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Viernes, 25 de enero de 2013

AUTOESTIMA

Esa chata aspiración

Obsesivamente, las recetas para tener la panza chata aparecen sin que se las busque mientras se lee un paper en Internet, ojeando un diario o en la mitad de un noticiero. No importa si una es gimnasta, profesora de literatura, abogada u obrera de una fábrica. Ahí está la oferta de la restricción y el martirio en pos de una aspiración que algunas resuelven fugazmente con dinero y quirófano y otras con túnicas o pareos para enmascarar el escarnio de no alcanzar el objetivo. Es posible mostrarse prescindente, también, saber que el placer, incluso el más carnal, tiene poco que ver con el grosor de la panza. Pero es innegable que la exigencia –y los desórdenes alimentarios y la mella a la autoestima– son parte de la experiencia de ser mujer.

 Por Maria Mansilla

Palabras clave: Rollitos. Salvavidas. Zapán. Calorías. Dietas. Centímetros. Balanza. Dermolipectomía. Parafina. Espejo. Medialunas. Lechuga. Lemon pie.

“Si fuera ‘Cacho el carniza’ ahora sería el momento en el que me desabrocho el pantalón, me recuesto en el respaldo de la silla y digo algo como ‘es-pe-ta-cu-lar el morfi, doñas’ mientras me hurgo con el escarbadientes y me golpeo la busarda”, dice Nancy y se tira en el pasto, mirando al cielo. Su camisa blanca entallada en la tierra, la pollera tubo que la obliga a dejar las piernas muy juntas sin una mancha y los brazos como almohada. “‘¿Siempre comés así?’, le pregunto, asombrada porque realmente trabajó la mandíbula y, es innegable, ni siquiera tiene la panza inflada. Me alivio cuando me asegura que no, que de hecho es extremadamente cuidadosa porque se hizo una lipo, me confiesa, y yo me relamo por el lemon pie, pero también por la nueva data.” Así avanza una de las porciones de Hacerse (Ed. Grijalbo), investigación de la periodista Daniela Pasik que, más que un libro, se trata de una caricatura de la época: las mujeres y uno de los monotemas que no sólo las preocupan. Las angustian. Y mucho.

La panza. El Guantánamo de su cuerpo. Ese territorio incómodo que debería esfumarse pero sigue ahí, ombligo de un cuerpo en el que se estaciona una de las batallas culturales contemporáneas. Pregonar que “cinco kilos de más son sinónimo de felicidad” parece una excusa de gorditas, una resignación hedonista. ¡Fracasadas! ¡Perezosas! ¡Sibaritas! ¡Golosas! ¡Abandonadas! Como dice Savater –panzón si los hay–: “La belleza es un don que, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en una especie de obligación”. Ergo –agrega–, de tortura.

Hoy decido ser hermosa

“No es fácil: todas tenemos internalizado el modelito”, advierte Adriana Vallejos, sexóloga, presidenta de la ONG entrerriana Tramando. Donde más impacta ese mandato estético es, a su criterio, en cómo las más jóvenes mutilan sus posibilidades amorosas a raíz de sentirse disconformes con su peso. No quieren mostrarse desnudas con sus parejas. Después de los partos, menos. Después de los 40, ¡terror! Esto no aparece tanto en los Talleres de Autoestima que ella coordina, sino en los de Sexualidad.

Enfrentar el reflejo del físico desnudo parece cosa de valientes. Esa imagen suena cruel, ¡injusta! Se parece más a la Venus rechoncha de Velázquez que a las ninfas de Botticelli (aunque por dentro ardas como la ex chica sumisa de Cincuenta Sombras de Grey).

