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Viernes, 1 de febrero de 2013

El barro de la historia

ENTREVISTAS. Sobreviviente de la dictadura, no de la Contraofensiva montonera, como se define, Gloria Canteloro derriba mitos sobre aquella operación que sigue siendo un tabú nacional. Niega que la mayoría de los integrantes de la Contraofensiva murieron y considera una “hijaputada” la teoría de que la conducción fue la responsable de la muerte de los militantes.

 Por Sonia Tessa

Del tiempo que pasó en el Líbano en el entrenamiento militar para la primera Contraofensiva montonera, en los primeros meses de 1979, Gloria Canteloro tiene algunos recuerdos nítidos: el barro que se escurría de su cuerpo las pocas veces que pudo bañarse, lo difícil que era moverse rápido después de haber pasado tres años presa –“yo era un desastre”, dice– y el pastel cubierto de almíbar que no tuvo cómo comprar y se quedó con las ganas de comer en una visita a Beirut. Sabe que fueron unos dos meses, sin demasiada precisión, en el campamento de Damour, una localidad destruida por los bombardeos. Allí aprendió a manejar armas, participó de simulacros de copamientos y de enfrentamientos, hizo cuerpo a tierra y salto de rana, con el objetivo de volver a su país para seguir luchando contra la dictadura. Al escucharla, lo vertiginoso de su vida contrasta con la imagen de esta mujer de 55 años que habla tranquila, mientras fuma cigarrillos negros. “Soy una sobreviviente de la dictadura, no de la Contraofensiva”, se define hoy.

Desde fines de 1974 militó en la Unión de Estudiantes Secundarios. “Era la última de las militantes de base”, precisa su nula jerarquía casi 40 años después. Cayó presa en noviembre de 1975, estuvo tres años en Devoto, consiguió la opción para irse del país el 29 de noviembre de 1978, llegó a España, se enamoró en el mismo aeropuerto de Barajas de Manuel, también exiliado. Las primeras dos semanas estuvo encerrada en el departamento de Madrid que compartía con su hermana Dalia: “Era la costumbre de estar adentro”. Después se apuró a “descubrir cómo era el mundo”. En los primeros días de enero de 1979 estuvo en la reunión de la Organización Montoneros para plantear la Contraofensiva. “Fue una convocatoria pública al exilio, fuimos unas 500 personas”, recuerda. Viajó por unos días, a visitar amigos, con las ideas en ebullición. Cuando volvió a Madrid, su pareja se había “enganchado” en la operación, con la idea de acelerar el “retroceso de la dictadura militar”. Ella estaba enamorada, todavía lo recuerda con lágrimas en los ojos. “Yo lo miraba a Manuel y el mundo dejaba de existir. Fue el hombre que más amé en toda mi vida”, dice. Su madre –que también había estado presa– vivía con ellas en Madrid y la sobreprotección le resultaba agobiante. Estar fuera del país le resultaba “complicado” y se sentía “una militante revolucionaria. La militancia era integral, era un compromiso de vida”. Decidió unirse ella también, se fue a Medio Oriente a entrenarse con su documento falso, volvió a la Argentina en mayo, con el nombre de Cristina. Trabajaba en un taller de costura en el Gran Buenos Aires, peleaba constantemente con Manuel, se llevaban “como perro y gato”. Cumplió 22 años el 13 de septiembre, mientras organizaban la acción militar que tenían asignada como parte de las Tropas Especiales de Infantería. Una vez que cumplieron el objetivo, salieron del país.

En noviembre de 1979, tomó un ómnibus hacia Foz de Iguazú. Un oficial de Prefectura se le sentó al lado, con intenciones de seducirla. Fueron 18 horas de charla, con miedo a meter la pata. Incluso, el prefecto la invitó a almorzar. Zafó gracias a lo que define como su “sangre fría”. Como todo su grupo, ella pudo irse del país y volver a Madrid. Estuvo a punto de entrar para la segunda Contraofensiva, en 1980. Iba a formar parte de las Tropas Especiales de Agitación que, entre otras acciones, interferían canales de televisión para hacer propaganda contra la dictadura. En México, saliendo para Argentina, descubrió que estaba embarazada. Decidió retornar a Madrid, donde vivió años en la Casa del Movimiento (Montonero), constantemente vigilada por los Servicios de Información argentinos. “Tienen fotos mías con mi panza de todos los tamaños y con mi hija desde bebé”, cuenta ahora, que quiere “derribar mitos” sobre aquella operación que sigue siendo tanto un tabú como un blanco fácil. Uno de los mitos es que la mayoría de los integrantes de la Contraofensiva hayan muerto. “Somos más los sobrevivientes que los que mataron”, asegura aunque distintas investigaciones hablan de entre 200 y 600 muertes. Lo primero que discute es el número de combatientes que entraron. Lejos de los 600 de los que habló Juan Gasparini en Montoneros, final de cuentas, y mucho más cerca de los entre 100 y 125 que consignó Eduardo Astiz en su libro Lo que mata de las balas es la velocidad.

