber terminado de construir el puente.

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