Por eso el objetivo de los espacios como Tramando es deconstruir estereotipos. “Antes el corset estaba afuera. Ahora lo tenemos que incorporar. Hay que tener la cintura pequeña, ser muy delgadas pero con tetas que si te llegan cerca del hombro, ¡mejor! –bromea la sexóloga–. A partir de esto, buscamos hacer un trabajo que implique erotizarse con lo que soy y amar este cuerpo. Con mi cola caída. Con mi pancita de dos hijos en dos años. A lo largo de la historia han surgido modelos opresivos para las mujeres, desde la palidez en adelante, que nos imponen disciplina y control. ¿¡Cómo vivir de una manera gozosa!? Los tabúes nos quitan las ganas. Siempre cito un texto de Isabel Allende en Eva Luna: ella se mira al espejo, a los 14 años, y decide que es hermosa.”

El jaque mate puede venir de un solidario viajero de colectivo (“¡¿Quién le da el asiento a la chica embarazada?!”) y hasta de tu ex pareja (“¿Te estás por indisponer? ¡Qué hinchada estás!”). Cada receptora impasiva sondeará la inocencia o la ponzoña del mensaje del que ni las puérperas se salvan. Felicitaciones por la madre reciente que no mira de reojo a Natalia Oreiro, con un bebote, una jornada de 10 horas de grabación y una cintura perfecta para esas polleritas años ’50. “Es llamativo. Durante el embarazo gran parte de las mujeres están enamoradas de sus panzas, la libido está puesta en esa zona que las define en estado especial. La panza es el objeto que las representa y que van a perder para ganar al hijo, en el momento del parto. Cuando nace el bebé, lo que se esperará socialmente de ellas es que se repongan pronto, borrando todo rastro de gestación. Esto es injusto y violento. Si el embarazo llevó casi 40 semanas, ¿por qué no esperar otro tanto para que el cuerpo se acomode? ¿De quién es el apuro?”, se pregunta Ivana Mayono, psicóloga. “La mujer entrega cuerpo y tiempo en favor de volverse madre, no así el varón. Esa libido puesta en la panza durante el embarazo, en el puerperio pasa a las tetas. Pero el cuerpo sigue tomado por la crianza.”

El temón de la panza imposiblemente chata es todo un tema, también, en los talleres de climaterio como el que coordina la médica Alejandra Belardo en el Hospital Italiano. “La premisa de verse eternamente jóvenes genera una autoexigencia que a veces lleva a buscar cualquier alternativa que sea fuente de juventud. En el climaterio el cambio corporal es inevitable. La pérdida de estrógenos genera una redistribución del tejido graso que tiende a depositarse en la cintura y el abdomen. Si nos embarcamos en una dieta, cuesta más ver los cambios. Esta situación puede afectar la autoestima y, por lo tanto, la relación con pares y pareja. La menopausia sigue siendo ‘una vergüenza’, un síntoma de ‘vejez’ de la cual no se quiere hablar. En realidad, es una etapa más en la vida.”

Power house

Cuidar el abdomen, mal no está: es un músculo sano pero necesita acción. Por algo el alemán Joseph Hubertus Pilates lo bautizó power house, la casa del poder. Así define a los abdominales, como el sostén del cuerpo. Si hasta en meditación te hacen mandar el aire ahí. Es el aliado de una buena postura y de evitar dolores de espalda, ciático y lumbalgias.

“Nuestro cuerpo se juzga como si fuera nuestra producción individual”, analiza Susie Orbach, terapeuta británica, en La tiranía del culto al cuerpo (Ed. Paidós Contextos). Ella juzga lo cero natural que es el aspecto “natural” al que se aspira. Y supone que la cuestión merece tanto desvelo como cuando la sexualidad inquietó a Freud. Orbach también escribió: “Si antaño el cuerpo del obrero podía identificarse gracias a su fuerza física y aspecto musculoso, hoy es el cuerpo de las clases medias el que debe ofrecer pruebas de que se trabaja en el gimnasio, a través del yoga o de cualquier otra práctica corporal que tenga por objetivo exhibir lo que el individuo ha alcanzado a través de un ejercicio concienzudo”.