En la primera etapa de la Contraofensiva, en 1979 –había habido otra en 1978, que se llamó Contraofensiva Táctica del Mundial– hubo tres atentados entre septiembre y noviembre: a Guillermo Walter Klein, a Juan Alemann y a Francisco Soldati. Los dos primeros, funcionarios del ministro José Alfredo Martínez de Hoz, resultaron ilesos. Había cuadros destinados a las tareas de propaganda y también algunos militantes –que Gloria considera “los más expuestos”– destinados a trazar relaciones con sectores políticos y sindicales.

Gloria rechaza por considerarlo una “hijaputada” del juez Claudio Bonadío la teoría de que la conducción fue responsable de la muerte de los militantes, que el magistrado llevó al punto de ordenar la detención de Roberto Perdía, Mario Firmenich y Fernando Vaca Narvaja, en 2003, en la causa que juzgó las desapariciones de Angel Carbajal, Julio César Genoud, Lía Mariana Ercilia Guangiroli, Verónica María Cabilla y Ricardo Marcos Zuker, entre el 21 y el 29 de febrero de 1980, así como la privación ilegítima de la libertad y torturas a Silvia Tolchinsky. En 2007, el juez Ariel Lijo dictó prisión perpetua para nueve represores por esas desapariciones, en un juicio que se realizó por escrito, y en septiembre pasado, la Cámara Federal confirmó la condena para otros dos represores. Mientras tanto, en la Justicia Federal de San Martín está en etapa de instrucción la causa con 85 víctimas de la Contraofensiva entre 1979 y 1980. En plena etapa de prueba, el abogado querellante Pablo Llonto espera que la jueza Alicia Vence comience entre abril y mayo con las 70 indagatorias pedidas, para avanzar en un año hacia el juicio oral y público.

Gloria no cree que la película Infancia clandestina, dirigida por Benjamín Avila, aporte a una discusión social más franca sobre la Contraofensiva. Le pareció fidedigna tanto en las escenas de las reuniones militantes como de la vida cotidiana, pero cree que su enfoque es “más humano”. La profesora de historia Marianela Scocco, que trabaja en la Secretaría de Derechos Humanos de Santa Fe, en cambio, no sabe “si la sociedad está preparada para esa película”. Y se enoja por la forma en que Avila muestra a la madre del protagonista (Ernesto/Juan), encarnada por Natalia Oreiro. “La película tiene una cuestión de que la mujer debería ser la que cuidó a ese niño. La gente cuando sale del cine se enoja con la madre. Y de eso que provoca tiene que hacerse cargo también”, dispara la investigadora de la militancia en los ’70.

La historia, para Gloria, tiene muchos pliegues y complejidades. En la cárcel, pensaba que la libertad era un salvoconducto para seguir luchando. Habla con más amargura del destierro que de los tres años presa. “El exilio es muy complicado. Estás lejos de tu lugar, con otras costumbres, extrañás todo”, cuenta. Tenía menos de dos meses en el exilio cuando concurrió a la convocatoria de Montoneros en un salón del Partido Comunista, en la Casa de Campo de Madrid. Allí estaba Perdía. Hablaron del retroceso de la dictadura militar. “Se explicó la necesidad de volver, qué características iba a tener, sobre todo se habló mucho de la seguridad. Vos volvías, pero no podías ver a tu familia ni nadie sabría que estabas en el país. Había una urna en la que se ponía el nombre y la dirección para contactarnos, porque suponíamos que podía haber servicios”, relata sobre aquella reunión. Pocos días después llegó al departamento donde vivía José Lewinger para “hablar personalmente”. “Josecito decía que era el momento, porque la dictadura estaba en retroceso, que había muchas tomas de fábrica, muchos sabotajes, que no era como lo pintaban los diarios y que nuestra presencia con un poder de fuego importante iba a hacer que la dictadura empezara a tambalear y que el pueblo saliera a las calles. Eso por un lado, era como apuntalar las luchas sindicales, del pueblo en su conjunto. La otra era la presencia de Montoneros en el país, porque si no dejábamos de existir y eso era una realidad”, explica sobre aquella discusión que le quedó dando vueltas en la cabeza. Gloria era casi una espectadora de esa charla. Su hermana Dalia había tenido mayores niveles de responsabilidad en la Juventud Peronista, pero las dos consideraban que Montoneros era su lugar de pertenencia. “Había muy pocos compañeros en el país, había muchas muertes, muchos desaparecidos y como organización revolucionaria no podíamos dejar que todo quedara en la nada”, apunta.

Gloria ve una coherencia en aquella evaluación, aunque la considera derivada del “error original de haber pasado a la clandestinidad en 1974. Ahí nosotros fuimos los que nos cerramos y nos alejamos de ese pueblo; en vez de hacer política de masas e ir haciendo política, nos fuimos replegando sobre el aparato”.

En aquel enero de 1979, no todos los militantes querían volver en la Contraofensiva. “Muchos decían que estábamos todos locos, que nos iban a matar a todos. Hubo una discusión, hubo posibilidades de decir que no. Muchos se quedaron. Algunos estaban de acuerdo con la Contraofensiva, pero no fueron”, cuenta sin idealizar a nadie. “Conozco a un montón de compañeros que hoy están en Rosario, que iban contactando gente y uno pensaba que estaban de acuerdo, y a último momento no fueron. Decían que era por diferencias políticas, pero era cagazo también”, contó.