La industria de la medicina estética hizo y hace lo suyo. Pero ni siquiera una intervención supone el Fin de la Angustia; al contrario, siempre hay algo más por hacer, unas carísimas sesiones nuevas por probar. ¡No tan caras si sos adicta a Groupon!

“La confluencia de la sociedad patriarcal y la cultura de consumo define el momento en que los desórdenes alimentarios y de la imagen corporal se convierten en un fenómeno social. Entre las décadas del ’80 y del ’90 se consolidó una imaginería mediática global que consagró la equiparación entre delgadez, belleza y éxito social”, opina el politólogo Marcelo Córdoba, miembro del área de Estudios Sociales Sobre El Cuerpo del Instituto Gino Germani (UBA), en su paper “El paradigma cultural en los desórdenes de la imagen corporal”. “Lejos de ser raros y anómalos, los desórdenes alimentarios se hallan en estricta continuidad con un elemento dominante en la experiencia de ser mujer en nuestra cultura.”

Un duelo. Una noticia que provoca vértigo. Un cumpleaños que te empuja a otra década... “La sociedad nos lleva a volcarlo todo en el cuerpo, es un depósito perfecto de las obsesiones, un refugio que permite evadir otros problemas, los cambios de etapas, y nos distrae para no enfrentarlos con otras herramientas desde el punto de vista emocional –explica Diana Guelar, psicóloga, directora de Fundación La Casita–. Lo vemos en el consultorio: cuando hay retroceso en el tratamiento es porque están atravesando otras dificultades. Pero mientras me preocupo por la panza, no pienso en lo demás. Sienten que el afuera se les va de las manos y ponen el acento en otro lado, en lo que sí pueden controlar, como la no-comida o el ejercicio físico.” La psicóloga lo reconoce sotto voce: tener panza es un símbolo de vejez, y ésa es la peor palabra en nuestro mundo occidental. ¿Ser vieja es aun peor que estar gorda?

De chanchitos y chanchadas

No faltan recetas y susurros para adoctrinar cuerpos anarquistas y convertirlos a la legión de físicos domesticados. En la vida cotidiana, esta estrategia biopolítica puede conducir sin escalas a: a) Sospechar de una sobrina siempre lista para etiquetar tus fotos en FB. b) Rechazar la invitación al reencuentro con amigas/os para no mostrarte ¿arruinada? c) Agradecer a la Triple Diosa no ser la mujer de un político, no estar obligada a salir en las páginas de revista Noticias “descansando” en algún parador de Pinamar bajo la imagen de cuerpo perfecto + familia feliz. e) Sentirte culpable por esa extraña curiosidad que te despiertan los abdominales de María Vázquez en el programa de Tinelli.

“Frase del día: panza chata. No mezclar verduras con lácteos”, simplificó Tamara Di Tella en su blog. “La pancita aparece todos los inviernos y se padece en la primavera”, reconoció Para Ti Online previo a socializar tips ad hoc que consisten en embadurnarse con una menesunda casera a base de fucus en polvo, arcilla, agua caliente, parafina (¡cuidado que quema!), crema reductora y papel film.

Falló la enunciación: si la Presidenta hubiera contado que además de efecto afrodisíaco la carne de cerdo tiene bajas calorías... ¡boom de consumo de chanchito! “Amo la comida. Nunca en mi vida pude seguir una dieta, pero he visto cómo muchos lo hacían –escribió Narda Lepes en el prólogo de No dieta (Planeta)–. Bajaban de peso, subían de nuevo y vivían hablando del tema o de mal humor por tener hambre. Hoy, todavía más que hace unos años, la gente está obsesionada con la comida, o porque come nada más que carne-papa-queso-azúcar-harina-tomate, o porque cuenta calorías o por la culpa de comer medio alfajor. Comer no es una ecuación ni un desahogo, es algo que nos puede dar placer al menos tres veces al día: no hay mucho más que pueda hacer eso por nosotros.” Ni por nosotras.

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