De hecho, Gloria tuvo compañeros que se arrepintieron apenas llegaron al país. Uno de ellos era el encargado de buscar una casa para su grupo. Se fue con el dinero de la organización. “Nos puso en riesgo a todos”, dice Gloria, pero se niega a contar quién era.

Para ella, la decisión estuvo marcada por el amor hacia Manuel, pero también con una forma de concebir su vida. “La militancia es integral. Tanto Montoneros como organización política militar como las organizaciones de superficie eran un lugar de pertenencia, quedarnos en el exterior era quedarse afuera, ya no ser más. Además, hay una herencia histórica: a un compañero no se lo llora, se lo reemplaza. Quedarse en el exilio significaba que si uno no tomaba las banderas de los compañeros, esa lucha quedaba en nada, las muertes iban a ser en vano”, subraya ahora. Si bien sabían que se exponían a la muerte, ésa no era la clave. “Como en cualquier organización revolucionaria, la muerte era parte. Era una de las posibilidades, era un compromiso de vida”, afirma.

A Gloria le resulta “humillante” que digan que fue “llevada” a la Contraofensiva. “Yo era parte de una organización más allá del nivel político que tuviera. La Contraofensiva fue discutida en México, en Madrid, en Francia, en todos lados. El que quiso participar participó y el que dijo que no quería saber nada no se enganchó. En Suecia había un montón de exiliados, y sólo se engancharon seis”, subraya ahora. Por su parte, Scocco quiere poner el acento en la subjetividad. “Preferimos hablar de afectados por el terrorismo de Estado antes que de víctimas, porque en realidad, los militantes tenían grados de opciones. Los que cayeron en el ’76, que pertenecían a las organizaciones de base y adherían al proyecto de revolución, y también las tenían los que volvieron o no a la Contraofensiva. Para mí es bueno hablar de eso porque habla de la subjetividad de las personas.” Como Gloria enumera un montón de hechos que ella resignifica después, y que tuvieron que ver con su decisión de volver, como su compañero y su madre, en realidad ella estaba convencida de un proyecto político y eso era lo que los unía a todos. “Eso es lo que los hizo volver”, sostiene la historiadora, quien considera crucial entender el sentido de sobrevivir a un proyecto. “Uno no puede dejar de sentirse parte porque fue derrotado. Se tenía que seguir insistiendo porque eso era parte de la vida y porque de última qué sentido tenía la vida fuera de eso. Eso para mí es lo que no se dimensiona cuando se habla de la Contraofensiva y de los compañeros. Y esto que dice Gloria que no eran ingenuos, sabían adónde volvían. Eso no quiere decir que fuera un culto a la muerte”. Para ella, “la sociedad lavó muchas de sus culpas con la Contraofensiva, que se identificó con sus cuadros, con los grados de opciones”.

Justamente, Scocco también identifica la demonización de la Contraofensiva con la teoría de los dos demonios. Cree que la sociedad necesitó lavar sus culpas con una separación entre las cúpulas tanto de las Fuerzas Armadas como de las organizaciones revolucionarias y los militantes de base. Así se sostuvo también la obediencia debida, y la idea de militantes arrastrados a una operación pergeñada por la cúpula.

Gloria cree que Montoneros subestimó las tareas de inteligencia del Estado argentino, que contó con ayuda de la CIA y el Mossad. “En un informe de inteligencia que forma parte de los archivos de la provincia de Santa Fe están los nombres y las fotos de todos los que entraron en la Contraofensiva. Ahí figuran Gloria y su hermana. Es también un mito creer que la delación era la única manera de obtener información, la inteligencia tenía muchos otros recursos”, advierte Scocco.

Gloria también derriba el mito de la “cobardía” de la conducción montonera. Afirma que sólo tres de los trece miembros de la conducción nacional están vivos y le consta que la mayoría entró al país durante la dictadura. “No hay ejército en el mundo que mande al muere a su conducción”, dice ahora. Ella volvió a vivir en la Argentina en 1984. Sí le reprocha a Mario Firmenich que se haya entregado durante el gobierno de Raúl Alfonsín y todos estos años que vivió en España. “La vida en democracia fue muy dura. Me recagué de hambre con (Carlos) Menem, fueron años de mucha soledad. Así como yo no permitía críticas a Montoneros desde un bar de Madrid, a gente que no se hubiera jugado el pellejo, también creo que todos estos años en el país fueron difíciles”, dice ahora, que tiene 55 años, hijas, nieta. Hace tres, en la Fiesta de las Colectividades que se realiza todos los noviembres en Rosario, Gloria pudo probar en el stand de el Líbano aquella golosina que tanto la había tentado en Beirut, treinta años antes, cuando era una militante revolucionaria que no disponía de dinero. Le pareció un manjar.

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Imagen: Andres Macera
 
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